
Perder el tiempo es pecado ¿contra qué mandamiento?
Catarina de Assis Fonseca – Recife (Brasil)
Nuestra consultante ya da por sentado que perder el tiempo es pecado…, ¡y tiene toda la razón! Ahora bien, para que todo quede muy claro, la primera pregunta sería: ¿Qué es perder el tiempo?
Causa mucha preocupación hoy en día, y no sin fundamento, desperdiciar agua o alimentos, pero se presta menos atención al despilfarro del tiempo, otra preciosísima criatura de Dios, de la que tendremos que rendirle serias cuentas. Sin embargo, el motivo por el que el desperdicio de cualquier bien que nos ha sido dado por el Creador constituye una falta es el mismo: no usarlo conforme al buen orden de las cosas, sino de manera insensata, caprichosa, irracional. Ahora bien, una de las definiciones del pecado consiste precisamente en actuar de modo contrario a la recta razón.
Así pues, pasar horas navegando inútilmente en internet, por ejemplo, viendo vídeos que no nos aportarán ningún beneficio, mientras tenemos otras innumerables obligaciones, constituye realmente un pecado de pérdida de tiempo.
Como todo pecado, perder el tiempo es contrario al primer mandamiento, porque en lugar de amar a Dios sobre todas las cosas y actuar de acuerdo con Él, damos prioridad a satisfacer un capricho personal. Pero, dependiendo de cada caso concreto, esta falta puede también ofender otros mandamientos: el cuarto, si perdemos tiempo cuando sería nuestra obligación ejercer algún deber de estado —por ejemplo, la educación y cuidado de los hijos, en el caso de los padres— o cuando el hijo menor malgasta su tiempo contrariamente a una prohibición expresa del padre o de la madre; el séptimo, si nos ocupamos en diversiones durante las horas de trabajo, en vez de realizar el servicio por el que recibimos el sueldo; el sexto y el noveno, si perdemos el tiempo viendo algo contrario a la castidad o poniéndonos en ocasión de hacerlo; el quinto, si con esa actitud insensata escandalizamos a los demás, y así sucesivamente.
Seamos, pues, muy serios en el uso de esta preciosa criatura de Dios, que «huye irreparablemente» (Virgilio. Geórgicas. L. iii, 284).