No debemos desanimarnos a la vista de nuestras faltas. Parte 2

Publicado el 05/20/2022

¡María, Madre de Jesús, venid en ayuda nuestra!» Al oír estas palabras, el espíritu infernal redobló sus horribles alaridos: «¡María! ¡María! ¡Para mí no hay María! No pronunciéis ese nombre, que me hace estremecer.

José Tissot

Ya se entrevé en todos estos textos cómo San Francisco de Sales combate el desaliento, atacando directamente sus causas. ¿Por qué nos desanimamos?

Porque exageramos nuestra flaqueza o porque desconocemos la misericordia divina; y las más de las veces, por esos dos motivos juntos. En esto, dicho sea de paso, sucede un fenómeno extraño y, no obstante, muy corriente. El pecador cae por haber ignorado su propia flaqueza y por haber exagerado la misericordia de Dios; después de la caída, renacen estos dos mismos sentimientos, pero en sentido inverso: la flaqueza adquiere a sus ojos proporciones desmesuradas, envuelve al alma como en un manto de tristeza y de confusión, que la aplasta; en cambio, Dios, a quien poco antes se ofendía con toda facilidad, presumiendo un perdón fácil, aparece ahora como un vengador inexorable.

El alma culpable tiene miedo de El y vergüenza de sí misma y, si no reacciona contra estas dos funestas tentaciones, renuncia cobardemente a la lucha: en vez de arrancarse de los lazos del pecado, se entrega a él sin resistencia. Este es el desaliento, la capitulación de la voluntad, la resolución de hacer lo contrario de lo que debe hacerse, cuyo fatal resultado es con mucha frecuencia la impenitencia final.

San Francisco de Sales cuida de curar por sus contrarias estas dos disposiciones que dan lugar al desaliento. Hace comprender al alma que desea santificarse, que el camino que emprende es largo y penoso, que su falta de fuerzas es grande, comparadas con las dificultades del viaje; pero al mismo tiempo le hace ver que todo lo puede en Aquel que la conforta, lo mismo después de una caída que antes de caer; le muestra el corazón de Dios pronto y generoso en el perdón, al mismo tiempo que es un brazo fuerte para darle apoyo.

«La soledad tiene sus asaltos, el mundo tiene sus peligros; en todas partes es necesario tener buen ánimo, porque en todas partes el Cielo está dispuesto a socorrer a quienes tienen confianza en Dios, a quienes con humildad y mansedumbre imploran su paternal asistencia».

«Debéis renovar todos los propósitos de enmienda que hasta ahora habéis hecho; y aunque veáis que, a pesar de esas resoluciones, continuáis enredada en vuestras imperfecciones, no debéis desistir de buscar la enmienda, apoyándoos en la asistencia de Dios. Toda vuestra vida seréis imperfecta y tendréis mucho que corregir; por eso tenéis que aprender a no cansaros en este ejercicio».

«Conservad la paz… Cuando sucede que, por un pronto de amor propio y de

las pasiones, hemos faltado a las leyes de la indiferencia, en cosas que son

indiferentes, inclinemos nuestro corazón delante de Dios cuanto antes y

digámosle con espíritu de confianza y de humildad: Señor, misericordia,

porque estoy enfermo (Sal. 7, 2). Levantémonos con paz y tranquilidad,

reanudemos el hilo de nuestra indiferencia y sigamos en nuestra tarea. No es

necesario romper las cuerdas y arrojar el laúd cuando vemos que está

desafinado, sino que hay que poner oído atento para descubrir dónde está el

desconcierto, y tensar o aflojar la cuerda nuevamente, según o requiera el

caso».

«Pero al ver o elevado que es el monte de la perfección cristiana, te oigo decir: ¡Dios mío! ¿Cómo voy a poder subirlo? Animo, Filotea; Cuando las crías de las abejas, a las que llaman ninfas, empiezan a tomar forma, todavía no pueden volar sobre las flores por montes y collados para recoger la miel; pero manteniéndose con la que han recogido sus madres, van poco a poco echando alas y tomando fuerzas, de manera que después son ellas las que vuelan por todo el campo para recogerla. Pues nosotros somos todavía como ninfas pequeñas en la devoción, y no estamos en condiciones de subir hasta donde querríamos, que es nada menos que la cima de la perfección; pero si

empezamos a tomar forma por medio de nuestros deseos y de nuestros propósitos, nos comenzarán a nacer alas, y un día, como las abejas, volaremos.

Entre tanto, vivamos de la miel de las muchas enseñanzas como nos han dejado los antiguos devotos, y roguemos a Dios que nos dé alas como de paloma, para que no sólo podamos volar durante el tiempo de la vida presente, sino también alcanzar el reposo en la eternidad de la futura».

«Nunca se acaba la tarea; es preciso volver a comenzar siempre, y volver a

comenzar con buena voluntad. Cuando el hombre haya acabado, dice la

Sagrada Escritura, entonces volverá a empezar (Ecles 17, 6). Lo que hasta

ahora hemos hecho es bueno, pero lo que vamos a empezar es todavía mejor; y, cuando ya hayamos acabado, volveremos a empezar otra cosa que todavía será mejor, y después otra, hasta que salgamos de esta vida para comenzar otra vida que no tendrá fin, porque ya nada mejor nos podrá acontecer. Ved pues, amada Madre, si hay que llorar cuando tan grande tarea pesa sobre nuestra alma, y si es necesario tener ánimo para ir siempre más adelante, puesto que es preciso no detenerse jamás, y si hay que tener resolución para cortar, puesto que hay que aplicar la cuchilla hasta la división del alma y del espíritu, hasta las coyunturas y los tuétanos (Hebr 4,12)».

«Verdaderamente que es una lástima grande que el sólo deseo de la perfección no sea bastante para tenerla, y que haya que conseguirla con el sudor de nuestro rostro y a fuerza de trabajos… Me diréis: ¡somos tan imperfectos! —

Será así, pero no os desaniméis por eso, y no penséis que vais a poder vivir sin imperfecciones, porque esto no es posible mientras estéis en este mundo:

basta con que no las améis ni les déis albergue en vuestro corazón, es decir,

que no las cometáis voluntariamente ni queráis manteneros en ellas. Si es así, podéis conservar la paz y no os turbéis por la perfección que queréis alcanzar: bastará que la tengáis al morir. No seáis tan tímidos; caminad con firmeza por el camino de Dios. Estáis armados con el arma de la fe y nada os podrá dañar».

«Es necesario, Filotea, tener ánimo y paciencia en esta empresa (la de la purificación del alma). ¡Cuán dignas de lástima son aquellas almas que después de haber practicado algún tiempo la devoción, viéndose todavía con muchas imperfecciones, se inquietan, se turban y se desaniman, dejándose casi llevar por la tentación de abandonarlo todo y de volverse atrás! Para ejercicio de nuestra humildad conviene que alguna vez salgamos heridos en

esta batalla espiritual; pero nunca quedamos vencidos, sino cuando perdemos la vida o el valor. Puesto que las imperfecciones y los pecados veniales no son capaces de quitarnos la vida del alma, que solamente se pierde por el pecado mortal, lo que tenemos que hacer es procurar que no nos quiten el valor. Por eso decía David: Aguardaba a Aquel que me salvó de la pusilanimidad de espíritu y de la tempestad, porque realmente tenemos una gran ventaja para salir siempre vencedores en esta guerra: saber que no necesitamos más que querer pelear».

Hay que reconocer que en todas estas enseñanzas, San Francisco de Sales

hablaba a personas más o menos adelantadas ya por el camino de la perfección, y que las faltas a que hace referencia, estimulando a no desalentarse por ellas, eran ordinariamente pecados veniales o simples imperfecciones. Sin embargo, no excluye de estos consejos alentadores a las

almas culpables, y a todas se dirige, por grandes que sean sus caídas, cuando añade, fundándose en los mismos motivos:

«Alimentad vuestra alma con una filial confianza en Dios, y a medida que os encontréis rodeada de imperfecciones y de miseria, levantad vuestro ánimo para que cobre esperanza».

«Debemos decir a nuestro corazón, después de caer en una falta: amigo mío, ten ánimo, en nombre de Dios; andemos con cuidado, pidamos ayuda a

nuestro Dios».

«Algunas caídas en pecados mortales, con tal de que no haya deseo de estancarse ni adormecerse en el mal, no impiden los progresos que se hayan hecho en la devoción; aunque ésta se pierde pecando mortalmente, se recobra con el primer arrepentimiento verdadero que se tenga de ese mismo pecado, si, como he dicho, no se ha permanecido mucho tiempo en la culpa… Y de ninguna manera hay que desalentarse, sino que, con santa humildad, hay que reconocer su propia enfermedad, acusarse, pedir perdón e invocar el auxilio del Cielo».

Reflexionemos despacio en las primeras palabras de esta última cita. Las caídas graves, si no van acompañadas de adormecimiento en el mal, es decir, si no se convierten en hábito, no solamente no dejan huella después de su perdón, sino que ni siquiera impiden que el alma recupere inmediatamente el terreno que ya tenía conquistado en la devoción. Es sin duda un parón, un retroceso, pero la absolución o la contrición perfecta compensan esa pérdida y rellenan esa laguna.

Pero ¿y si uno hubiera estado por mucho tiempo sumido en la culpa y se hubiere estancado en el mal? Evidentemente, entonces, por haber sido mayores la detención y el retroceso, las pérdidas serían más grandes, pero no irreparables. Con el perdón renacerán los méritos precedentes, según la

palabra sagrada: Vivirá en la justicia que hizo — In iustitia quam operatus est

vivet (Ez. 18, 22). Quizá haya que hacer un esfuerzo más generoso para neutralizar os malos efectos del hábito culpable construido durante ese tiempo, pero si se aumenta la confianza en Dios en proporción con la necesidad que ese adormecimiento en el mal ha creado, fácil es al Señor, dice la Escritura, enriquecer en un momento al pobre. Confía en Dios y mantente en tu puesto (Ecl. 11, 22). Por eso, concluye nuestro Santo: «No hay que desconfiar, porque, por muy miserables que seamos, Dios es misericordioso con quienes tienen verdadera voluntad de amarle y han puesto en El toda su esperanza».

Estos pensamientos resaltarán todavía mejor en la segunda parte de este libro, donde nuestro Doctor se sirve de la vista misma de nuestras faltas para excitarnos a redoblar nuestra confianza en la misericordia divina. Por el momento bastan estas consideraciones para cerrar la puerta a la desesperación y demostrar que el temor que nos inspira el conocimiento de nuestra flaqueza debe estar siempre templado y dominado por una inquebrantable confianza en Dios. Nuestro Santo insiste de manera particular

en la necesidad y manera de unir estas dos disposiciones: «Es necesario combatir siempre entre el temor y la esperanza, pero teniendo en cuenta que la esperanza ha de ser siempre más fuerte en consideración a la omnipotencia de Aquel que nos socorre».

«Haced penitencia, decía San Juan, es decir, allanad esos montes de orgullo,

llenad esos valles de tibieza y de pusilanimidad, porque la salud se acerca (Lc 3, 5). Los valles a que el santo se refiere son el temor, que cuando es exagerado nos lleva al abatimiento. La vista de las grandes faltas que hemos

cometido trae consigo cierto horror, un asombro y un temor que abaten el corazón; estos son los valles que es preciso rellenar de confianza y de esperanza, para preparar el advenimiento de nuestro Señor.»

Hablando un día un gran santo a una santa penitente que había cometido grandes pecados, le decía: Temed, pero esperad. Temed para que no caigáis en la soberbia y en el orgullo; pero esperad, para no caer en la desesperación y en el desaliento. Porque el temor y la esperanza no deben ir el uno sin la otra, pues si el temor no va acompañado de la esperanza, no es temor, sino desesperación; y la esperanza sin el temor es presunción. Todo valle será llenado—omnis vallis implebitur—; es necesario que con la confianza y el temor llenemos los valles del desaliento que se forman cuando conocemos nuestros pecados».

Como si aún después de su muerte San Francisco de Sales hubiera querido continuar su campaña contra la desesperación, arrancó al demonio una confesión que infunde gran aliento a las almas más criminales. Un joven de Chablais, poseído por el espíritu maligno desde hacía cinco años, fue llevado al Obispo de Ginebra cuando se instruía el proceso de beatificación de nuestro Santo. Tardó en verse libre algunos días, durante los cuales monseñor Carlos Augusto de Sales y la Madre de Chaugy hicieron al pobre desgraciado varios interrogatorios junto a los restos del Santo.

Un testigo ocular refiere que, en uno de esos interrogatorios, el demonio multiplicaba sus gritos con más furor y confusión, diciendo: «¿Por qué he de salir?», entonces, la Madre de Chaugy exclamó con fervor: «¡Santa Madre de Dios, rogad por nosotros!

¡María, Madre de Jesús, venid en ayuda nuestra!» Al oír estas palabras, el espíritu infernal redobló sus horribles alaridos: «¡María! ¡María! ¡Para mí no hay María! No pronunciéis ese nombre, que me hace estremecer. ¡Si hubiese una María para mí, como la hay para vosotros, yo no sería o que soy! Pero para mí no hay María.» Todos los presentes lloraban. Repitió el demonio:

«¡Si yo tuviese un solo instante de los muchos que vosotros perdéis! ¡Un solo instante y una María! y yo no sería un demonio.»

Nosotros que vivimos (Salm 113, 18) tenemos el instante presente para volver a Dios, y a María para que nos obtenga la gracia; ¿quién puede con esto desesperar?

Tomado del libro “El arte de aprovechar nuestras faltas, Parte I, Capítulo 3 n° 4-5

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