El confesor no repara en los pecados sino en las disposiciones y el coraje del penitente. Cuando todavía no era sacerdote, no podía convencerme de eso: pero después tuve cien mil pruebas de esta realidad durante la práctica del ministerio. ¡Cuántos corazones he conseguido consolar con este medio y cuántas veces yo mismo me he sentido lleno de consuelo!
Padre Luis Chiavarino
Discípulo — Dígame ahora Padre: al oír ciertos pecados, ¿será que el confesor no se sorprende, no queda ofendido, no pierde la estima… no niega la absolución?
Maestro — ¿Pero, por qué debe quedar sorprendido? Quienquiera que sea el confesor ya conoce el mundo. Los mismos pecados que tú cometiste, él ya los oyó mil veces; por más que tú se los digas, no le dirás nada de nuevo.
Además, él está allí para oír miserias y no para oír milagros. Ni se ofende si le dices cosas graves porque con los pecados no fuiste a él quien ofendiste; al contrario, como un tierno padre quedará más conmovido, tendrá más compasión de ti, se alegrará pensando que, perdonando mucho, aumentará la alegría y la gloria de Dios.
¿Acaso será que los pescadores se sienten ofendidos cuando sacan peces enormes en las redes?
Discípulo — Nunca, al contrario, quedan muy satisfechos.
Maestro — Pues bien, lo mismo sucede con el confesor. Escucha lo que voy a contarte. Un día, un pecador que tenía culpas bien graves fue a confesarse con San Luis Bertrán. A pesar de estar inmensamente arrepentido, todavía tenía mucho miedo y vergüenza, por eso, a cada pecado, daba una mirada al confesor para ver cuál era la impresión que a éste le causaban sus culpas.
Habiendo observado que el santo no mostraba ni una señal de espanto, tuvo coraje y confesó los pecados más feos y enormes, y entonces, muy admirado vio pasar por los labios del santo una sonrisa muy dulce. Como el Padre le preguntó si tenía aún algo más para confesar, apesadumbrado y triste respondió
— Padre; todavía me queda algo por decirle, pero me falta el coraje y la bravura.
— ¿Como no te atreves si ya dijiste tantas otras cosas y con tamaña bravura?
— Porque cometí esa falta en este momento.
— Tanto mejor; así ella será muerta ahora mismo, mientras está fresca.
— Pero, Padre, yo la cometí contra usted…
— ¿Contra mí. Pues bien, que importa? ¿Si yo debo perdonar los pecados cometidos
contra Dios, por qué, no perdonaré un pecado contra mí?
— Padre, cuando yo estaba confesando aquellos pecados enormes lo vi sonreir y dije interiormente “Este ciertamente los cometió peor que yo”.
A estas palabras, San Luis Bertrán respondió sonriendo:
— No, por gracia de Dios no cometí esos graves pecados, a pesar de haberlos podido cometer si el Señor no me hubiese ayudado. ¿Sabes por qué sonreía?
Porque a medida que dolorosa y sinceramente confesabas tus culpas, yo veía alejarse de ti al demonio y entrar en ti la gracia de Dios.
Estos son los sentimientos del confesor. Él no repara en los pecados sino en las disposiciones y el coraje del penitente.
Cuando todavía no era sacerdote, no podía convencerme de eso: pero después tuve cien mil pruebas de esta realidad durante la práctica del ministerio. Es justamente por eso, que en mis sermones hablo con frecuencia en la sinceridad de la confesión y siempre hablaré con mucho placer.
¡Oh, cuántos corazones he conseguido consolar con este medio y cuántas veces yo mismo me sentí lleno de consuelo!
Discípulo — ¿Y el confesor no perderá la estima que tiene por el penitente?
Maestro — Al contrario, la aumente pensando en el esfuerzo hecho para confesarse bien, pensando en la buena voluntad que tiene de enmendarse, pensando que Jesús lo llenará de favores y gracias. El confesor es como un buen médico que tiene predilección por los enfermos más graves.
Un día se presentó a San Francisco de Sales una señora que hizo una confesión general durante la que confesó muchas miserias. Después de la absolución, antes de salir le preguntó al Padre:
— ¿Padre, y ahora que piensa de mí?
— Pienso que usted es una santa.
— Discúlpeme Padre, ¿pero usted se está burlando de mí?
— No me estoy burlando en absoluto, pienso que usted es una santa desde que usted tuvo el coraje y la gracia de hacer una confesión tan dolorosa y sincera.
Tomado del libro, Confesaos bien; pp. 32-33