
21 de septiembre – XXV Domingo del Tiempo Ordinario
La parábola del administrador infiel puede suscitar cierta perplejidad debido al elogio del patrón a la astucia de ese mal siervo, así como por la recomendación de Jesús de que usemos el dinero injusto para hacer amigos que nos reciban en las moradas eternas (cf. Lc 16, 1-9). ¿Cómo entender tales apologías?
San Agustín aclara que el mencionado dueño no alaba el fraude en sí mismo, sino la previsión de su subordinado respecto al futuro. Pues bien, «él se preocupó por la vida que tiene un fin, y ¿no te preocupas tú por la eterna?».1 Los hijos de la luz deben cultivar, por tanto, una «determinada determinación»2 en su búsqueda de la patria celestial.
Siguiendo la perspectiva agustiniana, el «dinero injusto» —en latín, mamona iniquitatis— denota las falsas riquezas en contraposición a las auténticas, los tesoros del Cielo que ni la polilla ni la herrumbre pueden destruir (cf. Mt 6, 19-20). Así, el Señor denuncia la visión materialista, preocupada exclusivamente por las posesiones terrenales, al tiempo que consiente que éstas puedan utilizarse para un bien mayor, como, por ejemplo, la evangelización y la consiguiente salvación de las almas.
Ciertamente, la Divina Providencia «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2, 4). Jesús llamó tanto a Zaqueo, que era rico y tuvo que abandonar la mitad de sus riquezas para llegar al Cielo, como a Pedro, que sólo tenía una barquita y una red. El Redentor no hace acepción de personas, «ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 10) y extirpar el pecado del mundo (cf. Jn 1, 29). Sin embargo, esto no significa que todos efectivamente se salvarán, sino que expresa que la salvación ocurre únicamente por su poder. Es como un médico que quiere rescatar a la totalidad de sus pacientes, pero depende de que cada cual tome la medicina prescrita y así curarse.
Cabe destacar que, para cumplir la voluntad de Dios, importa poco la situación económica. Tanto los ricos como los pobres, todos pueden acoger el Evangelio, convertirse y llevar una vida santa. Existen, por supuesto, los antitestimonios, como el del joven rico que prefirió ser opulento en bienes terrenales, pero miserable a causa del pecado (cf. Lc 18, 18-25). La ingratitud no conoce los bolsillos de la gente… Así pues, ¿Dónde están los nueve leprosos —presumiblemente pobres— curados por Jesús? No se dice nada de su salvación, pero lo cierto es que sólo uno de sus compañeros —también pobre, pero rico por la gracia— pudo escuchar de los divinos labios: «Levántate, vete; tu fe te ha salvado» (Lc 17, 19).
En conclusión, Jesús prefiere a todos, pero no todos prefieren a Jesús. En el apostolado también debemos preferir a todos, pues todos han sido objeto de la sangre redentora. A través de ella conquistamos el tesoro imperecedero, la mayor de todas las riquezas, el Cielo. Fuera de ella sólo se encuentra la mayor de todas las miserias, el camino de la iniquidad propuesto por el príncipe de este mundo, el diablo. No hay, por tanto, como advierte el Salvador, una tercera vía…
Notas
1 San Agustín de Hipona. Sermón 359A, n.º 10.
2 Santa Teresa de Jesús. Camino de perfección, c. 21, n.º 2.