¿Para qué hacer penitencia y cuáles son los beneficios de la mortificación?

Publicado el 03/01/2022

Juan Bautista Chautard (1858-1935)                                 

Abad de la Orden Cisterciense

El espíritu de mortificación es otro de los principios que fecundizan las obras. Todo se resume en la Cruz. Mientras no se haga penetrar en las almas el misterio de la Cruz, nos quedaremos en la superficie de las mismas.

Pero ¿quién es capaz de hacerlas abrazarse a un misterio que se opone a este horror al sufrimiento tan natural en el ser humano? Solamente aquel que pueda repetir las palabras del Apóstol: Yo Estoy crucificado con Cristo O aquellos que llevan consigo a Jesús mortificado.

Mortificarse es renunciarse en toda clase de circunstancias, llegar a amar lo que nos desagrada y encaminarnos al ideal de ser una víctima inmolada constantemente. Pero sin vida interior es imposible llegar a ese aplastamiento de nuestros más tenaces instintos.

Y en tanto que San Francisco de Asís, mientras atraviesa en silencio las calles, va predicando con sólo su aspecto el misterio de la Cruz, el apóstol inmortificado trabajará en vano al reproducir con sus palabras las páginas elocuentes de Bossuet sobre el Calvario.

El mundo está tan atrincherado en su espíritu de gozar, que para derribar su ciudadela no bastan los argumentos comunes, ni siquiera los poderosos. Es preciso sensibilizar la Pasión por medio de la mortificación y el desprendimiento del ministro de Dios. Enemigos de la Cruz de Cristo, volvería a llamar San Pablo a tantos cristianos que no ven en la Religión sino una forma de “snobismo”, un conjunto de prácticas exteriores recibidas por tradición, que hay que cumplir periódicamente con respeto, pero sin que exijan la enmienda de la vida, ni la lucha contra las pasiones y la introducción en las costumbres del espíritu del Evangelio. Este pueblo parece que me honra, podría decir el Señor; sí, me honra con los labios, pero su corazón está lejos da mí

Enemigos de la Cruz son esos cristianos blandengues, que se rodean de toda clase de comodidades, y se pliegan a todas las exigencias de la moda, y se entregan a los placeres desordenados, y escuchan con extrañeza, porque no la comprenden la palabra que Jesucristo dijo para todos: Si no hacéis penitencia, pereceréis todos de la misma manera. La cruz, según la palabra de San Pablo, se les convierte en un escándalo.

Y, sin embargo, el apóstol que no tenga vida interior ¿podrá producir nuevos cristianos? La asistencia nutrida a determinados actos del culto podrá satisfacer al verdadero sacerdote, pero le dejará frío si ve que es debida a la rutina, o al afán de seguir las tradiciones de las familias y la observación de las costumbres antiguas, con tal que no interrumpan el curso de la vida; o el deseo de oír buena música, o disfrutar con una fiesta magnífica o escuchar una buena pieza oratoria en la que sólo se busca la elocuencia. Pero se dirá: por lo menos las comuniones frecuentes entusiasmarán al sacerdote.

Un recuerdo de mi viaje a los Estados Unidos me viene a la memoria. Visitando varias parroquias, me encantaba ver el número de hombres que asistían a la comunión de los primeros viernes de mes.

Un santo sacerdote de Nueva York me dijo estas palabras. “No olvide usted que se encuentra en un país donde el respeto humano es desconocido y el “Bluff” aparece en todas partes. Reserve usted su admiración para aquellas parroquias en que pueda observar que las comuniones frecuentes manifiestan si no la enmienda completa de la vida, al menos un esfuerzo sincero de observar la vida cristiana y un deseo leal de no vivir en la intemperancia ni de ir desenfrenadamente en busca del dinero, etc.”

Lejos de nosotros, no dar aprecio a los más pequeños vestigios de vida cristiana donde quiera que se encuentren. Por el contrario, lo que con estas consideraciones nos proponemos es deplorar la lamentable incapacidad a que nos expone la falta de vida interior, de obtener únicamente resultados muy pequeños, aunque, desde luego, sabemos apreciarlos también.

Nuestro Señor no quiere sino nuestro corazón. Si vino a este mundo a revelarnos las sublimes verdades de la fe, fue para conquistarlo; para hacerse dueño de nuestra voluntad y animarnos a seguir sus pisadas en el camino del renunciamiento.

El apóstol habituado a la vida interior que se funda en ese negarse a sí mismo se encontrará en condiciones de provocar este renunciamiento, base de toda perfección; pero será incapaz de lograrlo aquel que siga de lejos a Jesucristo cuando va cargado con la cruz.

Si él es un cobarde y deja de imitar a Jesús crucificado ¿cómo predicará a su pueblo esa guerra santa contra las pasiones, siguiendo la invitación de Jesús?

Sólo un apóstol desinteresado, humilde y casto es capaz de arrastrar las almas a la lucha contra el aluvión, siempre creciente, de la codicia, de la ambición y de la impureza. Solamente quien tenga la ciencia del crucifijo será lo bastante fuerte para oponer un dique a este afán desmesurado de comodidades, y a este culto del placer que amenaza sumergirlo todo y destruir las familias y las naciones.

La Cruz de Cristo es fuerza de Dios y sabiduría de Dios

San Pablo cifra y resume su apostolado en enseñar a Cristo crucificado, y porque vive de Jesús, pero de Jesús crucificado, está en condiciones de hacer que las almas gusten el misterio de la cruz y de enseñarles a vivir de él. Hoy existen muchos apóstoles que no tienen la necesaria vida interior para profundizar este misterio que vivifica, y penetrarse de él a fin de irradiarlo. Son exclusivistas al apreciar la religión, considerándola más bien desde el punto de vista filosófico social o estético propios para interesar la inteligencia o excitar la sensibilidad y la imaginación y fomentar la tendencia a no ver en ella sino una escuela de poesía sublime y de arte incomparable. Sin duda, la Religión está adornada de estas cualidades; pero limitarse exclusivamente a estos aspectos secundarios serla deformar la Economía del Evangelio, porque se consideraba como un fin lo que no es sino un medio.

Después del pecado, la penitencia, la reparación, y el combate espiritual son las condiciones indispensables para Vivir. La Cruz de Cristo lo recuerda siempre. Al celo del Verbo encarnado por la gloria de su Padre no le bastan admiradores. Necesita imitadores.

En su Encíclica de 1 de noviembre de 1914, el Papa Benedicto XV invita a los verdaderos apóstoles a trabajar más a fondo para desprender a las almas del bienestar, del egoísmo, de la ligereza de costumbres y del olvido de los bienes eternos. Esta invitación es un llamamiento a la vida interior, hecho a los ministros del divino Crucificado.

A ejemplo de Jesucristo debemos ser almas mortificadas

Dios, que tan generoso es con nosotros, exige al cristiano que desde la edad de la razón una a la Pasión sangrienta de su Hijo, algo de sí mismo, lo que podríamos llamar la sangre de su alma, es decir, los sacrificios, necesarios para observar la divina ley. ¿Quién podrá alentar al cristiano a hacer sacrificios de los bienes, placeres y honores, si no es el ejemplo del conductor de las almas que se haya familiarizado con el espíritu de sacrificio?

Al ver la serie de victorias del enemigo infernal es para preguntarse con ansiedad: ¿Cómo podrá salvarse la sociedad? ¿Cuándo comenzarán los triunfos de la Iglesia? Cuando de las filas de la milicia sacerdotal y religiosa salga una pléyade de hombres mortificados, que sean como la fulguración del misterio de la cruz a través de los pueblos, esos pueblos, al ver en la mortificación del sacerdote o del religioso una reparación por los pecados del mundo, comprenderán la Redención operada por la sangre de Jesucristo.

Entonces es cuando será aplastado el ejército de Satanás, y dejarán de tener eco en el mundo las quejas de Jesús a través de los siglos, al no encontrar almas reparadoras en medio de sus ultrajes. 

Alguien quiso analizar el efecto mágico que la sola señal de la cruz, hecha por el P. Ravignán producía en los indiferentes y hasta en los impíos que acudían a oírle, llevados de la curiosidad. Se llegó entre muchos de sus oyentes a la conclusión de que la austeridad de la vida intima del predicador se manifestaba de un modo que conmovía, en aquella señal de la Cruz, con la que se unía al misterio del Calvario.

Tomado del libro El alma de todo apostolado, Capítulo V, n°7

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