
Como enseña Santo Tomás de Aquino, la desigualdad entre los seres es necesaria, pues la igualdad desfiguraría el universo y la sociedad humana. Por disposición divina, hay en la Iglesia personas con una visión más nítida de la Doctrina y mayor sentido católico y, con eso, tienen una capacidad superior de inducir a los otros a la práctica del bien.
Plinio Corrêa de Oliveira
Los criterios y valores que a respecto de las desigualdades sociales figuran y tienen preponderancia en nuestros días son muy diferentes de los de antiguamente. A este propósito pretendo considerar dos posturas equivocadas para después presentar la posición católica con sus raíces doctrinarias.
Estado de espíritu de conformismo
Para eso vamos a imaginar que, entrando en una casa de familia, encontráramos en un cajón no solo álbumes con fotografías, sino la correspondencia mantenida a lo largo de los años entre padres e hijos, desde las cartas más antiguas hasta las más recientes. Y cogiéramos, entonces, una redactada en el siglo XX, en la cual leyéramos lo siguiente: “Hijo mío, no pienses jamás que tu inteligencia y tu voluntad son la regla y la medida de todas las cosas.
En los márgenes de los caminos de la ida, desviados y aislados, encontrarás, errando como fantasmas, a más de un hombre de valor que se perdió por pensar así.
“¿Qué es la inteligencia de un solo hombre para resolver por sí solo los problemas incontables y, más que eso, insondables del universo de la vida? Si tienes alguna opinión, es a costa de haber aceptado como ciertas las primicias que te fueron proporcionadas por otros hombres tan ciegos y frágiles como tú.
Ni tu opinión ni la de ellos va más allá del valor relativo del juicio humano.
“Mil personas con vista reducida, observando una estrella, perciben a su respecto poco más que si la mirara un solo individuo. En todo caso, aún es más probable que la verdad esté con la mayoría, pues si cuatro ojos pésimos ven más que dos igualmente malos, por el mismo cálculo se concluye que la mayoría tiene más probabilidad de acertar”.
“De cualquier forma, confórmate a ella, pues sólo así evitarás ser tenido como singular, extravagante, y raro. Tendrás, conviviendo con tus semejantes aquella consonancia, aquel calor de solidaridad y de simpatía que es el placer supremo, sin el cual todos los gustos de la vida no son nada.
“Si la suerte te es adversa, encontrarás quien te comprenda, ampare y ayude. Si ella te es favorable, tu victoria producirá alegría y no envidia en los otros, y tendrás a tu alrededor amigos y no vencidos. En esto encontrarás una tranquilidad, una estabilidad y una comodidad que será el encanto de tu existencia. La vida transcurrirá para ti en fácil y uniforme progreso, sin las aprensiones, los rayos y las borrascas que pueden acometernos a lo largo de nuestra existencia.
“Si actúas de otra manera serás un Quijote, fantasma y no hombre. Mira a tu alrededor a esos originales que durante toda la vida hicieron todo, decidieron e hicieron por sí mismos.
Pretendieron ser la medida de todas las cosas y, como nadie las aceptó en cuanto tales, originaron a su alrededor aislamiento e incomprensión. Sus enemigos son todo el mundo, sus amigos, nadie; su vida, una lucha sin fin; su fallecimiento, una fiesta colectiva, y si logran obtener estima, únicamente es después de la muerte, pues solo entonces cesan de guerrear, de discutir y de perturbar. ¿Pero de qué les vale eso si ni ellos ni nosotros sabemos lo que nos aguarda después de esta vida?”
Esta sería una carta más que banal, expresando un estado de espíritu de conformismo: es preciso ser como todo el mundo, pues la vida así es deliciosa y da buenos resultados.
Individualismo romántico
Enseguida podríamos encontrar una carta más antigua, por ejemplo, del siglo XIX, con los siguientes consejos: “Hijo mío, nunca te dejes influenciar ni mandar por nadie. Sé hombre. Toma por ti mismo tus decisiones, aguza tu lógica, aviva tus observaciones. Tienes valor suficiente para encontrar por ti mismo tu verdad y escoger tu camino. Actuando así, llegarás a la perfección de ti mismo por medio de un aprovechamiento arduo, fuerte, osado de todos tus recursos, venciendo tus defectos. Serás un hombre en la plena expresión del término, con el gobierno absoluto de ti y la plenitud de la personalidad en la que consiste toda la dignidad de un hombre. Y aún cuando la suerte te sea adversa, pisando, aplastando, venciendo, todos te respetarán.
“Por el contrario, si la suerte te es favorable, la victoria será para ti el adorno de tus méritos y tendrás a los ojos de tus pares un ascendente más alto, más estable, mejor aceptado de lo que te podrían dar todas las buenas apariencias del bluff de la propaganda. Además de ser grande, serás feliz, pues la sensación de plenitud de tu valor, el gusto embriagante de pensar solo por tu cabeza, de decidir únicamente por tu voluntad y de conducir con lucidez, fuerza y destreza, a través de mil imprevistos, la lucha de tu vida es el mayor y único placer digno de un verdadero varón; placer de los grandes, de los fuertes, de los sabios que fundan nuevas filosofías, de los guerreros que fundan nuevos imperios, de los descubridores que embisten contra lo desconocido y encuentran nuevos mundos”.
“Si actúas de otra manera, no serás verdaderamente un hombre.
¿Ves a tu alrededor a esos homúnculos obedeciendo de rodillas? Son subordinados de los otros y llevados según las conveniencias de aquellos de quien dependen; débiles, indecisos, tímidos. Cuando triunfan reciben aplausos, pero no suscitan admiración. Cuando fracasan son objeto de desprecio o de conmiseración, pero nunca de respeto. Si salen vencedores lo que ganan no es nada; si son derrotados, lo pierden todo. Cuando viven, vegetan; cuando mueren, se deshacen en polvo, con todos sus laureles, sus nutridas carnes y sus huesos, sólo en la sepultura cesan de temblar”.
Sería una carta característica del individualismo romántico del siglo XIX: Engrandecimiento de la independencia, afirmación de que el hombre debe dominar todas las cosas.
Ambas actitudes se oponen al contra-revolucionario
Podríamos decir que se establecen dos formas de ser diferentes. En el siglo XIX el ideal es el del hombre cuya perfección personal consiste en alcanzar la plenitud de sí mismo. En el siglo XX, el ideal es el del hombre práctico que quiere alcanzar el éxito en la vida. El concepto de felicidad en el siglo XIX es el goce de la propia plenitud personal, mientras que en el siglo XX lo es la sensación de seguridad resultante del auxilio mutuo entre los hombres. Lo que un hombre quiere de los otros en el siglo XIX, es admiración y respeto; ya en siglo XX, busca ayuda y simpatía. El primero busca la gloria; el segundo el reposo.
Yo no diría que esas actitudes son exclusivas del siglo XIX o del siglo XX; se prolongan en nuestros días.
Ya existían en el siglo XIX y continúan en el siglo XX, pero con tonalidades diferentes. Podríamos decir que el espíritu práctico predomina en el siglo XX y que el espíritu individualista y de afirmación romántica de la propia personalidad predominaba en el siglo XIX, pero ambas actitudes suelen existir en nuestros días y a veces en la misma persona.
Es necesario que, analizando el estado de espíritu de las personas, notemos los tintes de ambas posiciones, de forma que ellas en ocasiones tienen accesos de afirmación personal exagerada: “¡En mí, nadie manda!”; después, de repente, se arroja delante de alguien como lo haría sobre un felpudo para hacer un buen negocio. O, a veces, por ejemplo, tiene un acceso de miedo delante de la opinión pública, pero de repente le da la locura de hacer las cosas más extravagantes que pueda hacer.
Hasta cierto punto, ambas actitudes se oponen al contra-revolucionario. A quien corresponde la afirmación personal se opone en el siguiente sentido:
El contra-revolucionario obedece al espíritu católico, aceptando una disciplina de pensamiento en relación a la Iglesia. Entonces, contra esta postura disciplinada respecto al buen espíritu, las objeciones hechas al contra-revolucionario en el siglo XIX eran: “Usted debería ser independiente, más libre, tener más personalidad…” etc.
Por otra parte, en relación a la posición de los contra-revolucionarios en el siglo XX son: “¡Ustedes están aislados, son diferentes y están en lucha contra todo el mundo! ¡Ustedes no gozan de las ventajas del círculo de sociabilidad! ¡Son unos Quijotes!”
Hombres que influencian y guían a otros
Es la Santa Iglesia Apostólica Católica Romana la que nos pone en la verdadera posición ante este panorama. De hecho, si pensamos en el tesoro que representa para nosotros la sana Doctrina Católica, no tenemos palabras para agradecer a Dios por pertenecer a esta institución divina.
Basta considerar todo lo que ella enseña sobre Dios, los Ángeles, la otra vida, la moral, la estructura de la sociedad y del Estado, sobre la economía, en fin, mil cosas respecto de las cuales debemos tener una certeza muy firme, a la que nunca podríamos haber llegado exclusivamente por nosotros mismos.
Apoyado así por una enseñanza infalible, el ser humano encuentra una serie de verdades y de certezas, escapando de este juego de confiar demasiado en sí mismo o en la opinión pública, para tener confianza plena y sin reservas en la Iglesia Católica, la única que puede proporcionar toda la verdad y fuera de la cual sólo hay fragmentos de la verdad. En la autoridad de la Iglesia se encuentra una plenitud de seguridad que ninguno de los otros criterios, ya sean los del individualismo romántico del siglo XIX o del pragmatismo colectivista del siglo XX, puede ofrecer. En la Iglesia el hombre encuentra la estabilidad plena que su personalidad pide.
Sin embargo, todavía hay que hacer aquí una distinción. No todos ven la Doctrina de la Iglesia con la misma claridad y lucidez. Por un orden providencial, en la Iglesia existe la parte docente que nos da la doctrina, y la discente que es enseñada. Sin embargo, no podemos reducir el juego de las influencias de la Iglesia sólo a esto. También hay quienes por disposición divina tienen una visión más clara de la doctrina católica y poseen en mayor cantidad lo que llamamos sentido católico, y tienen por esto una mayor capacidad para inducir a otros a la práctica del bien. Otros, por el contrario, son menos favorecidos con estas cualidades.
Este no es necesariamente el efecto de una falta de santidad o inteligencia, sino de las disposiciones de la Divina Providencia, simple y llanamente, donde vemos que ciertos hombres son colocados en el camino de otros para influenciarlos y guiarlos, mientras que estos últimos corresponden a la gracia de
Dios en la medida en que se dejen influenciar y guiar. Por lo tanto, dentro de la misma Iglesia Católica, Dios estableció desigualdades entre los fieles porque así lo quiso, y dio a algunas almas la misión de hacer el bien a las demás.
Dos especies de influencias
Y así como el que tiene la obligación de hacer el bien no puede dejar de hacerlo bajo pena de subvertir los designios de la Providencia, el que fue destinado a recibir el bien no puede dejar de acogerlo bajo pena, también, de desvirtuar las intenciones de la Providencia. Así, esa actitud individualista consistiría, por ejemplo, en decir: “Tal amigo mío me da un consejo, pero lo seguiré si quiero, porque no hay ninguna razón para que él me influya, me oriente. Hago lo que quiero, porque soy un hombre formidable que dentro del mundo de la doctrina católica se guía según su propia cabeza…” Esta es una posición absolutamente falsa, contraria a lo que la Iglesia nos enseña sobre los designios de la Divina Providencia.
En este orden de cosas hay dos tipos de influencias. La primera es como si fuera institucional y de acuerdo con la naturaleza de la Iglesia. Todo hombre fue hecho para ser dirigido espiritualmente y, en mi opinión, esta es la condena más formidable de esta falsa independencia que el espíritu liberal podría proclamar entre las almas de la Iglesia. Todo hombre fue hecho para confesarse, por lo tanto, para tener confesor y director espiritual.
Es posible que, en circunstancias anormales de la vida de la Iglesia, no sea tan fácil encontrar director espiritual. Estas son anomalías que pesan severamente sobre las condiciones de santificación de una ciudad, una región, un país o toda una zona de cultura. Pero, por lo general, el hombre fue destinado a ser dirigido espiritualmente.
Pero más allá de esta influencia está también la de los buenos libros, los buenos ambientes, los buenos amigos, los buenos superiores, que son influencias que el hombre conscientemente debe aceptar y ante cuyo liderazgo subconscientemente debe inclinarse. Actuar de otra manera es afirmar un espíritu de independencia contrario a la doctrina católica.
San Gregorio VII reprende firmemente a San Pedro Damián

Papa San Gregorio VII – Iglesia de San Bonifacio, Leeuwarden, Países Bajos
Recuerdo haber leído una carta muy interesante de San Pedro Damián a San Gregorio VII, el Papa que llevó a cabo la reforma de la Iglesia en magníficas condiciones y con enorme energía; uno de sus ayudantes fue San Pedro Damián.
San Gregorio VII era tremendamente severo. Envió a Francia a San Pedro Damián, entonces cardenal, para hacer una reforma. Éste probablemente aún no había llegado a las cumbres de la santidad y, al llegar, entró en la honda de los obispos franceses e hizo una combinación con ellos que a San Gregorio VII no le gustó.
Entonces el Santo Papa envió una dura carta a San Pedro Damián, diciendo: “¿Dónde está tu previsión de espíritu, pues en contacto con zorros astutos no discerniste? Fuiste flojo, no pudiste resistir…” Sólo le faltó llamarlo “hipócrita” …
Y San Pedro Damián escribió a San Gregorio VII:
“He recibido tu carta y acepto humildemente la reprensión que me ha sido hecha. Realmente la merezco. Puedo decir que, hasta con menos energía, menos insistencia y argumentación, ya reconocería mi error y me enmendaría. Pero después de todo —y viene la expresión de San Pedro—, eres el ‘Santo Satanás’ que me tienta para toda forma de bien; me inclino ante ti, cambio mi juicio y estoy dispuesto a reparar mi acción”.
Está conforme, hasta el último punto, con lo que decíamos.
La expresión ‘Santo Satanás’ significa un hombre puesto cerca para inducirlo a toda forma de bien, ya que el diablo está cerca de nosotros para conducirnos a toda forma de mal; y es virtud acceder a todas las exhortaciones que el Santo nos haga para el bien, como también será virtud rechazar todos los estímulos que el diablo nos haga para el mal.
Así, en relación con el demonio, dándonos cuenta de que desea algo, ipso facto debemos querer lo contrario, también en relación con aquel cuya influencia sentimos que nos lleva al bien debemos abrir nuestra alma intencionalmente.
Abrirla —no retrocedo ante la palabra— varonil y osadamente, porque ahí es por donde la gracia de Dios penetra en nosotros.
Las obras de Dios no son anónimas
Las obras de Dios no son anónimas. Esa idea de que el Creador actúa sobre nosotros por procesos puramente anónimos o casi anónimos, creo que es precisamente uno de los mayores defectos de ciertas concepciones de apostolado con las que nos debatimos.
He visto sacerdotes que tienen, por ejemplo, la concepción de que es un gran apostolado construir una iglesia, una parroquia cualquiera, y poner allí a un padre que comienza a celebrar la misa, realizar bodas, absolver; en fin, creen que con el trabajo sacramental y administrativo de la parroquia está hecho todo el apostolado.
Que todo eso es muy bueno, no lo niego, incluso, al contrario, estoy totalmente de acuerdo. Pero poner en una iglesia un sacerdote cualquiera, que trate anónimamente a las masas de pueblo que pasan, es caer exactamente en esa atmósfera de anonimato que debemos rechazar. Porque causa estas cosas que estamos cansados de ver: las iglesias se llenan los domingos y el vicario, viendo allí un sacerdote cualquiera que vino del interior o de otro estado, le pregunta:
–¿Ud. qué desea?
–Quiero celebrar misa.
–Está bien. ¿Pero Ud. dice también el sermón?
–Está bien, lo hago.
Este sacerdote durante la misa va al púlpito y pronuncia su sermón. Él no conoce a nadie en la iglesia y los fieles tampoco se conocen entre sí. Terminada la celebración todos se dispersan. Ese tipo de relaciones impersonales está fuera del orden puesto por la Providencia para la salvación eterna. La Providencia pide algo diferente.
Dicen que estamos en la época del apostolado de los laicos. Sin embargo, este no consiste, por ejemplo, en enviar a alguno a pasar por diez colegios estimulando para la Pascua. Luego pasa un sacerdote por cada uno de esos establecimientos y celebra la misa, todos comulgan y está celebrada la pascua.
Es algo bueno, pero permanecer en eso no es suficiente porque no se logra el objetivo.
Dios actúa sobre unas personas a través de otras y consideradas personalmente. Para que la eficacia del apostolado tenga pleno empuje, es necesario un contexto de relaciones enteramente personales, que sirvan de instrumento para la gracia de Dios. Las cosas impersonales son absolutamente insuficientes.
Si esto es verdad, debemos reconocer que aquellos que son objeto de esta acción apostólica deben dejarse influenciar. Si no se dejan influenciar, evidentemente esa acción no logra su fin.
De esta manera se demuestra que, hasta dentro de la esfera de la Iglesia Católica, algunas almas deben ejercer más influencia y otras necesitan ser más influenciadas. Es el orden natural de las cosas. Querer violar este orden es trastornar los designios de Dios. A través de esta influencia de carácter personal el alma es atraída.
Extraído de conferencia de septiembre de 1956