Perfecciones que nacen del dolor

Publicado el 10/13/2022

Partiendo del análisis de la tauromaquia, el Dr. Plinio hace comentarios sobre la virtud de la audacia, cuyo brillo continuo sólo es posible cuando el hombre vive a la sombra del sacrificio, porque desde el momento en que el Hombre-Dios entregó su espíritu en lo alto del Calvario, un aroma sacrificial embalsamó todo el universo. De la Cruz nació todo lo que ha habido de sublime y bello en la humanidad, y de ella surgirán los esplendores del Reino de María.

Plinio Corrêa de Oliveira

Para pensar en el Reino de María, debemos imaginar almas bajo la influencia constante del Espíritu Santo —de quien Nuestra Señora es Esposa— y, por lo tanto, buscando continuamente el ápice de todas las cosas, incluso en las más modestas. De esta impostación resultará una acumulación de perfecciones insondables, porque cualquier pequeño acto de la vida humana puede contener un grado de perfección del que no se tiene idea.

Un ejemplo que se me ocurre al azar es la tauromaquia, que acaba siendo una obra maestra del espíritu español.

En la tauromaquia, la alegría del riesgo

Cuando nos fijamos en el torero español, notamos el siguiente estado de espíritu: al realizar la corrida, hay que imaginarlo alegre y en riesgo con cierta euforia. Si no hay euforia al enfrentar el riesgo, no es un verdadero torero. No hay nada de la alegría hollywoodiana ni nada que se le parezca. Basta decir que es la alegría del riesgo, mientras que la hollywoodiana es burguesa, no gusta del riesgo.

Se trata de una auténtica alegría, que resulta de esta circunstancia: el torero espera al toro que avanza contra él, en ese pase —para mí es el más bello de todos en el que está con la espada en alto, listo para clavarla en un punto preciso del animal.

El buen torero espera al toro en la tranquila posesión de sus facultades, considerando todas las posibilidades que tiene de matarlo, dependiendo de una agilidad y una destreza que siente poseer. Es consciente de que para esto necesita hacer un acto de firme voluntad y cierta ascesis, para no perder la cabeza y dar el golpe certero. Pero el torero siente que es dueño de esta ascesis y de esta fuerza de voluntad. Por esta razón, comprende el riesgo y tiene la euforia de su propia posición. Es una alegría sui generis que da el riesgo, el gozo del heroísmo de quien sabe que va a ganar. El toro cae, el torero se quita el sombrero y saluda al público que lo aplaude de pie.

El resto es el triunfo, pero ya no es el momento crucial, en el que el toro avanza sobre él y en que él conservó el dominio completo de sí mismo, consiguió el néctar de su propia perfección y ganó. El aplauso popular, al contrario de lo que se piensa, no es el néctar, sino su complemento. El auge es el momento en que, en presencia de Dios, el torero tuvo ese desempeño.

Para el espíritu de Hollywood, el auge es el momento en que está siendo aplaudido. De modo que, si consiguiera los aplausos a través de un fraude, sería lo mismo que ganarlos a través de la auténtica posesión de cualidades. Bueno, ¡eso no es así! El fraude nunca da a la persona una verdadera alegría.

Se podría objetar: “No, lo que buscaba eran los aplausos”.

Él no apuntó a los aplausos y sí, en el momento del peligro supremo y desprovisto de cualquier otro recurso que no fuera la espada y el brazo, supo predecir que era capaz de esto y lo hizo.

Audacia: el pulchrum del espíritu español

Entran en eso varios factores psicológicos. El torero aplica mucha fuerza en ese momento, pero llena de flexibilidad y resultante de una musculatura muy elástica. También entra la calma ante el peligro de muerte, que le hace decir: “Si muero, moriré realizado y mi vida tendrá sentido”.

Existe la idea de que el torero se sumerge en una especie de estética de la muerte, y que si esta llega la tendrá hermosa, que no es en absoluto la muerte en la Unidad de Cuidados Intensivos, no tiene nada en común con eso. Morirá en este gozo, por así decir, realizándose. Y aún más, pensando que su logro está en extender a Dios un brazo por encima de la muerte, diciendo: “Señor, llévame, porque ha llegado mi hora”. Lo que tal vez el torero no haga explícitamente, por falta de formación religiosa, pero constituye el presupuesto racional de su acto.

Vemos, pues, un alto sentido religioso que va más allá del instinto de conservación, aliado a una combinación de cualidades opuestas —aunque no contradictorias— de las que el torero toma una hermosa síntesis: se presenta duro como el acero, pero flexible como un elástico. Como resultado, cuando el toro llega, sin el menor temor, tamiza el peligro y dice: “Peligro, ¡qué hermoso eres! ¡Qué delicioso eres! “

Aquí aparece un aspecto sobre el que quiero llamar la atención, porque es el punto clave de la mentalidad española. Ya sea cuando el español es muy diplomático y tiene maneras y da volteretas para lograr un determinado objetivo; ya sea cuando está muy versado en la doctrina y lanza con seguridad una tesis que es difícil de justificar y que nadie imaginó, similar a un salto certero sobre el abismo o a un vuelo audaz en el cielo de la ortodoxia; ya sea cuando es orador y se expone a lances oratorios arrojadísimos; en todo, el riesgo es su entorno y la elegancia en el riesgo, nacida de la aparente contradicción entre elasticidad y fuerza, lo expresa por completo.

El relucir continuo de la audacia equilibrada, audacia de acero y elasticidad, la audacia que sabe tener osadías proporcionadas al peligro, porque sabe que tiene recursos proporcionados con éste, de la audacia casi temeraria, cuya sublimidad consiste en, sin jamás ser imprudente, atrevidamente parecerse con la imprudencia, este es el pulchrum del espíritu español.

¿Cómo imaginar el pulchrum del Reino de María?

Ahora, de manera análoga, hay un cierto pulchrum que marcará el Reino de María. Es una virtud magnífica, diametralmente opuesta a la “herejía blanca”1 que, vista a través del prisma religioso, podría alcanzar extremos de perfección aún ignorados.

Siendo una virtud, esta forma de pulchrum debe existir en Nuestra Señora de una manera inimaginable. La Santísima Virgen debe poseer, en medio del firmamento de sus virtudes, una nota dominante que está para las otras excelencias de Ella como la audacia lo es para España.

El Reino de María se caracterizará por esta nota altísima, fabulosísima, de Nuestra Señora. Se trata, por tanto, de conocer esa virtud en Ella, para saber cómo será el Reino de María.

Para llegar a ese punto, un recurso interesante es recordar que la Revolución, con todos sus horrores, tiene algo así: hay un cierto horror que supera en bajeza los demás y constituye el aspecto por el que más atrae, por el que su mordida ella se ejerce más. Y ahí está la causa de su victoria. Si entendemos este aspecto en la Revolución, habremos dado un paso importante para saber decir, por antítesis, cómo eso se verifica en Nuestra Señora, porque la Revolución es lo opuesto a Ella.

Imagino que el revolucionario perfecto se realiza más fácilmente —es una facilidad de imaginación, no quiere decir que históricamente haya sido así— por un arquetipo de la Revolución Francesa. Yo lo concibo como un individuo exuberante de vitalidad y sensualidad, pero en el cual el pecado del espíritu transbordó el pecado de la carne. Lo que más odia no es al rey o al noble, sino más bien una cierta visualización del noble como trascendente, puro, piadoso, combativo, limpio, ornado, digno en todas sus maneras, agilísimo en su espíritu y como si viviera en un mundo empírico, que sería el mundo actual, aunque visto a través de un vidrio de color especial llamado nobleza, que eleva y repone al hombre en una atmósfera paradisíaca, en la que está listo para, en cualquier momento, saltar al abismo del riesgo.

El revolucionario odia esta manifestación y esta forma de ser hasta el último punto. Y cuando ve que esto es así, quiere burlarse, no con una leve ofensa, sino con una injuria pesada, que desfigura, tira al suelo, ensucia, ultraja y después liquida.

Ahora imaginemos lo contrario de esto, brillando en el alma más elegida que hubo entre las meras criaturas, que fue la de Nuestra Señora, y expresado de una manera inimaginable. Entonces podremos comprender cuál será la felicidad del Reino de María, y también la felicidad del Cielo.

Hay aquí una intensidad del ser que nos deja medio estupefactos. En el fondo, nuestra felicidad es buscar las cosas que tienen esta intensidad, no el pequeño placer, la chacota, el letargo en una hamaca junto al mar. En última instancia, es algo que recuerda a Dios, al Ser Absoluto, a quien buscamos miserablemente extraviados y afligidos cuando no sabemos lo que buscamos. Y el Reino de María lo tendrá en su totalidad.

La belleza suprema se origina en la Cruz

Vamos de una vez al fondo del problema. Desde que Nuestro Señor Jesucristo se inmoló por nosotros y murió en la Cruz, una nota de sacrificio predomina en la vida de hoy, dando mayor nobleza hasta a la sonrisa. Este aroma sacrificial que embalsamó todo el Universo desde el momento en que el Redentor dijo “Consummatum est” y entregó su espíritu, lo marcó inclusive a Él. También en las pinturas y esculturas en que Nuestro Señor es representado triunfalmente, aparece con los estigmas y el costado abierto; corrió la Sangre, hubo tragedia. Y el esplendor de la gloria sólo se explica por la tragedia.

Por lo tanto, en el centro de todo está presente una nota de sacrificio, superior a todos los horrores de la Revolución. Y aquí vemos la belleza de todo lo que dije. Esa belleza es un misterio, en el que hay una seriedad, gravedad y participación en Dios incomparables. Mis palabras son incomprensibles sin este amor a la Cruz y este perfume de sacrificio. La vida de cada uno de nosotros es un holocausto, del que debemos ser víctimas. Para que haya todo lo que he comentado, es necesario aceptar ese holocausto, no hay remedio.

Sin embargo, el hombre huye de esta nota de sacrificio tanto cuanto puede, por no querer vivir a su sombra. Ahora, pensemos un poco en el papel que la Cruz tiene en la espiritualidad de San Luis María Grignion de Montfort, hasta el punto de haber escrito la Carta Circular a los amigos de la Cruz, y comprenderemos cómo debemos ser.

Es decir, el sufrimiento no desfigura, no afea, no atrasa; al contrario, de él viene todo lo que es verdaderamente bello y ordenado en la humanidad. Y tratar de ver esas gotas de la Sangre de Cristo hace parte de la piedad católica más genuina.

La jaculatoria “Sanguis Christi, inebria me” expresa precisamente esto. La ebriedad de la Sangre de Cristo hace contemplar la belleza del dolor presente en todas las cosas.

Extraído de las conferencias del 14 y 19/2/1986

Notas

1) Expresión metafórica creada por el Dr. Plinio para designar la mentalidad sentimental que se manifiesta en la piedad, la cultura, el arte, etc. Las personas afectadas por ella se vuelven flojas, mediocres y poco propensas a la fortaleza, así como a todo lo que signifique esplendor.

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