Oración insistente y llena de confianza

Publicado el 06/02/2022

¿Dios no sabe lo que necesitamos? ¡Claro que lo sabe, y lo sabe desde toda la eternidad! Entonces ¿qué necesidad hay en pedir? Mons. João nos ayuda a entender esta necesidad de orar, y orar con insistencia y confianza.

Monseñor João Clá Dias

Si tenemos en cuenta que Dios ve todo con una anticipación de eternidad, desde toda la eternidad, Él nos vio a cada uno de nosotros. Vio desde toda la eternidad lo que cada uno de nosotros necesitaría; desde toda la eternidad sabe perfectamente cuáles son las conveniencias para cada uno de nosotros. Y desde toda la eternidad está dispuesto a dar, comenzando con nuestra existencia. Él nos creó y nos sacó de la nada. Habernos sacado de la nada a cada uno de nosotros y habernos dado el ser ya era una extraordinaria benevolencia de Dios.

Él, por tanto, ya nos ha amado de antemano desde toda la eternidad en lo que se refiere a nuestra creación. Dios ve todo lo que necesitamos en nuestra vida con una anticipación de la eternidad.

Ahora, Él quiere darnos, pero Él, al querer darnos, quiere que sepamos recibir. Él quiere que sepamos reconocer lo que se nos ha dado, porque todo lo que Dios hace debe tener la gloria de Él, Dios, como su enfoque central. Dios no puede crear nada que no sea para Su gloria. Y por lo tanto todo el orden de la Creación existe, en el fondo, para dar gloria a Dios.

Entonces quiere que los seres inteligentes reconozcamos el beneficio que estamos recibiendo, por nuestro propio mérito, porque con esto recibimos más mérito, con esto crecemos aún más, con esto nos beneficiamos, por lo tanto, mucho más. Y es por eso que Él establece la oración. No es –como dice San Agustín– que Él necesite saber lo que vamos a argumentar para darnos. Él ha sabido desde toda la eternidad cuál es nuestra necesidad y ha sabido desde toda la eternidad lo que queríamos pedir, pero insiste en que pidamos, hace hincapié en que insistamos.

Y por eso viene la Liturgia de hoy, en esta primera lectura, que nos trae este pasaje del Éxodo. Los judíos peleando contra los amalecitas, y mientras Josué con todos los soldados peleaba contra los amalequitas, Moisés sube a la cima de la montaña, y ocurre un fenómeno curioso, para la educación de los judíos: mientras Moisés tenía los brazos extendidos, Josué vencía en la batalla; cuando se le cansaron los brazos y los bajó un poco, Josué comenzaba a perder. Y viendo esto, Aarón y otros le pusieron estacas en los brazos de Moisés, con piedras, para que tenga sus brazos allí extendidos y no los bajara más. Mientras sus brazos no bajaban, Josué terminó ganando la batalla de un solo golpe. ¿Por qué esta cuestión de los brazos?

Es que hoy solemos orar con las manos juntas y de vez en cuando levantamos los brazos para orar.

El mismo sacerdote, en el Introito del prefacio de la Misa, levanta los brazos, abre los brazos, y en el “Levantemos el Corazón”, “Sursum Corda”, los levanta aún más, para invitar al público a elevar todos los corazones a lo más alto. Y la oración que se hizo en ese momento se hizo con los brazos abiertos. Así que es un signo de oración. Por eso, mientras tenía los brazos levantados hacia Dios, Él le respondía, y cuando los bajaba, la batalla se hacía difícil, se complicaba.

Esta imagen es muy importante en la liturgia de hoy, porque hay que orar. ¿De qué manera? ¡Constantemente, constantemente! Sin cansarnos y, aunque nos cansemos, hay que insistir, insistir e insistir. Y es en función de este mensaje que la liturgia nos trae esta figura, esta parábola creada por Nuestro Señor, también tomada del Evangelio.

Esta parábola es creada por Nuestro Señor, como dice el mismo texto, para que oremos sin cesar. Dice al comienzo mismo del Evangelio esto: “contó a los discípulos una parábola para mostrarles la necesidad de orar siempre”. Oren siempre, nunca se rindan. Esta oración siempre tiene un propósito, tiene su razón de ser. Es solo que a menudo nos damos por vencidos a la mitad, y con Dios nunca se puede rendir. Debemos ser siempre insistentes, y eso es lo que Él quiere y lo que le agrada. A Dios le agrada recibir nuestras peticiones. Dios se regocija, Dios se alegra cuando recibe nuestras peticiones. Y por eso nuestra oración debe ser insistente.

Cuando escuchamos esa declaración tajante de San Alfonso María de Ligorio (los que rezan se salvan y los que no rezan se condenan), nos quedamos sólo con la afirmación que hace sobre la eternidad y el efecto que tiene la oración en relación con la eternidad. Pero si quien no ora no se salva, eso quiere decir que no practica la virtud, pura y simplemente.

Y vemos que, como se dice en esta oración de apertura, sin la ayuda de Dios, nadie es fuerte, sin su ayuda, nadie es santo. Vemos que se necesita la ayuda de Dios para ser fuertes. Ser fuerte significa practicar la virtud. No crean que ser fuerte es ser levantador de pesas o poder levantar un camión con sus propias fuerzas, eso no es ser fuerte, eso es ser musculoso. Un elefante hace más que eso, por ejemplo… Pero eso no lo es todo. El ser fuerte aquí se refiere a ser fuerte en el alma, es ser fuerte para practicar la virtud. Virtus, en latín “fuerza”. Y por eso, para ser fuerte, para practicar la virtud, se necesita la ayuda de Dios. Para ser santo se requiere la ayuda de Dios. Sin la ayuda de Dios nadie es fuerte, nadie es santo.

Por lo tanto, nosotros podemos estar interesados en saber estos y aquellos ejercicios para ser musculosos y mantenernos ágiles, para saber defendernos o algo similar, pero más importante que eso es practicar la virtud. Ahora bien, para practicar la virtud se dice que es indispensable la ayuda de Dios; sin la ayuda de Dios, la virtud no se puede practicar de manera estable.

Y así como se consiguen profesores de Taekwondo, profesores de Karate, etc., para ser fuerte no necesitamos ningún profesor que nos enseñe: sólo orar. Alguien podría preguntar “pero ¿cómo se reza?”. Esto es lo que Nuestro Señor Jesucristo nos enseña en el Evangelio. Él es el Divino Maestro que nos lo enseña.

Dios nos dejó la oración como un “octavo sacramento” Y, en cierto sentido, más necesario que los sacramentos —en cierto sentido—, porque los sacramentos se toman solo una vez, mientras que la oración tendré que hacerla siempre. El sentido de “el que ora se salva” es el que ora siempre. Y por eso es necesario hacer uso de la oración.

Es curioso que, en efecto, como dice Santo Tomás, la primera condición para la oración es la humildad. Hay que ser humilde y hay que reconocerse necesitado, porque la oración, como él dice, es la elevación de la mente a Dios con miras a pedir algo que necesitamos.

Ahora bien, dice Santo Tomás que la primera condición es reconocer que Dios es un Ser necesario y no necesita nada, que tiene todo y puede darnos todo. Dentro de este reconocimiento de la necesidad que Dios es, está también el reconocimiento de cuánto somos contingentes, es decir, cuánto dependemos de la existencia de Dios y cuánto dependemos de su apoyo, de su ayuda. Esta es la virtud esencial, inicial, de todo aquel que dice una oración bien hecha.

La segunda condición —y esto también lo vemos en la parábola (cf. Lc 11,1-10)— es la convicción con la que se va a llamar a la puerta del otro. A las dos de la mañana para nosotros, a las tres de la mañana para nosotros, él llega, toca la puerta, todos están durmiendo. Todos, el padre, la madre, los niños, todos instalados en la sala de visitas, porque transformaron la sala de visitas en un dormitorio, acostados en las esteras. Se oye, desde afuera, la “sinfonía” que está dentro de la habitación, demostrando perfectamente que todo está en un sueño profundo, y él, con humildad, pero también con confianza, con convicción, va con confianza, se dirige allí porque no hay otra salida. Ese es su mejor amigo, va allí, entonces comienza a tocar. Esta es la condición esencial de la verdadera oración: la humildad, la confianza. Va con total confianza.

Pero, por la reacción del durmiente y el hecho de que entregó los panes, quiere decir que conoce perfectamente a ese que está golpeando y sabe que no se va a rendir, no se va a rendir. Entonces querer hacer una convivencia pacífica en la que se quede afuera convencido de que no debe chocar más y con eso seguir durmiendo, eso no va a pasar, porque va a seguir. Y si es así, entonces decide ceder. Constancia. Ya tenemos: humildad, confianza y constancia. Estas son las tres condiciones esenciales para una buena oración.

Por tanto, quien ora con insistencia debe orar con esta perspectiva de que será atendido, y con fe. Cuando oímos a Nuestro Señor decir en el Evangelio que una fe del tamaño de un grano de mostaza, mueve montañas (cf. Mt 17, 20), nos encontramos con una expresión que parece exagerada, una mera expresión didáctica; ¡no es verdad; es la verdadera expresión! ¡La fe mueve montañas!

Incluso esta mañana estaba conociendo la historia de San Raimundo de Peñafort; él, de repente, es obligado por un rey a hacer lo que no quería, quiere tomar un barco en la isla de Mallorca y partir para Barcelona, de donde había venido, y nadie le puede servir, porque el rey dijo que mataría a quien le permitiera salir de la isla. Tomó el manto de su compañero dominico, tomó la capa y dijo:

¡El Rey de la Tierra me lo impide, pero el Rey de los Cielos me lleva!

Arrojó la capa al agua, se subió a la capa e invitó a su compañero a entrar también en la capa. El compañero vio y dijo:

¡Yo no! ¡No voy a entrar ahí!

Tomó su bastón, hizo una vela con la punta de su capa, sopló el viento, e hizo el viaje de la isla de Mallorca a Barcelona en seis horas, y en seis horas de viaje llegó sano y salvo. ¿Por qué? Por fe. La fe mueve montañas, la fe mueve el agua… Nuestro Señor camina sobre las aguas, San Pedro también; cuando duda, se va al fondo, porque no se puede rezar con la duda. Es necesario orar con la confianza de que Él responderá.

Trechos de homilía 29/7/2007, con adaptaciones.

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