¡Confianza!
Nuestro Señor Jesucristo nos convida a la confianza
Voz de Cristo, voz misteriosa de la gracia que resonáis en el silencio de los corazones, y que murmuráis en el fondo de nuestras conciencias palabras de dulzura y de paz. Ante nuestras miserias presentes repetís el consejo que el Maestro daba frecuentemente durante su vida mortal: “¡Confianza, confianza!”.
Al alma culpable, oprimida bajo el peso de sus faltas, Jesús decía: “Confianza, hija; tus pecados te son perdonados”(Mt. IX, 2). “Confianza”, decía una vez más a la enferma abandonada que sólo de Él esperaba la curación, “Tu fe te ha salvado”(Mt. IX, 22). Cuando los apóstoles temblaban de pavor viéndole caminar, de noche, sobre el lago de Genezaret, Él los tranquilizaba con esta expresión apacible: “Tened confianza, soy Yo, nada temáis”(Mc. VI, 50). Y en la noche de la Cena, conociendo los frutos infinitos de su sacrificio, al partir hacia la muerte Él daba el parte de victoria: “Confianza! ¡Confianza, Yo vencí al mundo!”(Jn. XVI, 33).
Esta palabra divina, al salir de sus labios adorables, vibrante de ternura y de piedad, obraba en las almas una transformación maravillosa. Un rocío sobrenatural fecundaba su aridez, claridades de esperanza les disipaba las tinieblas, una suave serenidad ahuyentaba su angustia. Pues las palabras del Señor son “espíritu y vida” (Jn. VI, 64). “Bienaventurados los que la oyen y la ponen en práctica” (Lc. Xl, 28).
Como otrora a sus discípulos, ahora Nuestro Señor nos convoca a la confianza. ¿Por qué nos rehusamos a escuchar su voz?
Muchas almas tienen miedo de Dios
Pocos cristianos, aun entre los fervorosos, poseen esta confianza que excluye toda ansiedad y toda vacilación. Varias son las causas de esta deficiencia. El Evangelio narra que la pesca milagrosa atemorizó a San Pedro. Con su impetuosidad habitual, él vio de un solo golpe la distancia infinita que mediaba entre la grandeza del Maestro y su propia pequeñez. Tembló con un temor sagrado, y postrándose, rostro en tierra, exclamó: “Apartaos de mí Señor, que soy un pecador” (Lc. V, 8).
Ciertas almas tienen como el Apóstol ese miedo. Ellas sienten tan vivamente su propia indigencia y sus propias miserias, que no osan aproximarse a la Divina Santidad. Les parece que un Dios tan puro sentiría repulsa de inclinarse hacia ellas. Triste impresión que le da a su vida interior una actitud contrahecha, y, a veces, las paraliza completamente.
¡Cómo se engañan esas almas!
Inmediatamente se aproximó Jesús al Apóstol asustado: “No temáis” (Lc. V, 10), le dijo, e hizo que se levantase…
¡También vosotros, cristianos, que de su amor tantas pruebas recibisteis, nada temáis! Nuestro Señor no quiere, ante todo, que tengáis miedo de Él. Vuestras imperfecciones, vuestras flaquezas, vuestras faltas —
aun graves—, vuestras reincidencias tan frecuentes, nada lo desanimará, siempre y cuando deseéis convertiros sinceramente. Cuanto más miserables sois, más compasión Él tiene de vuestra miseria, más desea cumplir, junto a vosotros, su misión de Salvador, ¿No fue sobre todo por los pecadores que Él vino a la tierra? (Mc. 11, 17).
A otras almas les falta fe
A otras almas les falta fe. Tienen, desde luego, la fe común, sin la cual serían infieles a la gracia del bautismo. Creen que Nuestro Señor es todopoderoso, bueno y fiel en sus promesas; pero no saben poner esto en práctica en sus necesidades particulares. No están dominadas por la convicción irresistible, de que en sus dificultades Dios se vuelve hacia ellas con el fin de socorrerlas.
Jesucristo nos pide, no obstante, esta fe especial y concreta. La exigía otrora como condición indispensable de sus milagros; y la espera ahora de nosotros, antes de concedernos sus beneficios.
“Todo es posible a aquel que cree. ¿Crees tú?” (Mc. IX, 23), decía al padre del niño poseso. Y en el convento de Paray le Monial, empleando casi los mismos términos repetía a Santa Margarita María: “Si pudieras creer, verías el poder de mi Corazón en la magnificencia de mi amor…”
¿Podéis creer? ¿Podréis llegar a esa certeza tan fuerte que nada la conmueve, tan clara que equivale a la evidencia?
Eso es todo. Cuando lleguéis a ese grado de confianza veréis en vosotros realizarse maravillas. Pedid al Divino Maestro que aumente vuestra fe. Repetidle con frecuencia la oración del Evangelio: “¡Creo, Señor, ayuda Tú mi incredulidad!” (Mc. IX, 24).