Nuestra Señora en el Proelio Magnum -II-

Publicado el 09/28/2020

Mons. João Clá Dias

Guerra fulgurante entre espíritus

Quedamos extasiados ante el desafío de imaginar cómo habrá sido semejante confrontación. La violencia de todas las batallas de la Historia de los hombres sumadas no resultaría ni en la centésima parte de ese tremendo y gigantesco embate de los ángeles. Tal es la intensidad de una guerra entre puros espíritus, que el efecto de la bomba atómica resulta inofensivo si se compara con ella.

El rugido de Lucifer, emitido en un ímpetu orgulloso e irreflexivo de inconformidad, contagió al bando despreciable de los mediocres y rebeldes. San Miguel, a su vez, dividió las huestes del enemigo con su grito de indignación contrarrevolucionaria y coligó bajo su comando a las legiones de fidelidad inquebrantable.

Cesada la formidable lucha, ¡la victoria de los ángeles fieles había sido estruendosa! El mismo Verbo de Dios Encarnado describió a los discípulos, en sus días en el tiempo, aquello que delante de Él había sucedido en la eternidad: “¡Yo veía a Satanás caer del Cielo como un relámpago!” (Lc 10, 18). La eficacia angélica había logrado expulsar con suma rapidez a la escoria inmunda del Paraíso Celestial, antes de que este fuese maculado por su pecado.

La gran batalla del Cielo es paradigmática para la existencia en la tierra. El duelo angélico, sellado para siempre con el triunfo de los buenos, deberá desarrollarse a lo largo de los siglos entre los hombres, como Dios anunció después del pecado de nuestros primeros padres, al declarar a la serpiente: “Enemistades pondré entre ti y la Mujer, entre tu linaje y su linaje” (Gn 3, 15). San Miguel y sus ángeles vencieron el primer combate contra Lucifer, pero la guerra de la Historia no se concluirá hasta que el último enemigo de Cristo sea puesto bajo sus pies (cf. 1 Cor 15, 25).

A los escogidos les compete mantener la lealtad a Dios, creer en la victoria del bien en medio de las tormentas, de los fracasos y de los absurdos, y, consagrándose como esclavos de la Sabiduría Encarnada por las manos de María, proclamar en alta voz durante las pruebas: “Quis ut Deus! Quis ut Virgo! ¡La victoria será nuestra, por la sangre del Cordero! ¡Amén, amén, amén!”

Cumbre de todas las glorias pasadas

La Santísima Virgen debe ser considerada bajo diversos ángulos para comprender mejor su grandeza, aunque esta sea inabarcable, dada la superioridad de María con relación a las demás criaturas racionales. En este sentido, uno de los aspectos fundamentales a ser resaltado consiste en su condición de heredera de las más selectas bendiciones del Antiguo Testamento, derramadas durante la larga espera del Mesías sobre damas de virtud insigne cuyo brillo constituyó el ornato de Israel.

San Luis María Grignion de Montfort cita, en la Oración Abrasada, un trecho de la Escritura cuyo alcance profético explica con detalle: “Montes de Basán, ¿por qué miráis con envidia, oh montes escarpados, al monte que el Señor escogió por mansión? Sí, el Señor habitará en él para siempre” (Sal 67, 16-17). ¿Qué montaña sublime sería esa, que reina sobre los otros montes y goza del beneplácito de Dios? Se trata de la Virgen de las vírgenes, la predilecta del Altísimo, Aquella que refulge como corona de todas las glorias del pueblo elegido. Por esa razón, el santo doctor mariano afirma: “Dichosos y mil veces dichosos los sacerdotes que Vos habéis tan bien escogido y predestinado para habitar con Vos en esta abundante y divina montaña, a fin de que lleguen a ser los reyes de la eternidad, por el desprecio de la tierra y su elevación en Dios; a fin de que se tornen más blancos que la nieve por su unión con María, vuestra Esposa, toda hermosa, toda pura y toda inmaculada; a fin de que se enriquezcan allí del rocío del cielo y de la fecundidad de la tierra, de todas las bendiciones temporales y eternas de que María está llena.

 

Desde lo alto de esta montaña es desde donde, como otros Moisés, lanzarán por sus ardientes plegarias dardos contra sus enemigos para abatirlos o convertirlos. En esta montaña será donde aprendan de la boca misma de Jesucristo, que en ella habita siempre, la inteligencia de sus ocho bienaventuranzas. En esta montaña de Dios será donde sean transfigurados con Él sobre el Tabor; donde mueran con Él, como en el Calvario, y de donde suban al Cielo con Él, como desde el monte de los Olivos”.

A fin de calcular la altura de ese monte, es necesario que nos ocupemos de las elevaciones menores que lo circundan y, viéndolo despuntar por encima de todas ellas, admirarlo con el entusiasmo debido. Para eso, invitamos al lector a contemplar, en un ágil vuelo de águila, los hechos de algunas damas que en la Antigua Ley prefiguraron a María. Sus vidas constituyen profecías con respecto al alma magnánima de la más santa entre las mujeres.

Tomado de la obra ¡María Santísima! El Paraíso de Dios revelado a los hombres. Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP. T. III, pp. 23-31– Arautos do Evangelho, São Paulo, 2019.

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