No debemos desanimarnos a la vista de nuestras faltas. Parte 1

Publicado el 05/19/2022

Es preciso que de ninguna manera os desaniméis, sino que con un valor lleno de paciencia, emprendáis con calma y cuidado el trabajo de curar vuestra alma de las heridas que en los ataques haya recibido

Jose Tissot.

Un piadoso sacerdote hacía unos días de retiro bajo la dirección del P. Roothan. Durante esos días, éste fue llamado urgentemente a Roma, donde fue elegido General de la Compañía de Jesús. Cuando ya se había despedido de todos, y a punto de marchar, se volvió atrás y entrando donde estaba el ejercitante, le dijo: «Señor cura, se me había olvidado hacerle una recomendación muy importante: suceda lo que suceda, no os desaniméis jamás, jamás.»

Palabras de oro. Habría que hacer esta misma recomendación a muchas almas.

San Juan Crisóstomo no se cansaba de repetirlas: «¡No desesperéis nunca! Os lo diré en todos mis discursos, en todas mis conversaciones; y si me hacéis caso, sanaréis. Nuestra salvación tiene dos enemigos mortales: la presunción en la inocencia y la desesperación después de la caídas; este segundo es con mucho el más terrible». Efectivamente, en la esperanza somos salvos (Rom 8, 14). «Esta virtud es como una fuerte cadena que baja del cielo y ata nuestras almas; si éstas quedan firmemente sujetas, va tirando de ellas poco a poco hasta unas alturas sublimes, y las sustrae a las tormentas de la vida presente. Pero el alma que, vencida por el desaliento, se suelta de esta santa ancla, cae inmediatamente y perece sumergida en el abismo del mal.

«Nuestro pérfido adversario no ignora esto, por eso, en cuanto nos ve agobiados por el sentimiento de nuestras faltas, se lanza sobre nosotros e insinúa en nuestros corazones sentimientos de desesperación, más pesados que el plomo.

Si les damos acogida, ese mismo peso nos arrastra, nos soltamos de la cadena que nos sujetaba y rodamos hasta al fondo del abismo».

La experiencia confirma demasiado estas últimas palabras. La inmensa mayoría de las caídas no reparadas, que han sido causa de escándalo en la Iglesia, y la mayor parte de aquellas que únicamente los ángeles de paz conocen y lloran, proceden del desaliento. Sin él, con un arrepentimiento confiado, nada se habría perdido; pero después de una falta, que en muchos casos no pasaba de ser una sorpresa, el demonio de la desesperación se insinuó en el alma desconcertada, y esgrimiendo argumentos a cual más desalentador, concluía por conseguir que brotara el pensamiento aplastante de Caín: Mi iniquidad es demasiado grande, para que merezca perdón (Gén 6, 13).

A partir de ese momento, como advierte San Pablo, el príncipe de las tinieblas se adueña del alma, la dirige, la empuja y la precipita donde quiere: operatur in filios diffidentiae (Efes 2, 2); le ha comunicado dos de sus más diabólicas disposiciones: el alejamiento de Dios por el pecado y el miedo a Dios por el desaliento. Y no vayamos a creer que esta tentación sólo surge después de cometer faltas groseras: el espíritu de mentira sabe también emplear este arma—tanto más terrible cuanto que está más hábilmente disimulada—contra el alma virtuosa después de las caídas leves; y si no consigue llevarla a la completa desesperación, por lo menos la paraliza en el camino de la virtud, la desconcierta, debilita sus más poderosas energías y le enfría el fervor, para que caiga en la melancolía y el desaliento.

De esta manera, todo se le hace cuesta arriba, «no pone ya cuidado en reparar sus faltas, y esto produce la verdadera tibieza», con sus daños casi irreparables.

Nuestras faltas, y sobre todo nuestras faltas habituales, ofrecen a Satanás un medio fácil para llegar a ese resultado; sí, como acertadamente se ha hecho observar, en su lucha contra la virtud de la esperanza es donde el espíritu infernal procura con más empeño transfigurarse en ángel de luz (2 Cor 11, 14), no le resulta difícil hacer ese papel poniendo en contraste nuestras infidelidades innumerables con las incesantes solicitaciones de la gracia, nuestras ingratitudes con las bondades divinas, nuestras faltas con nuestros propósitos. ¿No es justo, exclama el alma llevada a este desaliento, que Dios se canse y ciegue la fuente de auxilios de los que yo estoy abusando? Me abandona con toda razón. Ya es hora de renunciar a un empeño que mis repetidas caídas me demuestran que es superior a mis fuerzas.

Yo había presumido demasiado de Dios y de mí mismo. ¿Para qué gastarme en esfuerzos estériles un día y otro día, si no voy a alcanzar nunca una santidad imposible? La experiencia me ha demostrado sobradamente que esas alturas no están al alcance de mi debilidad. ¿Hasta cuándo voy a estar haciendo propósitos —quandiu ponam consilia in anima mea, nada más que para sentir el dolor de faltar a ellos a lo largo del día —dolorem in corde meo per diem, y dar al enemigo motivos de alegrarse con mis caídas, usquequo exaltabitur inimicus meus super me? (Salm 12, 23).

Alma desalentada: lo que alegra al enemigo no son tanto vuestras faltas como el abatimiento y la desconfianza en la misericordia divina que os producen.

San Claudio de la Colombiére

«Este es, dice San Claudio de la Colombiére1, éste es el mayor mal que puede sobrevenir a una criatura. Mientras uno puede defenderse de este mal, nada hay que no se pueda cambiar en bien y de lo que no sea fácil sacar alguna ventaja… Todo el mal que habéis hecho no es nada en comparación con el que hacéis si os falta confianza.

Esperad hasta el fin; os lo mando con todo el poder que me habéis dado sobre vos. Si me obedecéis en este punto, respondo de vuestra conversión».

Si en algún momento estos consejos fueron oportunos, hoy día o son mucho más. «Estamos en la hora de los desalientos y de los desanimados», y estemal que paraliza a tantos caracteres nobles y tantas rectas intenciones en el terreno político y social, origina todavía más estragos en las almas, incluso en las que desean agradar a nuestro Señor. «Felizmente, dice San Agustín, la Sabiduría divina posee el secreto de ofrecer a os hombres, según las circunstancias en que se encuentren, los remedios oportunos para susb necesidades».

Ella hizo vivir, hablar y escribir en el siglo XVII, en el mismo momento en que se manifestaban las desesperanzadoras y pesimistas doctrinas jansenistas, a San Francisco de Sales, y le hizo coronar Doctor de la Iglesia universal, en la hora de mayor desaliento de un siglo desventurado; es el Doctor estimulante por excelencia. Todo en los escritos de este Santo alienta y reanima; se puede desafiar a sus lectores a que encuentren alguna cosa en él que dé pie al mayor pecador a tener un solo instante de desaliento.

Dice el P. Faber: «Entre todas las suaves doctrinas enseñadas por el inspirado San Francisco de Sales, ninguna es más preciosa que la referente al modo en que debemos considerar y juzgar nuestras faltas».

Ante todo, prohíbe terminantemente perder el ánimo cuando se ha cometido una falta, cualquiera que sea. Hay que morir antes que ofender consciente y deliberadamente a nuestro Señor; pero, si llegamos a caer, hay que perderlo todo antes que perder el ánimo, la esperanza y la resolución Si os ocurre cometer alguna falta, no perdáis el ánimo, sobreponeos inmediatamente, como si no hubieseis caído. Ser buena servidora de Dios es ser caritativa para con el prójimo, tener como en la parte superior del alma una inquebrantable decisión de hacer la voluntad de Dios, tener gran humildad y sencillez para abandonarse en sus brazos, y levantarse cuantas veces se caiga, soportarse a sí misma con paciencia en las propias miserias, y soportar a los demás en sus imperfecciones. La flaqueza no es un mal grande, con tal de que haya un valor grande para levantarse poco a poco: así os pido que hagáis.

Es preciso que de ninguna manera os desaniméis, sino que con un valor lleno de paciencia, emprendáis con calma y cuidado el trabajo de curar vuestra alma de las heridas que en los ataques haya recibido. Es necesario, amadas hijas mías, ser muy generosas… y tener gran valor para despreciar nuestras malas inclinaciones, nuestro mal humor, nuestras rarezas y sensiblerías, mortificando continuamente todo esto en todas las ocasiones. Si, a pesar de todo, se nos escapa alguna falta, no nos detengamos, volvamos a levantar el ánimo para ser más fieles en la siguiente ocasión, y sigamos adelante nuestro camino hacia Dios, con abnegación de nosotros mismos.

Es preciso tener un ánimo invencible, para no cansarse de nosotros mismos, porque siempre tendremos algo que rectificar o que cortar… ¿Veis lo que hacen quienes están aprendiendo a montar a caballo? A menudo caen, pero no se desaniman, porque una cosa es verse alguna vez en tierra y otra muy diferente darse definitivamente por vencido.

La desconfianza que sentís hacia vos misma es buena, siempre que os sirvan de fundamento para la confianza que debéis tener en Dios; pero, si alguna vez os llevase al desaliento, a la inquietud, disgusto o melancolía, os conjuro a que la rechacéis como la mayor de las tentaciones, y no permitáis jamás a vuestro espíritu discutir ni protestar a favor de la inquietud o del desaliento del corazón al que os podáis sentir inclinada… ni siquiera con un falso pretexto de humildad.

Tomado de la obra, El arte de aprovechar nuestras faltas; Capítulo III, n° 1-3

Notas
1 San Claudio de la Colombière (1641-1682), sacerdote jesuíta que tiene el honor de haber sido el director espiritual de la propagadora de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, Santa Margarita María Alacoque y sufrió mucho por causa de la difusión de esta devoción.

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