Perspicacia y caridad fraternal en la formación de juicios y sospechas

Publicado el 02/26/2024

La temática “juicio temerario” ha dado margen a muchos equívocos, fruto del menosprecio de la perspicacia y mala interpretación de la caridad. En las enseñanzas y ejemplos del Divino Maestro encontramos el supremo modelo para practicar estas virtudes.

Plinio Corrêa de Oliveira

En artículos anteriores, hemos mostrado la acción nociva del liberalismo religioso, que se caracteriza en deformar en los católicos las virtudes más adecuadas a la lucha y al combate, creando así el tipo ridículo del “carola” inofensivo e inepto, que el propio liberalismo es el primero en estigmatizar afirmando que la Iglesia no es capaz de producir figuras diferentes de ésta.

Virtud de la perspicacia

Nuestra Señora de las Virtudes. Catedral de San Esteban, Auxerre, Francia

Si el liberalismo se empeñó particularmente en engañar a las masas católicas respecto de la virtud de la fortaleza, es positivo que otra virtud, la de la perspicacia, también ha sido muy combatida por la propaganda liberal. Muchos católicos seguramente se habrán sorprendido cuando afirmamos que el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo es una inigualable escuela de energía y heroísmo, en el sentido más belicoso de la palabra. Su sorpresa no será menor si les dijéramos hoy que el Evangelio es una inigualable escuela de perspicacia y que Nuestro Señor Jesucristo inculcó reiteradamente esta virtud.

¿Qué viene siendo la perspicacia? Es la virtud por la cual nuestra mirada, transponiendo las apariencias engañosas presentadas por las personas con quienes tratamos, penetra hasta la realidad más recóndita de su mentalidad. Así, se dice de una autoridad eclesiástica o civil que es perspicaz si, a través de la minuciosidad de los consejos e informaciones que recibe, sabe discernir la verdad del error, adoptando en consecuencia una línea de conducta conforme a los intereses que tiene entre manos.

Dentro del mismo orden de ideas, se puede decir que es perspicaz un médico que sabe discernir la existencia de una molestia, a través de los más ligeros indicios. Y en el mismo sentido aún se llamaría perspicaz el detective que sabe interpretar las circunstancias aparentemente más insignificantes, deduciendo de ellas con seguridad cuál fue el autor del crimen. Difícil sería imaginar una profesión o condición social en que la perspicacia no suministrase al hombre los más inestimables recursos para el cumplimiento de sus deberes.

El padre de familia, el profesor, el director de conciencia tienen que discernir en sus alumnos, dirigidos o hijos, los más ligeros síntomas de las crisis que se esbozan, a fin de prevenir lo que sería tal vez imposible remediar en el futuro. El hombre de Estado no puede dejar de distinguir, entre las múltiples manifestaciones de amistad que su alto cargo suscita, los amigos sinceros de los insinceros: todo el éxito de su carrera política está condicionada a esta aptitud. Los abogados, militares, industriales, comerciantes, banqueros, periodistas, etc. no pueden ejercer convenientemente sus funciones, ni ahorrar a los intereses que tienen en manos los más graves sacrificios, si no están munidos de una perspicacia hoy más necesaria que nunca.

A este respecto queremos insistir muy especialmente: todo el mundo tiene, en ciertas circunstancias, el derecho de hacerse cargo de prejuicios que afecten sus intereses individuales. Nadie, sin embargo, tiene el derecho de exponer los intereses de terceros. ¿Habrá situación más ridícula que la de alguno que declare románticamente que ha comprometido los intereses de terceros que les fueron confiados porque “fue demasiado bueno y confió excesivamente en la bondad ajena”? ¿“Demasiado bueno”? ¿Es realmente ser “demasiado bueno” sacrificar al amor propio a una media docena de aventureros los intereses sagrados confiados a la persona que así procura declararse inocente? ¿Quién no percibe que esta “bondad” fuera de propósito redundó en una injusticia cruel hacia los terceros perjudicados en el caso?

Necesidad de amputar los miembros gangrenados de cualquier sociedad

Apliquemos al orden concreto de los hechos estos conceptos. Un apóstol laico que, por “excesiva bondad”, tolera en alguna asociación a miembros gangrenados en los cuales confía infundadamente, y que ocasionan la pérdida de todos los otros, ¿no es un traidor que sacrifica cruelmente los elementos sanos e inocentes a los elementos culpables?

Si tu pie te escandaliza, córtalo. Si tu ojo te escandaliza, arráncalo” (Cf. Mt. 5, 29-30). Es ésta la máxima del Evangelio. Pero ¡cuánta perspicacia es necesaria para percibir la urgencia de ciertas amputaciones! Y, sin embargo, el apóstol laico que no sabe discernir la oportunidad de estos cortes dolorosos o no sabe apreciar la utilidad de tales amputaciones, no es menos inepto ni menos peligroso para el laicado católico de lo que el médico que despreciase sistemáticamente el empleo de los procesos quirúrgicos.

No fue otra la razón por la cual Nuestro Señor, además de recomendar la amputación de los miembros gangrenados de cualquier sociedad humana, habló de un modo todo particular contra los falsos profetas y los lobos disfrazados de ovejas. ¿Cuál es la virtud que nos hace evitar a los aventureros caracterizados como profetas sino la perspicacia? ¿Cuál, la virtud que nos lleva a repeler al lobo metido en la piel de la oveja sino la perspicacia? ¿Y qué de más triste que, por falta de perspicacia, seguir a falsos profetas o abrir el aprisco a las falsas ovejas?

Por esto mismo el Divino Maestro no se limitó a predicar la perspicacia, sino que dio ejemplos insignes y memorables de ella. Así, cuando denunciaba a los fariseos, ¿qué hacía sino estimular la perspicacia de sus oyentes, desenmascarando a aquellos sepulcros blanqueados, blancos por fuera y por dentro llenos de podredumbre? Y, sin embargo, si O Legionário dijera de alguno –de un violador de tratados y concordatos, por ejemplo– que es un sepulcro blanqueado, ¿quién no afirmaría que además de faltar contra la caridad estaríamos cometiendo un juicio temerario?

Teología de agua dulce

Jesus discutiendo con los fariseos

En torno de este capítulo de los juicios temerarios, ¡cuánta teología de agua dulce no se ha hecho!

Gran número de incomprensiones respecto del asunto proviene de un análisis superficial de la palabra “juicio”. Muchas son las personas que temen hacer una sospecha desfavorable de terceros, porque, caso la sospecha no sea comprobada ulteriormente, habrán cometido un juicio temerario. Pero una sospecha ¿podrá ser considerada un “juicio”?

Para decidir la cuestión, basta recurrir a las nociones corrientes. El juicio, o sentencia, implica una afirmación. Sólo hacemos un juicio acerca de alguien cuando llegamos a una certeza respecto a ese alguien. Una sospecha no constituye un juicio y, así, quien sospecha de otro no puede, propiamente, formar un juicio temerario, y esto por la simplicísima razón de que no llegó a establecer juicio alguno. En efecto, la sospecha es una hipótesis que formulamos respecto a una persona. Y la hipótesis evidentemente no es una certeza.

Así, aunque hayamos hecho una sospecha infundada sobre una persona, con esto no habremos cometido un juicio temerario.

¿Quiere decir esto que podemos arbitrariamente sospechar del prójimo? Evidentemente no. Lo que se requiere en este asunto es simplemente un uso correcto de las leyes de la lógica. En efecto, hay personas que toman a veces actitudes que, en sana lógica, suscitan una legítima sospecha. Y, en este caso, sospechar no puede constituir un pecado. Si por el empleo correcto de las luces naturales que Dios nos dio llegamos a formular una hipótesis plausible, ¿podrá haber pecado en que demos acogidas a esa hipótesis? Evidentemente no.

¿En qué caso, entonces, una sospecha puede ser pecaminosa? Cuando se base en elementos lógicamente insuficientes para tal. O, en otros términos, cuando, con elementos insuficientes para formular una sospecha, sin embargo, la formulamos, sea por liviandad, sea por mala voluntad, sea por cualquier otro defecto. Se trata entonces, evidentemente, de un mal empleo de las reglas de la lógica e implícitamente de una injusticia censurable.

¿Quiere esto decir que debemos evitar cualquier sospecha, de miedo de errar?

De ninguna manera. Sería tan estúpido cuanto dejar de caminar, por miedo a resbalar y romperse la columna; dejar de respirar, por miedo a ingerir microbios; dejar de comer, por miedo de asimilar alimentos nocivos a la salud.

Abolición de los tribunales y de las penas

Todos sabemos que el hombre es falible y que, por tanto, puede, aun contra su voluntad, hacer una sospecha o un juicio infundado. Pero si de ahí se debe deducir que jamás debemos formular contra el prójimo un juicio o una sospecha, erraríamos, como lo haríamos si quisiéramos promover la abolición de todos los tribunales y todas las penas, porque los tribunales se pueden equivocar y las penas pueden eventualmente ser injustas.

Al formar nuestras impresiones respecto al prójimo, nuestras sospechas y nuestras certezas, usemos siempre de cautela, a la que normalmente somos obligados en cuestiones importantes. Esto dado, estemos con la conciencia tranquila: no estaremos pecando.

¿Por qué motivo el temor de juicios equivocados no puede servir de fundamento para que se pleitee la abolición de los tribunales? La razón es evidente. La supresión de los tribunales daría lugar a injusticias y crímenes mil veces más numerosos y más lamentables que una u otra injusticia inevitable en el funcionamiento de cualquier tribunal humano. Esto dado, es en interés de la propia justicia que el hombre se debe conformar con un régimen judicial que, falible como todo lo que es humano, de vez en cuando sacrifica involuntariamente algún inocente.

Este principio puede ser perfectamente aplicado al asunto de que tratamos en este artículo. Cualquier individuo que, por miedo a formar sospechas infundadas respecto de otros, mantuviera su juicio perpetuamente en suspenso, causaría males ciertamente mayores que los que provendrían de un uso criterioso de sus luces naturales. Lo demostramos arriba. El padre que tuviese miedo de formar un juicio temerario acerca de sus hijos, procurando observarlos y discernir en ellos los primeros síntomas de alguna crisis moral, perjudicaría mucho y mucho más a sus hijos con esto que si, involuntariamente, hiciera algún día una sospecha infundada, que la falibilidad humana siempre puede dejar pasar.

Un jefe de empresa económica que dejara de dar la debida atención a peligrosos indicios de deshonestidad de sus socios o empleados, por miedo de hacer una sospecha temeraria, estría actuando de modo sumamente incorrecto. Un político, un diplomático, un profesor, un abogado, un director de conciencias, un apóstol laico, que dejasen de dar el debido valor a los indicios desfavorables que puedan notar en las personas con quienes tratan, serían ciertamente mucho más peligrosos en determinadas circunstancias que los enemigos declarados de la Religión, de la familia, de los intereses de los clientes, de los alumnos, etc.

A este respecto, no me puedo omitir de narrar una interesante reflexión del recordado y gran Don Duarte2. Me dijo cierta vez aquel santo e inmortal prelado que “prefería lidiar con un canalla que con un burro” –conservo textualmente la expresión–. Y añadía: “Un canalla inteligente, si jugáramos con él con inteligencia, podrá ser reducido por nosotros a la inocuidad; pero un burro que da coces a derecha e izquierda, ¿qué no se puede temer de él?”

¿Quién no ve el pleno cabimiento de esta reflexión del grande y santo obispo?

Proceso de imbecilización

Llegamos al núcleo de nuestro asunto. Andan erradamente, y muy erradamente, los que dicen que no quieren formar juicios o sospechas sobre los otros, porque no tienen derecho para tal. Distingo. Es inconveniente que andemos fiscalizando las personas cuya conducta no se encuentra bajo el radio de nuestra autoridad. Pero que seamos obligados a no formar impresiones sobre aquello que naturalmente nos salta a los ojos, en la vida de todos los días, ¿quién osará sustentarlo?

¿Quién no percibe que se trata ahí de un proceso de imbecilización que acaba por herir a los propios principios de la fe y de la moral? En efecto, un hombre de carácter firme y varonil siente una disonancia interior cada vez que nota que, en torno suyo, las cosas suceden de modo contrario a la gloria de Dios, a la exaltación de la Santa Iglesia y de la Doctrina católica. Dejar de formar juicio sobre lo que es evidente, dejar de oír el clamor de los indicios vehementes, o es imbecilidad o debilidad de principios. No hay por donde escapar.

Así, formar juicio y sospecha, cuando esto es dirigido por las virtudes cardinales, y no se orienta por la acción de cualquier inclinación viciosa, es virtud y alta virtud. Y dejar de formar juicio o sospecha cuando el caso se presenta, puede ser defecto, y grave defecto.

Líricamente, mucha gente acostumbra sustentar que “esto compete a la autoridad y, como no tengo autoridad, puedo dispensarme de esta tarea ingrata”. Y muchos tontos comentarán para consigo mismos: “¡Qué corazón generoso es este! ¡Cómo le duele ver la maldad del prójimo!” Ciertamente, hay mucha generosidad en dolerse alguno de la perfidia del prójimo. ¿Pero habrá generosidad en cerrar los ojos a la evidencia, para no sentir ese dolor?

Ah, ¡cómo los Santos abrieron y hasta forzaron los ojos a esas dolorosas evidencias! ¡Cómo les cortaba el corazón ver la malicia, la ingratitud, la perfidia, la lascivia de los hombres! ¡Cuántos juicios encontramos en las obras de los santos, juicios severísimos y tremendos, no sólo respecto a uno u otro individuo nominalmente considerado, sino incluso respecto de ciudades, pueblos y países enteros! Los santos se dolían, más que ninguno, de esa realidad. Pero en vez de cerrar estúpidamente los ojos, abrían, por el contrario, los ojos para las miserias de la tierra y el corazón para el Cielo, en magníficos actos de reparación y desagravio a Dios. ¡Cómo está lejos de la conducta de los Santos cierto romanticismo sentimental con que tantas veces nos encontramos en la vida!

Y cómo duele ver que esa estupidez romántica viene predicada en nombre del santo Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo

Cuando él llamó a los fariseos de sepulcros blanqueados, ¿qué hizo sino un juicio? Y cuando aconsejó que tomáramos cuidado con los falsos profetas y los lobos metidos en piel de oveja, ¿qué hizo sino imponernos la sospecha como medio importantísimo para nuestra salvación?

Inocentes como las palomas, astutos como las serpientes

Una víctima de la Revolución Francesa, pasando por bajo la estatua de la libertad, tuvo la exclamación famosa: “¡Oh libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!” ¡Con cuánto derecho podríamos decir por nuestra vez: “¡Oh caridad, cuánta estupidez y cuántos crímenes se han practicado en tu nombre!”

Pero, sobre todo, lo que importa notar es que un observador sagaz no se improvisa. ¿Qué especie de autoridad será quien estuvo de ojos tapados, ininterrumpidamente, durante todo el tiempo en que fue súbdito? ¿No es, por ventura, cuando se es súbdito que se debe adquirir las cualidades de un jefe? A tal punto es esto verdad que todos los ejércitos y todos los engranajes de las empresas comerciales tienen línea fija de promociones. ¿No valdrá esto para nosotros? Ingenuos como niños de pecho hasta el día en que cae sobre los hombros una función de responsabilidad, ¿qué haremos cuando dependa de nosotros la defensa de los más importantes intereses espirituales o temporales, contra los lobos disfrazados de piel de oveja?

Renunciemos decididamente a todo este sentimentalismo. Este sólo sirve para perjudicar a la Iglesia, dando a entender que la descripción que sus adversarios hacen del “carola”, tipo imbécil de un sentimentalismo romántico y estúpido, es producto genuino de su espíritu. Sursum corda. ¡Levantemos el corazón! El sentimentalismo no es bondad. La estupidez no es generosidad. Inocentes como las palomas, ni siquiera por esto dejemos de ser astutos como las serpientes. Es nuestro Señor quien, en términos expresos, nos lo impone. ¿Queremos por ventura ser mejores que Él?

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