De dos cosas me asombro, dice san Bernardo, ambas portentosas: que Dios obedezca a una mujer es humildad sin igual y que una mujer tenga poder sobre un Dios es sublimidad sin par.
San Juan Eudes
Agreguemos otro privilegio con que el Hijo de Dios glorifica a su santísima Madre; privilegio superior a todos los precedentes. Y es el de, no sólo ser asociada eternamente a la paternidad adorable del eterno Padre, sino, además, el conservar en el cielo la autoridad de Madre que poseía en la tierra: Les estaba sumiso (Lc. 2, 5-1). Le da más gloria este privilegio que el imperio de cien millones de mundos. Porque, aunque su Hijo la supera infinitamente en gloria, poder y majestad, sin embargo, la mirará y honrará eternamente como a su verdadera Madre. El ser Hijo de Dios, dice san Ambrosio, no le eximía en la tierra, de la obligación divina y natural de la obediencia a su Madre: les estaba sumiso. Sujeción de ninguna manera vergonzosa sino honorable y gloriosa, pues era voluntaria y piadosa no ciertamente era debilidad esta sumisión sino amor filial dice este santo Padre.
En fin, muchos santos doctores afirman que la Madre del Salvador tenía sobre la persona de su Hijo verdadero dominio, sea por derecho natural, sea por bondad y humildad de su Hijo. El mayor de todos los nombres de esta divina Virgen dice Gerson, es el de Madre de Dios, porque esta cualidad le da autoridad y dominio natural sobre el Señor de todo el mundo. No cabe imaginar que su Hijo le haya dado este poder en la tierra y se lo haya quitado en el cielo, pues la respeta y ama en el cielo tanto como en la tierra.
Siendo eso así, ¿no hay que creer que es tan poderosa en el cielo como en la tierra y que conserva cierta autoridad sobre su Hijo? Igual poder tienen la Madre y el Hijo, dice Amoldo de Chartres y Ricardo de San Lorenzo: fue constituida omnipotente por el Hijo todopoderoso.
Teniendo Hijo y Madre una misma carne, un mismo corazón y una misma voluntad, tienen en cierta manera el mismo poder. «Nada resiste a tu poder», dice a la Virgen Jorge, Arzobispo de Nicomedia, todo cede a tu fuerza y a tus mandatos, todo obedece a tu imperio; el que de ti nació, te elevó sobre toda criatura; tu creador hace de tu gloria la suya, y se considera honrado por los mismos que a ti te honran; “se alegra tu Hijo al ver el honor que te tributamos y como si cumpliese deberes contigo, te concede gustoso cuanto le pides”.
De veras sabemos, agrega san Anselmo, que la Virgen bendita está tan llena de gracia y de méritos, que obtiene siempre el efecto de todos sus deseos: “Sabemos que la Santísima Virgen tiene un mérito y una gracia tan grandes para con Dios que ninguna de las cosas que quiere lograr puede, en alguna medida, estar libre de efecto”.
Imposible, dice san Germán arzobispo de Constantinopla, que no sea escuchada en todo y por todo, puesto que su Hijo está siempre sumiso a su voluntad “No se puede escuchar cuando Dios se comporta como su verdadera Madre en todo, en todas las cosas y en todos los aspectos”.
De dos cosas me asombro dice san Bernardo, ambas portentosas: que Dios obedezca a una mujer es humildad sin igual y que una mujer tenga poder sobre un Dios es sublimidad sin par. De aquí que no teme decir el cardenal Pedro Damián que esta bondadosísima Virgen se presenta en el cielo, no sólo como sierva, sino como madre que ordena. Suplica al Padre, manda al Hijo; con derecho de Madre ejerce su autoridad. Así canta la Iglesia de París en una secuencia: cuando tienes algo que pedir al eterno Padre, divina Virgen, oras y suplicas; pero si es al Hijo, la autoridad de Madre te da derecho de usar del mandato.
Dirás: es poner a la criatura por encima del creador. Respondo preguntando si la divina Escritura eleva a Josué por encima de Dios al decir que se detuvo el sol y que Dios obedeció a la voz de un hombre (Jos. 10, 14) no es poner a la criatura por encima de su creador, sino que el Hijo de Dios tiene tanto amor y respeto a su divina Madre que su oración es para él un mandato.
La Virgen, apunta Alberto el Grande, puede, no sólo suplicar a su Hijo la salvación de sus fieles, sino hasta mandarle con autoridad de Madre; esto es, añade, lo que le pedimos por estas palabras: Monstra te esse Matrem, Muestra que eres Madre. Es una oración muy frecuente en la Iglesia, muy grata a ella y muy útil a nuestras almas. Es como si le dijéramos: Santa Madre de Dios, haz que experimentemos la bondad incomparable de que está repleto tu corazón maternal que veamos el inmenso poder que él tiene sobre el Corazón muy misericordioso de tu amado Hijo: Muestra que eres Madre por tu intercesión acoja las súplicas el que, nacido por nosotros, quiso ser tuyo.