Como una dama profundamente católica, Doña Lucilia discernió en la doctrina infalible de la Iglesia el mejor instrumento para la educación de sus hijos. Su bondad, unida a sus principios inflexibles, fue motivo constante de admiración para el Dr. Plinio.
Plinio Corrêa de Oliveira

La Santa Iglesia es la maestra de todas las verdades religiosas. En este sentido, todo cuanto es católico es bueno y todo lo que no lo es, es malo. Dado que la civilización moderna está dominada por el neopaganismo, es necesario saber vivir en ella, combatiéndola. ¿Cómo procedía Doña Lucilia en nuestra educación desde esta perspectiva?
La suavidad intransigente de Doña Lucilia
Mi madre era un modelo de suavidad, bondad y lo que hoy por hoy se llamaría comprensión. En lo más profundo de su alma residía este principio: la verdad —en este caso, la Iglesia Católica— debe ser aceptada, atendida y obedecida. Ese principio lo observó en la forma en que nos crio a mi hermana y a mí. Era increíblemente cariñosa, pero cuando alguno de nosotros hacía algo mal, no transigía.
Como mi madre estaba muy enferma, contrató a una institutriz alemana que, bajo su dirección, nos educó. Recuerdo que esta institutriz una vez se me acercó y me dijo: “Plinio, doña Lucilia lo llama”.
Por su forma de hablar, yo — cuando sabía que había hecho algo mal— ya percibía que me iba a regañar. Mi madre solía estar recostada en un sofá. Me veía entrar y, cuando se molestaba, sus ojos marrones se oscurecían. Me llamaba y me decía:
—Ven aquí.
Yo me acercaba y ella me agarraba de la cintura con un brazo y, mirándome fijamente a los ojos, me decía:
—Hijo mío, ¿es cierto que hiciste esto?
No me atrevía a mentirle, así que le decía:
—Sí, lo hice.
—¿Pero sabes que hiciste algo mal?
A veces yo no lo sabía. Ella entonces me lo explicaba con mucha dulzura y cariño, sin prisas y siempre cogiéndome de la cintura.
Al darse cuenta de que yo, en realidad, no sabía que me había portado mal, el color de sus ojos se le iba tornando más claro y terminaba diciendo:
—Bueno, ahora que mamá te lo ha explicado, no vuelvas a hacer eso.
Ella me besaba con mucho cariño y yo salía…

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Reprimendas con toques de bondad
A veces yo tenía la culpa, y ella me advertía:
—Actuaste mal porque ya sabes que no se puede hacer eso. No tienes derecho a hacerlo porque esta acción tuya ofende a Dios, al Sagrado Corazón de Jesús, a Nuestra Señora; tu acción es mala, es errada, fue hecha así, así, así.
Todo era tan razonable, explicado con tanta claridad y paciencia, que tenía la impresión de irme fundiendo dentro de ella. Al final, añadía:
—¿Le pides perdón a mamá?
—Sí.
—¿Ya no ofendes más a Dios?”
—Si Dios quiere, no.
El episodio terminaba, una vez más, con una gran reconciliación.
Su habitación estaba al final de un largo pasillo, y recorrerlo me llevaba algún tiempo. Mientras caminaba, no dejaba de pensar en lo que me había dicho.
Su bondad me causaba un tal efecto que yo, a veces, quería volverme y decir: “¿Quieres repetirme tu reprimenda?”.
Ayuda mutua en los naufragios de la infancia y la vejez
También recuerdo el cariño de mi madre en mi más tierna infancia, cuando me despertaba por la noche con insomnio. Podía ver que ella dormía profundamente. Yo me sentaba en su pecho y le abría los ojos con las manos; entonces mi brutalidad ya se anunciaba… Ella abría los ojos, me miraba con cariño y me decía: “¡Hijo mío!”.
Ella se sentaba en la cama, me acercaba, tomaba la almohada, me sentaba en ella —yo tenía dos o tres años— y se ponía a jugar conmigo.
En ese momento, yo pensaba: “¡Esto es amar a alguien, con ella yo me arreglo!”. No era un pensamiento utilitario; la idea era: “Necesito amarla así, y ya lo hago”.
Ella me había salvado de ese naufragio, que consistía en estar despierto solo, en una habitación oscura, con apenas un poco de luz entrando por una rendija en la puerta. Ella me había salvado de la desesperación, ¡y con qué abundancia, con qué bondad! Al llegar a su vejez, yo la ayudé, porque esa soledad sería un naufragio del cual mi soledad, en el dormitorio por la noche, era solo una imagen. Y creo que haberle hecho a ella lo que ella me hizo a mí.
En un episodio doméstico, una lección de intransigencia
Cuando era joven, a los veinte años, hubo una gran agitación política en Brasil.

Uno de los hermanos de doña Lucilia fue a visitarla. Él era secretario en uno de los ministerios del estado de São Paulo, un cargo equivalente al de un ministro hoy en día. Charlaron cordialmente —yo estaba presente—, una típica conversación familiar. Después, él se levantó para irse y ella lo acompañó hasta la puerta. Parando, me di cuenta de que una idea le había cruzado por la cabeza.
Ella era un poco baja y él alto. Mirándome desde una posición donde ella no podía verlo, me guiñó un ojo, lo que en la costumbre brasileña equivale a decir: “Voy a molestarla afectuosamente solo por diversión”. Es la libertad que hay entre hermanos. Cambió de expresión y declaró:
—Lucilia, ahora tenemos que hablar de algo. El gobierno de São Paulo está convocando a todos los jóvenes a tomar las armas para sofocar esta revolución —ella desconocía el motivo de esa revolución— y debo advertirte que Plinio va a combatir. Ella se puso de pie, casi creciendo, y respondió:
—Mi hijo no perderá la vida por estas revoluciones sin sentido que ustedes hacen. Así que no cuente con ello, ¡porque él no va! Él puso cara de disgusto y respondió:
—Pero si fuera para defender la religión, Usted lo enviaría, ¿no?
Ella cambió de postura y dijo:
—¡Obviamente, para defender la religión es el primero que va!
Al verla tan enfadada, él se echó a reír a carcajadas; ella se dio cuenta de que era una broma y la cosa acabó en besos y abrazos.
Para el bien, ¡todo!
¿Qué había por detrás? Siempre era el principio: para el bien, todo, incluso dar la vida; por nimiedades sin sentido, ¡nada! Era el sistema por el cual se forjó mi intransigencia.
Y, al verla amarme así, aprendí de ella y en ella a amarla de la misma manera. Esto es la verdadera unión.
Cuando se ve una cualidad en alguien y se ama de tal manera que se moldea el propio espíritu en consecuencia, se produce la unión. Porque es verse, admirarse, inhalar, recibir, acoger y moldearse. Esto es unión.
(Extracto de conferencias del 6/10/1984 y el 20/4/1995)







