Por la cruz se llega a la luz

Publicado el 09/14/2025

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El símbolo por excelencia del cristianismo nos muestra el valor del sufrimiento para la conquista de la verdadera gloria.

14 de septiembre – Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz

El hito histórico de la fiesta que se celebra este domingo se remonta al hallazgo de la verdadera cruz de Cristo en Jerusalén por Santa Elena, madre del emperador Constantino, aproximadamente en el año 320, y a la consagración, en la misma ciudad, de la basílica del Santo Sepulcro el 13 de septiembre del 335. Al día siguiente, el patriarca de Jerusalén presentó las reliquias, por primera vez, a la solemne adoración de los fieles.

No deja de ser curioso que la fiesta esté dedicada a la reliquia y no a aquel que la hace adorable, Nuestro Señor Jesucristo. El hecho es que, por encima de las circunstancias históricas de su descubrimiento, la cruz se ha convertido por varios motivos en uno de los máximos símbolos de la fe católica y pasó a rematar las torres de las iglesias y las espléndidas coronas de los reyes de la cristiandad.

¿Cuál es la razón más profunda de esta afirmación?

En el Antiguo Testamento, el Señor se reveló como creador del universo, el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, el Dios de la zarza ardiente y de las plagas de Egipto, el Dios que exterminó por las manos de Elías a los profetas de Baal. En el Nuevo Testamento, encontramos al mismo Dios, pero hecho hombre para salvarnos: Nuestro Señor Jesucristo, la segunda persona de la Santísima Trinidad encarnada.

La principal diferencia entre ambos testamentos reside precisamente en el sufrimiento por amor a los hombres. Sufrimiento de un Dios humanado que, al no conmover el corazón de los pecadores con manifestaciones portentosas, realiza lo impensable: se hace contingente y se pone en manos de verdugos que, en retribución por los innumerables milagros que ha obrado, lo desprecian, lo llaman endemoniado, lo entregan a las autoridades como malhechor, lo coronan de espinas, lo crucifican, lo atraviesan con una lanza… Y como testigo de todos esos ultrajes quedó la cruz, bañada en su preciosísima sangre, marcada por los agujeros de los clavos y por la inscripción colocada en ella como signo de ignominia: «Jesús, el Nazareno, el rey de los judíos» (Jn 19, 19).

Los padecimientos bien aceptados son, como nos enseña Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP, un sacramental que nos santifica y nos salva: es el peso ligero y suave de la cruz del Señor. Pero también existe otra forma de sufrimiento: el yugo de Satanás.

Si queremos la infelicidad, carguemos nuestras cruces con rebeldía; si preferimos ser felices, hagámoslo con amor y resignación. El Prof. Plinio Corrêa de Oliveira resume con pulcritud esta doble opción: «¿Quieres definir a un hombre? Pregúntale si en el centro de su vida hay una cruz. Pregúntale qué cruz lleva y cómo la lleva; el hombre quedará definido. […] “Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz. Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú” (Mt 26, 39), pidió Nuestro Señor al comienzo de la pasión. Y al final gritó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46). Hasta ahí llegó el sacrificio. Pero después vinieron las glorias de la resurrección. Entonces, la concepción católica de la vida está clara. Lo verdaderamente hermoso es imitar a Nuestro Señor Jesucristo y cargar nuestra cruz hasta el final».

Notas


1 Corrêa de Oliveira, Plinio. Conferencia. São Paulo, 6/10/1984.

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