
Hay que huir del mal, pero sin perder la calma ni el sosiego, porque de otra manera, al intentar evitarlo, podríamos caernos y dar tiempo al enemigo para que nos mate
P. José Tissot
Ya se ve, por las citas que preceden, y todavía se verá mejor por los textos que citaremos a continuación, que el santo Doctor no sólo recomienda la calma y la paciencia consigo mismas a las almas justas e inocentes, sino también, y de modo especial, a las que han tenido la desgracia de cometer faltas. «Si alguna vez sentís impaciencia, no os turbéis por ello: procurad rehaceros rápidamente y con suavidad»[33].
«Os preocupáis demasiado por los arranques de vuestro amor propio, que, sin duda, son frecuentes; pero nunca serán peligrosos si, con tranquilidad, sin enfadaros porque son una molestia, sin extrañaros porque son muchos, os decís: ¡No! Caminad con sencillez, no ansiéis tanto el reposo del espíritu, y así lo tendréis»[34].
«Tened paciencia con todo el mundo, pero principalmente con vos misma: quiero decir que no perdáis la tranquilidad por causa de vuestras imperfecciones y que siempre tengáis ánimo para levantaros. Me da alegría ver que cada día recomenzáis; no hay mejor medio para acabar bien la vida que el de volver a empezar siempre, y no pensar nunca que ya hemos hecho bastante»[35].
«Por mucho que mortifiquemos la carne, siempre sentiremos su rebelión. Siempre las distracciones interrumpirán nuestra atención, y así en todo lo demás, ¿nos vamos a inquietar, a perder la paz, a afligirnos por eso? De ningún modo»[36].
«No os enfadéis ni asustéis al sentir que bullen en vuestra alma todas las imperfecciones que me habéis referido; no, os lo suplico, porque si bien es cierto que hay que tratar de arrojarlas del alma y hay que detestarlas para enmendarse, es necesario no afligirse con angustia, sino con una pena que dé ánimos, y tranquila, que de lugar a un propósito sereno y firme de corregirse»[37].
«Hay que huir del mal, pero sin perder la calma ni el sosiego, porque de otra manera, al intentar evitarlo, podríamos caernos y dar tiempo al enemigo para que nos mate. Hasta la misma penitencia hay que hacerla con paz. He aquí, dice Isaías, que mi amargura es amarguísima y está en paz (38, 17)»[38].
«Nada nos debe disgustar ni enfadar, sino sólo el pecado; pero incluso en el fondo de este disgusto debe haber alegría y consuelo santo»[39]. «Quien sólo a Dios pertenece no se contrista nunca, si no es por haberle ofendido, pero esta tristeza por la ofensa está como asentada en una profunda, tranquila y sosegada humildad y sumisión, después de la cual se levanta de nuevo con una tranquila y perfecta confianza en la bondad divina, sin desazón ni despecho»[40].
«En resumen, no os enfadéis, o por lo menos, no os turbéis porque os habéis turbado, no os alteréis porque os habéis alterado, no os inquietéis porque esas molestas pasiones os han inquietado; tomad vuestro corazón y ponedlo suavemente en manos de nuestro Señor[41]...Haced que vuestro corazón vuelva a estar en paz con vos misma… aunque estéis tan llena de miserias»[42].
«Cuando veáis vuestro corazón amargado, no hagáis más que cogerlo con la punta de los dedos, no de un puñado, no bruscamente… Es preciso tener paciencia consigo mismo y lisonjear al corazón alentándole; y cuando está intranquilo, hay que contenerlo como se contiene a un caballo con la brida, meterle firmemente en cintura, sin permitirle correr tras los sentimientos desordenados»[43].
«Tened mucho cuidado con no turbaros cuando hayáis cometido alguna falta, pero humillaos cuanto antes delante de Dios, con un sentimiento sosegado y amoroso, que haga nacer en vos la confianza de recurrir inmediatamente a su bondad y que os inspire la seguridad de que os ayudará a enmendaros…
Cuando os suceda que cometáis alguna falta, cualquiera que sea, pedid con sencillez perdón a nuestro Señor y decidle que estáis segura de que os ama mucho y de que os va a perdonar»[44].

San Francisco de Sales
Para combatir con mayor eficacia el desasosiego que es tan perjudicial, San Francisco de Sales procura descubrir cuál es la causa ordinaria, por no decir única, de esta falta de paz. Es el amor propio, el buscarse a sí mismo. Ya lo había dicho Santa Teresa: «con verdadera humildad, aunque el alma se reconozca mala, y por ello esté triste, esta tristeza no va acompañada de turbación ni de inquietud; no produce en el espíritu ni oscuridad ni aridez, sino por el contrario, consuelo.
El alma se aflige de haber ofendido a Dios, pero por otra parte se dilata en la esperanza de su misericordia. Tiene luz para confundirse ella misma y para alabar a Dios, que tanto la ha sufrido. Mas en la humildad falsa, que da el demonio, no hay luz para cosa alguna buena. Parece que Dios pone todo a sangre y fuego. Es ésta una invención del demonio de las más perniciosas, sutiles y disimuladas, que yo he entendido de él»[45].
Por eso, perturbarse después del pecado es un mal muy corriente. «Humillarse por las propias miserias, ha dicho un santo sacredote, es muy bueno y pocas personas o comprenden; inquietarse y perder la paciencia es cosa que todo el mundo hace, pero es cosa mala, porque en esta especie de inquietud y de enfado es el amor propio el que tiene la mayor parte»[46].
El Beato Federico Ozanan añade: «Hay dos clases de orgullo: el que está contento de sí mismo, que es el más corriente y el menos peligroso; y el que está descontento de sí, porque esperaba mucho de él mismo y se ha visto defraudado en su esperanza.
Esta segunda especie de orgullo es mucho más refinada y peligrosa.» Nuestro buen Santo persigue en todos sus ardides a este amor propio disfrazado con la máscara de la humildad: esas prisas que quiere darse el alma, no tanto para curarse como para convencerse de que está curada; esas secretas decepciones, que no permiten hacer las paces con la propia conciencia, porque resulta más cómodo considerarla como incorregible; esas melancolías que nos invaden; esa incesante y exclusiva contemplación de nuestras faltas y de nosotros mismos; esa especie de necesidad de lamentarse ante los hombres más que ante Dios, con el solapado deseo de que nos compadezcan y nos consuelen: todo esto lo pone de manifiesto el santo Doctor, y demuestra que «todo ello se produce por instigación de un cierto padre espiritual llamado amor propio»[47].
«Uno de los principales ejercicios de la mansedumbre es el que practicamos interiormente, no impacientándonos ni contra nosotros mismos, ni contra nuestras imperfecciones. Porque, aunque es razonable sentir disgusto y pesar por haber cometido algunas faltas, este disgusto no debe ser amargo, ni enfadoso, ni despechado, ni colérico; por eso, es un gran defecto el de quienes, al impacientarse, se impacientan de su misma impaciencia, se enfadan de su mismo enfado, y mantienen de esta forma el corazón como anegado en cólera.
Aunque parezca que el segundo enfado destruye al primero, es al revés, pues se deja la puerta abierta para un nuevo enfado en cuanto se presenta la primera ocasión. Aparte de que, además, la cólera, el enfado y la amargura contra sí mismo dan paso al orgullo y nacen del amor propio, que se resiente e inquieta al ver que no somos perfectos»[48].
«No debemos sentir confusión con inquietud y tristeza; esta clase de confusión la origina el amor propio, porque nos disgustamos de no ser más perfectos, no tanto por amor de Dios como por amor de nosotros mismos[49].¡Sentimos tanto alivio al llorar nuestras faltas halagando a nuestro amor propio!»[50].
«El excesivo cuidado que tenemos de nosotros mismos hace que nuestro espíritu pierda la tranquilidad, y nos lleva a tener un humor extravagante y desigual. Así nos sucede que, en cuanto tenemos alguna contradicción, en cuanto nos damos cuenta de nuestra falta de mortificación, cuando caemos en alguno de nuestros defectos, por pequeño que sea, nos parece que todo se ha venido abajo»[51].
«Nuestro primer mal es que nos estimamos demasiado a nosotros mismos. Si caemos en algún pecado o en alguna imperfección, nos quedamos atónitos, desconcertados, nos sublevamos; y es porque nos creíamos ser algo bueno y sólido: al ver que no somos nada, al vernos caídos por tierra, nos enfadamos con disgusto, decepcionados acerca de nuestras propias fuerzas»[52].
«Tened mucho cuidado con no perder la paz cuando cometáis alguna falta, ni os dejéis llevar por la autocompasión, porque todo esto proviene de la soberbia»[53].
Tomado del libro El arte de aprovechar nuestras faltas, Capítulo II, n.º 3 y 4
Notas
[33] Carta a la señora de Cornillon.
[34] Carta a una Superiora de la Visitación, 756.
[35] Carta a una señora, 185.
[36] Carta a una señorita, 2.
[37] Carta a la Presidenta Brulart, 90
[38] Carta a la Abadesa de Puits-d’Orbe, 53.
[39] Carta a una Religiosa, 732.
[40] Carta a una señorita, 480.
[41] Carta a una señora, 833
[42] Carta 186.
[43] Consejos a la Hermana M.-A. Fichet. Año santo de la Visitación, t. XI
[44] Consejos a la Madre C.-A. Joly de la Roche.
[45] Vida.
[46] J J. ALLEMAND.
[47] Plática XIV. Del Juicio Propio.
[48] Introducción a la vida devota.
[49] Plática II. De la Confianza.
[50] Plática XIV. Del Juicio Propio.
[51] Plática III. De la Firmeza.
[52] Carta a la Abadesa de Puits-d’Orbe, 53.
[53] Consejos a la Madre C.-A. Joly de la Roche.