¡Dulce Madre mía! ¿Cuál será mi muerte?
Cuando pienso en el momento
en que me presente ante Dios,
recordando que con mi conducta
tantas veces firmé mi condena,
tiemblo, me confundo
y me inquieto por mi eterna salvación.
María, en la sangre de Jesús y en tu intercesión,
tengo la esperanza mía.
Eres señora del cielo y reina del universo;
basta decir que eres la Madre de Dios.
Eres lo más sublime, pero tu grandeza,
lejos de desentenderte, más te inclina
a compadecerte de nuestras miserias.
Los mundanos en la cumbre de sus honores
se alejan de los antiguos amigos
y se desdeñan de tratar con los poco afortunados.
No obra así tu corazón noble y amoroso;
mientras más miserias contempla,
más se empeña en socorrerlas.
Apenas se te invoca,
vuelas en socorro del necesitado
y te adelantas a nuestras plegarias.
Tú nos consuelas en nuestras aflicciones,
disipas las tempestades
y en toda ocasión procuras nuestro bien.
Bendita sea la divina mano que en ti ha unido
tanta majestad con tal ternura,
tanta eminencia con tanto amor.
Doy gracias siempre a mi Señor y me alegro
porque de tu dicha depende la mía
y mi destino está unido al tuyo.
Consoladora de afligidos,
consuela a un afligido que a ti se encomienda.
Los remordimientos de conciencia me atormentan,
tanto por los pecados cometidos
como por la incertidumbre
de si los he llorado cual debía.
Veo todas mis obras
llenas de fango y de defectos.
El infierno está esperando
mi muerte para acusarme.
Madre mía, ¿qué será de mí?
Si no me amparas estoy perdido.
¿Qué me dices? ¿Querrás ayudarme?
Virgen piadosísima, protégeme.
Obtenme verdadero dolor de mis pecados;
dame fuerzas para enmendarme
y serle fiel a Dios en adelante.
Y cuando esté para morir,
María, esperanza mía, no me abandones.
Entonces más que nunca asísteme
y confórtame para que no desespere.
Perdona, Señora, mi atrevimiento;
ven con tu presencia a consolarme.
A tantos has hecho esta gracia,
que también yo la deseo;
si grande es mi audacia, mayor es tu bondad,
que a los más miserables
vas buscando para consolarlos.
En tu bondad confío.
Sea gloria tuya para siempre
haber salvado del infierno
a quien a él estaba condenado
y haberle conducido a tu reino,
donde espero gozar la gran ventura
de estar siempre a tus pies agradecido
y bendiciéndote y amando eternamente.
¡María, yo te espero!
No me hagas quedar desconsolado.
Hazlo así; amén, así sea.
Oración compuesta por San Alfonso María de Ligorio, tomada del libro, Las glorias de María, pp. 37-39