Imaginémonos a una persona que hubiese presenciado, extasiada, los milagros con los que Nuestro Señor Jesucristo demostró su divinidad: aquí la multiplicación de los panes y los peces; allá la curación de un paralítico; acullá el caminar sobre las aguas en el mar de Galilea y más aún la resurrección de muertos, como la hija de Jairo, el hijo de la viuda de Naim o Lázaro, que ya llevaba cuatro días en el sepulcro…
Y hubiese oído las palabras del Maestro, desbordantes de divina sabiduría, con las que enseñaba y atraía a las multitudes — “El Reino de los Cielos se parece también a un negociante que se dedicaba a buscar perlas finas; y al encontrar una de gran valor, fue a vender todo lo que tenía y la compró” (Mt 13, 45-46); “Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios” (Mt 5, 8).
Alguien, en definitiva, que hubiese convivido con Él, testigo de esa infinita bondad reflejada en su mirada, en el tono de su voz, en la manera como decía: “Ten confianza, hija, tu fe te ha salvado” (Mt 9, 22); “Vete, no peques más en adelante” (Jn 8, 11); o aún: “Al que me reconozca abiertamente ante los hombres, yo lo reconoceré ante mi Padre que está en el Cielo” (Mt 10, 32).
Alguien que, al ver como Jesús se elevaba hacia los Cielos el día de la Ascensión, podría haberse sentido profundamente desconcertado y haberse preguntado: ¿Y ahora todo ha acabado? ¿Los hombres —por quienes el Señor se encarnó y murió en la cruz— y esta tierra —cuyos caminos fueron surcados por sus divinos pies, cuyas aguas lo bañaran, cuyas brisas lo acariciaran— no podrán nunca más convivir con Él?
Si es normal que el corazón se oprima ante la ausencia de un ser querido, ¿qué decir con relación a Dios mismo? Así, el firmamento, la naturaleza, el género humano, quizás hasta los ángeles, todo imploraba por que Nuestro Señor no se apartase de los hombres. “Quédate con nosotros” (Lc 24, 29) —esta súplica de los discípulos de Emaús representaba el ruego de todo el universo creado.
De parte de Jesús también existía el deseo de no separarse jamás de aquéllos con los que había condescendido en contraer una relación especial. El amor del Creador por sus criaturas es infinitamente mayor que el de éstas para con Dios. Él deseaba, por lo tanto, quedarse con nosotros. Pero, ¿cómo se obraría esa maravilla?
Ni los ángeles ni los hombres juntos conseguirían encontrar la solución hallada. Únicamente el Hombre Dios podría haber imaginado la Sagrada Eucaristía. Sólo Él podría realizar tal milagro para nosotros, y con un amor inmenso, hasta el punto de ansiar la hora en que pudiera hacerse realidad: “He deseado ardientemente comer esta Pascua con vosotros antes de mi Pasión” (Lc 22, 15) —les confidenció en la Sagrada Cena.
La fiesta de Corpus Christi viene a conmemorar ese incomparable don hecho a nosotros, esa mística convivencia con el propio Jesús, colmando de méritos nuestra fe, cuando nuestros ojos contemplan aquel pan y vino consagrados, pero que en realidad, substancialmente, son el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de nuestro Redentor. Él Penetra en nuestro interior para aconsejarnos, reconfortarnos y santificarnos. En una palabra: para convivir con nosotros.