«He aquí, hijo mío, el lugar de mi elección. Mira este pilar en que me asiento, enviado por mi Hijo y Maestro tuyo. En esta tierra edificarás una capilla. Y el Altísimo obrará, por Mí, milagros admirables sobre todos los que imploren, en sus necesidades, mi auxilio. Este pilar quedará aquí, hasta el fin de los tiempos, para que nunca le falten adoradores a Jesucristo».
Iba el Almirante navegando aquella incertidumbre de sesenta vacías singladuras, mudo y ensimismado en su paisaje interior de aguas y de estrellas. Estaba ungido. Y el Señor se complacía en descubrirle el misterio de aquella geometría de números y de luz en que fueron creadas todas las cosas al principio. ¡Qué riesgo marear los océanos cuando aún no concierta la bitácora con la Polar, los caminos seguros donde resoplan su gozo los ángeles del viento y las sirenas!
Pero la corazonada del Almirante le ardía, asomada a los ojos, como un fuego rusiente, para conducir los navíos. ¿No parecían las carabelas, entre el turpial salobre de las olas, tres conchas peregrinas desprendidas del bordón de Santiago? Sí. Después de andar siglos y siglos la dura tierra española, en holocausto de sangre y de batallas, por la unidad de la fe, esta aventura extraordinaria en la inmensidad desconocida de los océanos.
Los Pinzones, grandes capitanes y ambiciosos, tejen, con la fatiga y el descontento de la tripulación, trampas y trifulcas al Almirante: pero él se recoge, con la seguridad de su fe iluminada, en el regazo de la Biblia. Se navega hacia la desesperación. Y, detrás de cada ola, crece el designio del retorno a La Rábida.
De pronto, los pájaros. Inesperadamente, un vuelo de papagayos y de grullas enhebran, con las agujas de los mástiles y el hilo de oro del sol, un soneto de luz a la esperanza. El anochecer de vísperas se cierra, como boca de lobo, sin estrellas, abrasado de vientos tropicales que enloquecen la pasión y la sangre.
El mar, en calma. Y rompe la «Salve, Regina» marinera, tan impetuosa, que arranca el milagro al corazón de Dios, en el nombre de María Santísima.
¡Qué prodigio entonces! El Almirante, vestido de negra ropilla penitente, agarra entre sus manos el gobernalle. Quiere rezar, y no puede, porque sus labios se aferran a una palabra sólo: «Tierra». Después se pone a temblar, él, tan endurecido de infinitas navegaciones. Una lágrima de amor enturbia el poder de sus pupilas, que adivinan allí, en la lejana frontera del cielo con las aguas, el resplandor parpadeante de un fuego. ¿Se alucinan aún? El reloj que criba las arenas del tiempo, entre aquellas ampollas que parecen dos corazones de cristal, apunta las dos de la madrugada. Un morterazo y un grito: «¡Tierra a la vista!» Y Rodrigo de Triana, como el bello arcángel de la Anunciación, certifica el milagro del Descubrimiento. Algarabía, abrazos y canciones; los tamboriles vascongados rizan vítores de gloria al Almirante; y una oración: «Bendita sea la luz; bendita la santa cruz; y el Señor de la verdad; y la Santa Trinidad; bendito sea este día; y el Señor, que nos lo envía». Y allí van solemnes las carabelas españolas, escoltadas de una orla de indios que saltan y juegan, como delfines, con el poder del mar…. y parece el cortejo de los tres Reyes Magos que rinden su homenaje a un nuevo mundo recién nacido para la mayor gloria de Dios. En el diario del Almirante hay esta noticia que resume todos los designios del Descubrimiento: «Yo, para que los indígenas nos tuvieran mucha amistad, porque conocí que era gente que mejor se libraría y convertiría a nuestra santa fe más por el amor que por la fuerza, les di bonetes colorados y cuentas de vidrio, que se ponían al cuello, con lo que habían mucho placer y quedaron tan nuestros que era maravilla».
Está fechada un 12 de octubre de 1492, el mismo día que allí la España distante, católica y misionera, honra a su patrona de los cielos, Santa María del Pilar. ¿Coincidencia? Pero ésta es otra historia de un estupendo prodigio, en el escenario de las aguas del Ebro, acaecido un amanecer original, catorce siglos antes.
Os lo quiero referir con todo el perfume intacto de una primera relación, escrita por mano anónima, en las últimas páginas del códice de Los Mora/es, de San Gregorio Magno, según puede leerse en los archivos de Zaragoza.
Tiene la suave fragancia espiritual de los scriptorios medievales, donde los monjes hilaban la historia, con aquel gozo de oros, azules y bermellones, según los abecedarios de una fe pura y pacífica. Se la creía contemporánea del obispo Tajón, hacia el 631, pero la crítica le ajustó la edad aproximada entre finales del XIII y principios del XIV.
Y fue que Santiago el Mayor, hermano de Juan el Evangelista, vino a España para anunciar la nueva ley de Jesucristo. Cumplía el mandamiento que el Señor les hiciera a los Doce, en su última aparición de resucitado: «Predicad el Evangelio a todas las gentes del mundo». El escritor anónimo inicia su narración dramatizando un coloquio de despedida entre la Virgen y el apóstol, que resulta poco verosímil; y después nos describe la llegada a España, por Asturias; sus viajes misioneros en Galicia; siguiéndole todo su itinerario hasta la España Menor, que es el reino aragonés, que se llama Celtiberia. Dos videntes extraordinarias, la venerable María de Jesús de Agreda y la beata Ana Catalina Emmerich, coinciden en ver a Santiago partir desde Jaffa, tocar Cerdeña en la ruta del mar Mediterráneo y desembarcar, más lógicamente, en Cádiz o Cartagena, para la evangelización de Andalucía. La madre Agreda coloca en Granada un aprieto de muerte para el apóstol, acorralado por sus enemigos, del que le salva la Virgen María viniendo personalmente en su socorro.
Pero situémosle ya, con el códice gregoriano, en Zaragoza, donde no le acompaña la fortuna en sus trabajos apostólicos. «Aquí predicó muchos días, logrando convertir para Cristo a ocho hombres». ¡Menguada pesca para aquel marino del mar de Tiberíades que había tocado con sus manos las redes abarrotadas de Pedro en aquella pesca milagrosa! Y, cosa muy natural, le rinde el desaliento a Santiago. «Con estos convertidos se entretenía en dulces enseñanzas sobre el reino de Dios, y por la noche iba a una era, cerca del río, donde se echaba en la paja». Ya se presiente el prodigio.
Porque, en una de esas largas noches desveladas por la amargura y la oración instante, percibe en los cielos un camino de luz, sonoro de canciones y de arcángeles.
Ave María, gratia plena. ¿Es una alucinación de la fatiga o del viento ululante que baja del Moncayo? No. Es una evidencia estremecedora, en sus claridades celestes. La humilde Virgen María, tierna Madre de la Iglesia, que él dejara en Jerusalén, está allí, palpitante, viva, hermosísima, bendiciéndole, hablándole de esta manera:
«He aquí, hijo mío Santiago, el lugar de mi elección. Mira este pilar en que me asiento, enviado por mi Hijo y Maestro tuyo. En esta tierra edificarás una capilla. Y el Altísimo obrará, por Mí, milagros admirables sobre todos los que imploren, en sus necesidades, mi auxilio. Este pilar quedará aquí, hasta el fin de los tiempos, para que nunca le falten adoradores a Jesucristo». Y la cabalgata angélica toma reverente a su Reina, y por un camino de luceros, que será para siempre el Camino de Santiago, le devuelve a su retiro de Jerusalén. Así, tan sencillamente termina el relato de la aparición de Maria, en su carne mortal, al apóstol Santiago, en Zaragoza.
Tomado del libro Año Cristiano X, octubre; Biblioteca de Autores Cristianos B.A.C; Madrid, 2006; pp. 331-334