No tratemos a los lobos como ovejas perdidas

Publicado el 11/09/2022

La imitación perfecta de Nuestro Señor no consiste únicamente en dulzura y en suavidad, sino en la energía contra los que son malos. El Divino Maestro se mostró perfecto y adorable tanto cuando acogía con perdón inefablemente dulce a un pecador, cuanto cuando castigaba con lenguaje violento a los fariseos.

Plinio Corrêa de Oliveira

La Doctrina de Nuestro Señor Jesucristo está llena de verdades aparentemente antagónicas que, sin embargo, examinadas con atención, lejos de desmentirse recíprocamente, recíprocamente se complementan, formando una armonía verdaderamente maravillosa.

Justicia y bondad divinas

Es el caso de la aparente contradicción entre la justicia y la bondad divinas. Dios es al mismo tiempo infinitamente justo e infinitamente misericordioso. Siempre que, para comprender bien una de estas perfecciones cerramos los ojos a la otra, habremos caído en un grave error.

Nuestro Señor Jesucristo dio en su vida terrena admirables pruebas de su dulzura y su severidad. No pretendamos “corregir” la personalidad de Nuestro Señor según la pequeñez de nuestras vistas y cerrar los ojos a la suavidad para edificarnos mejor con la justicia del Salvador; o, por el contrario, hacer abstracción de su justicia para comprender mejor su infinita compasión hacia los pecadores.

Nuestro Señor se mostró perfecto y adorable tanto cuando acogía con perdón inefablemente dulce a María Magdalena, como cuando castigaba con lenguaje violento a los fariseos. No arranquemos del Santo Evangelio ninguna de estas páginas. Sepamos comprender y adorar las perfecciones de Nuestro Señor como ellas se revelan en uno y otro episodio. Y comprendamos, en fin, que la imitación de Nuestro Señor Jesucristo por nosotros sólo será perfecta en el día en que sepamos no sólo perdonar, consolar y acariciar, sino también el día en que sepamos flagelar, denunciar y fulminar como Nuestro Señor.

Hay muchos católicos que consideran los episodios del Evangelio en que aparece el santo furor del Maestro contra la ignominia y la perfidia de los fariseos como cosas indignas de imitación. Es lo que se desprende del modo con que ellos consideran el apostolado. Hablan siempre de dulzura y procuran siempre imitar esta virtud de Nuestro Señor. Que Dios los bendiga por eso. Pero ¿por qué no procuran ellos imitar las otras virtudes de Nuestro Señor?

Consideración unilateral de las parábolas

Muy frecuentemente, cuando se propone en materia de apostolado un acto de energía cualquiera, nuestra respuesta invariable es: sería necesario proceder con mucha blandura “a fin de no apartar todavía más a los descarriados”. ¿Se podrá sostener que los actos de energía tienen siempre el invariable efecto de “apartar aún más a los descarriados”? ¿Se podrá sostener que Nuestro Señor, cuando dirigió a los fariseos sus invectivas candentes, lo hizo con la intención de “apartar aún más a aquellos descarriados”?

¿O por ventura se debería suponer que Nuestro Señor no sabía o no se preocupaba del efecto “catastrófico” que sus palabras causarían a los fariseos? ¿Quién osaría admitir tal blasfemia contra la Sabiduría Encarnada que fue Nuestro Señor?

Dios nos libre de preconizar el uso de la energía y de los procesos violentos como único remedio para las almas. Pero Dios nos libre también de proscribir estos remedios heroicos de nuestros procesos de apostolado. Hay circunstancias en que se debe ser suave y circunstancias en que se debe ser santamente violento. Hay siempre un grave mal en ser suave cuando las circunstancias exigen violencia o en ser violento cuando las circunstancias exigen suavidad.

Todo este orden de ideas unilateral que venimos denunciando proviene de una consideración también unilateral de las parábolas. Hay mucha gente que hace de la parábola de la oveja perdida la única del Evangelio. Ahora bien, hay un error gravísimo que no debemos dejar de denunciar.

Nuestro Señor no nos habla solamente de ovejas perdidas que el pastor va a buscar pacientemente por el mundo de los abismos, ensangrentadas por las espinas en que lamentablemente se hirieron. Nuestro Señor nos habla también de lobos rapaces, que circundan constantemente el redil, al acecho de una ocasión para introducirse en él disfrazados con piel de oveja. Ahora bien, si es admirable el pastor que sabe cargar a los hombros con ternura a la oveja perdida, ¿qué decir del pastor que abandona las ovejas fieles para ir a buscar a lo lejos a un lobo disfrazado de oveja, que toma al lobo sobre sus hombros amorosamente, abre él mismo las puertas del redil y con sus manos pastorales coloca entre las ovejas al lobo voraz?

¡Cuántos católicos, sin embargo, si diesen aplicación efectiva a los principios de apostolado unilateral que profesan, actuarían exactamente así!

Energía contra los malos

Cristo discute con los fariseos – Catedral de Tours, Francia

Para que se comprenda mejor que la imitación perfecta de Nuestro Señor no consiste únicamente en la dulzura y en la suavidad, sino también en la energía, citaremos algunos episodios o algunas frases de ciertos santos. El Santo es aquel que la Iglesia declaró, con autoridad infalible, ser un imitador perfecto de Nuestro Señor. ¿Cómo imitaron los Santos a Nuestro Señor? Veamos.

San Ignacio de Antioquía, mártir del siglo segundo, escribió varias cartas a diversas Iglesias, antes de ser martirizado. En ellas hay, sobre los herejes, expresiones como éstas: “bestias feroces” (Efesios, 7)”; lobos rapaces” (Filadelfios, 2, 2); “perros malditos que atacan traicioneramente” (Efesios, 7); “bestias con rostro de hombres” (Esmirnenses 4, 2); “hiervas del diablo” (Efesios 10, 1); “plantas parásitas que el Padre no plantó” (Traliano 11); “plantas destinadas al fuego eterno” (Efesios, 16, 2)

Este modo de tratar a los herejes, como se ve, seguía de cerca los ejemplos de San Juan Bautista que llamaba a los escribas y fariseos “raza de víboras”, y de Nuestro Señor Jesucristo que a los mismos apellidaba de “hipócritas” y “sepulcros blanqueados”.

Así también procedieron los apóstoles. Refiere San Ireneo, mártir del siglo segundo y discípulo de San Policarpo, el cual a su vez fue discípulo de San Juan Evangelista, que cierta vez, yendo el apóstol a los baños, se retiró sin lavarse, pues vio allí a Corinto, hereje que negaba la divinidad de Jesucristo, y con temor decía que temía que el edificio se viniese abajo, pues en él se encontraba un enemigo de la verdad. El mismo San Policarpo, se encontró un día con Marciano, hereje docetista. Marciano preguntó a San Policarpo si le conocía, y respondió el santo: “Sin duda, ¡eres el primogénito de Satanás!”

Así seguían el consejo de San Pablo: “Al hereje, después de una y dos advertencias, evítalo, pues ya es perverso y se condena por sí mismo” (Tit 3, 10-11).

El mismo San Policarpo, si casualmente se encontraba con un hereje, se tapaba los oídos y exclamaba: “Dios de bondad, ¿por qué me conservaste en la Tierra a fin de soportar tales cosas?” Y huía inmediatamente para evitar semejante compañía.

En el siglo IV, narra San Atanasio que San Antonio eremita llamaba en los discursos a los herejes de “venenos peores que el de las serpientes”.

Artículo de la Civiltà Cattolica

Y, en general, así era el modo como los Santos Padres trataban a los herejes, como se puede ver en un artículo publicado en la Civiltà Cattolica, periódico fundado por Su Santidad Pío IX y confiado a los padres jesuitas de Roma. En ese artículo se citan varios ejemplos que transcribiré:

Santo Tomás de Aquino, presentado a veces como invariablemente pacífico hacia sus enemigos, en una de sus primeras polémicas con Guillermo de Santo Amor, que aún no estaba condenado por la Iglesia, así lo trata a él y a sus secuaces: ‘enemigos de Dios, ministros del diablo, miembros del Anticristo, enemigos de la salvación del género humano, difamadores, sembradores de blasfemias, réprobos, perversos, ignorantes, iguales al Faraón, peores que Joviniano y Vigilancio (herejes que negaron la virginidad de Nuestra Señora)’. San Buenaventura a un contemporáneo suyo, Geraldo, llamaba: ‘protervo, calumniador, loco, envenenador, ignorante, embustero, malvado, insensato, pérfido’.

El melifluo San Bernardo, respecto de Arnaldo de Brescia, que levantó un cisma contra el clero y los bienes eclesiásticos, dijo de él: ‘desordenado, vagabundo, impostor, vaso de ignominia, escorpión vomitado de Brescia, visto con horror en Roma, con abominación en Alemania, desdeñado por el Romano Pontífice, alabado por el diablo, obrador de iniquidades, devorador del pueblo, boca llena de maldición, sembrador de discordias, fabricador de cismas, lobo feroz’.

Más antiguamente, San Gregorio Magno, reprendiendo a Juan, Obispo de Constantinopla, le lanza en rostro su profano y nefando orgullo, su soberbia de Lucifer, sus palabras necias, su vanidad, la escasez de su inteligencia.

No de otra manera hablaron los Santos Fulgencio, Próspero, Jerónimo, Siricio Papa, Juan Crisóstomo, Ambrosio, Gregorio Nacianzeno, Basilio, Hilario, Atanasio, Alejandro, Obispo de Alejandría, los santos Mártires Cornelio y Cipriano, Antenágoras, Ireneo, Policarpo, Ignacio Mártir, Clemente. En fin, todos los padres de la Iglesia que se distinguieron por su heroica virtud.

Si se quisiere saber cuáles son las normas que dan los Doctores y teólogos de la Iglesia para las polémicas con los herejes, léase lo que trae el suave San Francisco de Sales, en la Filotea, cap. XX de la parte II: ‘Los enemigos declarados de Dios y de la Iglesia deben ser difamados tanto cuanto se pueda (desde que no se falte a la verdad), siendo obra de caridad gritar: ¡He ahí al lobo! cuando está entre el rebaño, o en cualquier lugar donde sea encontrado.’”

Hasta aquí las citaciones del artículo de la Civilta Cattolica, vol. I, ser. V, p.27.

Si publicáramos contra los modernos enemigos de la Iglesia solo la mitad de lo que ha sido dicho ¡qué protestas, sin embargo, tendríamos que oír!

Extraído de O Legionário, n °472, 28/9/1941

 

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