Por la Santa Iglesia, estoy dispuesto a sufrir

Publicado el 05/03/2025

Para ese varón, derramar su sangre era
el precio para que de un cataclismo
rayara el amanecer de una resurrección.

Hna. Elizabeth Verónica MacDonald

¡Mira, Margaret!». Desde una ventana enrejada de la Torre de Londres, sir Tomás Moro llamaba a su hija para que contemplara la escena: cinco sacerdotes —Juan Haile, párroco secular, Ricardo Reynolds, monje brigidino y renombrado teólogo, y tres priores cartujos, Juan Houghton, Roberto Lawrence y Agustín Webster, ataviados con el blanco hábito de su orden— estaban siendo conducidos a Tyburn, el infame cadalso a pocos kilómetros de distancia y destino final de aquellos que se atrevían a desafiar la voluntad real.   

Aquel 4 de mayo de 1535, por negarse a jurar el Acta de Supremacía por la que el monarca reinante, Enrique VIII, usurpaba el poder del Papa para proclamarse cabeza de la Iglesia de Inglaterra —novedad cismática promulgada en todo el reino—, esos hombres, sometidos a una farsa de juicio y condenados por alta traición, serían ahorcados y descuartizados.

Sin embargo, Tomás Moro no llamaba a Margaret para que asistiera a un espectáculo morboso. En ese momento, el ex canciller de Inglaterra, también encarcelado por haberse negado a separarse de la unidad de la Santa Iglesia, se enfrentaba a los argumentos de su hija que trataba de persuadirlo para que jurara la mencionada Acta de Supremacía. En efecto, la mayoría de los miembros de las clases prominentes se habían hecho de la vista gorda frente a la herejía para salvar su propio pellejo.

Pero sabía muy bien que no serían sus razonamientos de abogado o de apologista los que convencerían a su hija ante la perspectiva del hachazo del verdugo que pronto los separaría, sino el testimonio vivo de un amor más fuerte que la muerte: «¡Mira! ¿No ves cómo esos benditos sacerdotes están yendo ahora tan alegremente a su muerte como los novios a su boda?».

En efecto, aquellos confesores de la fe, avanzando con paso firme y semblante luminoso para iniciar su pasión, proclamaban que la Iglesia es inmortal e indefectible y que la victoria está con los que la defienden.

El líder indiscutible del conjunto —a la manera de un padre— era dom Juan Houghton, de 48 años, prior de la cartuja de la Salutación de la Santísima Madre de Dios, erigida cerca de Londres.

Sería el primero de ese grupo en sufrir el suplicio y, además, el primero desde los tiempos paganos en morir en Inglaterra por ser católico, convirtiéndose en el protomártir de la Revolución protestante en ese país y en digno prototipo de cientos —si no miles— de personas que dieron su vida entre los años 1534 y 1680 en oposición a las fuerzas satánicas que cerraron todos los monasterios, profanaron sus instituciones más sagradas y los consagraron a la herejía por fuerza de la ley.

Un santo surgido del anonimato

Dice un viejo refrán: Cartusia sanctos facit, sed non patefaci —La Cartuja hace santos, pero no los da a conocer. Cuando en 1084, bajo inspiración divina, San Bruno fundó la Gran Cartuja en los picos nevados cerca de Grenoble (Francia), señaló a sus seguidores que el servicio que la orden prestaba a la Santa Iglesia y a la sociedad se llevaría a cabo en la soledad y el anonimato. Así pues, Houghton podría haber pasado casi desapercibido para la posteridad si los protagonistas de lo que los historiadores no dudan en llamar la «devastación»2 de Inglaterra no hubieran llamado a su puerta.

Nacido en Essex, de la pequeña nobleza, estudió Derecho en Cambridge. En torno a los 24 años fue ordenado sacerdote secular; pero antes de cumplir los 30, la búsqueda de una entrega más radical lo llevó a la cartuja de Londres. En el momento en que nuestra narración empieza, además de prior, era visitador de la provincia inglesa de su orden, es decir, la cabeza de nueve florecientes monasterios.

Houghton solía decir que tenía ángeles a su cargo en lugar de hombres, muchos de los cuales eran jóvenes y de noble cuna. En ellos aún vibraba la convicción de que su tierra natal era especial propiedad de la Santísima Virgen, la «dote de María —dos Mariæ», título que se remonta a la consagración de la nación por el rey Ricardo II en 1381.

Veían en Houghton a otro Bruno: celoso en cuanto a los oficios litúrgicos, ejemplo en la ascesis, experto formador, sabio, amante de los libros. Personificaba la dignidad de su cargo, pero si algún religioso se encontraba abatido lo buscaba como amigo y hermano, diciéndole que había abandonado el priorato en su celda. Un monje del monasterio así lo describe: «Era de baja estatura, de porte elegante, de mirada reservada, de modales modestos, de palabras dulces, casto de cuerpo, humilde de corazón, amable y querido por todos».

«Los asuntos urgentes del rey»

A su manera, los denominados «comisionados reales» —Tomás Cromwell y sus compinches— también lo querían.

El malvado soberano se encontraba en un embrollo, llamado eufemísticamente «asuntos urgentes del rey». Buscaba que Roma anulara su matrimonio con Catalina de Aragón —que no le había dado un heredero varón— para poder casarse con la escandalosa Ana Bolena. Sin embargo, como el matrimonio era válido, ni siquiera el Papa podía deshacerlo.

Pero había más. La gente amaba a la virtuosa princesa que había dejado España para hacer de Inglaterra su porvenir: fiel católica, protectora del pueblo, patrona de las universidades, aplaudida siempre que salía a la calle y especialmente apreciada entonces por su constancia en la desgracia. Aquella revuelta, como casi todas, no fue una revuelta que hubiera surgido de la plebe.

Incitado por el orgullo y por la sensualidad, el rey se dedicó a derribar obstáculos. «Nadie podía haber previsto, cuando Enrique VIII conoció a Ana Bolena en 1522, que estaba en juego el destino del mundo durante siglos. A lo largo de mil años o más, reyes que profesaban el cristianismo de boquilla, habían roto sus votos matrimoniales, y algunos murieron en sus pecados; no obstante, nunca un rey había estado dispuesto a rasgar la túnica inconsútil de la Iglesia para convertir en reina a una mujer de esa clase».

El monarca eliminaba así el precioso legado del papa San Gregorio Magno que, en el 596, había enviado cuarenta monjes a cristianizar a esa nación insular. Al nombrar al hereje Tomás Cranmer como nuevo arzobispo de Canterbury, se iniciaba un expolio metódico del país, cuyos ingresos,

Al divorcio de Enrique VIII le siguió un cisma y un reguero de sangre y destrucción allí donde encontrara resistencia «Enrique VIII y Catalina de Aragón ante los legados papales», de Frank Salisbury – Palacio de Westminster, Londres. En la página anterior, San Juan Houghton – Abadía de Belmont, Hereford (Inglaterra)

naturalmente, iban a parar a las arcas reales. Sin embargo, más que una rapiña material, hubo un saqueo de la propia alma de la nación. Proclamándose jefe de la Iglesia de Inglaterra, Enrique continuó imponiendo sus ultimátums heréticos, dejando un reguero de sangre y destrucción dondequiera que encontrara resistencia.

La vida monástica se había arraigado allí profundamente. A mediados del siglo xvi, uno de cada cincuenta hombres adultos había ingresado en la vida religiosa, en los cerca de 900 monasterios diseminados por la verde campiña inglesa. El objetivo de los comisionados reales era oficializar en el ámbito clerical el reconocimiento del nuevo estatus del rey, que acababa de deponer al Papa.

El convento de los solitarios, a las afueras de la ciudad, era el eslabón entre la sociedad y el Cielo, un foco de influencia y de irradiación sobrenatural. Por su importancia, querían atraparlo para el cisma.

Celestial anuncio

A la casa de los cartujos no llegó de boca en boca la noticia de que estaba a punto de desatarse una tormenta, como se relata en los anales del monasterio: «Sucedió que, en el año del Señor de 1533, anticipándose a aquella borrascosa tempestad, un cometa se vio en el aire, extendiendo sus rayos clara y manifiestamente hasta nuestra casa. […] Algo inédito, nunca visto en tiempos pasados. Ese mismo año, nuestro venerable padre prior [Houghton] salió de la iglesia después del segundo nocturno y, al entrar en el cementerio, vio en el aire un globo como de sangre, de gran tamaño, y aterrorizado al verlo, cayó al suelo».5 No esperaría mucho para comprender el significado del celestial anuncio.

En la primavera de 1534 los comisionados llegaron al convento, emplazando al prior a que diera su consentimiento al nuevo «casamiento» del rey. Houghton declaró que no podía entender cómo el matrimonio con la reina Catalina, celebrado según los ritos de la Iglesia, podía ser anulado, respuesta que le costó un mes de prisión, junto con el obispo Humphrey Middlemore, hoy beato.

Hubo gran alegría en el convento cuando, después de negociaciones, ambos fueron liberados. No obstante, como buen capitán, Houghton se dedicó a preparar a sus subordinados. Al cabo de unos meses, tras haber regresado dos veces al rey con las manos vacías, los comisionados volvieron al monasterio con redobladas exigencias. La cuestión ahora no era sólo la «sucesión», sino la «supremacía», es decir, el rechazo de la autoridad papal.

Houghton temía por los suyos más que por sí mismo. Si eran dispersados, ¿perseverarían? Bajo coacciones, ¿resistirían? Encarcelados y torturados, ¿serían fieles hasta la sangre? Reuniéndolos, les propuso un triduo: el primer día estaría dedicado a la confesión sacramental; el segundo, a la reconciliación mutua; en el tercer día se celebraría una misa al Espíritu Santo.

El segundo día, el prior les dijo: «Mis queridísimos padres y hermanos: todo lo que me veis hacer, os ruego que lo hagáis también vosotros».6 Entonces se levantó y, dirigiéndose al más veterano de la casa, de rodillas imploró perdón por todas las faltas que en algún momento hubiera cometido contra él. Recíprocamente, el anciano le pidió su perdón. Entre lágrimas, el prior hizo lo mismo con los demás religiosos, hasta el último hermano lego. Así describe la escena un testigo ocular: «Todos le siguieron, de igual modo, uno tras otro, pidiendo perdón. ¡Oh, cuánto dolor! ¡Qué profusión de lágrimas! […] Desde aquel día, cualquiera que contemplara el semblante de nuestro santo padre —que nunca antes, en ninguna circunstancia, había dado señales de cambio— percibiría cuánto sufría».

Era angustia por el estado cataclísmico de la Santa Iglesia en su amada tierra, la perspectiva de una muerte inminente y la incógnita de cómo la afrontarían todos. En este conmovedor trance, le fue concedida una gracia insigne.

El Espírito Santo, el Consolador

Al final del triduo, durante la misa en honor del Espíritu Santo, «un susurro como de brisa ligera, que sonaba débilmente a los sentidos exteriores, pero muy operante en el interior, fue observado y escuchado por muchos con sus oídos corporales, y sentido y atraído por todos con los oídos del corazón. Ante tan dulce modulación, el venerable prior, abrumado por la plenitud de la iluminación divina y deshecho en lágrimas, fue incapaz durante mucho tiempo de proseguir con la misa. También el convento quedó atónito, oyendo la voz y sintiendo su maravillosa y dulce operación en el corazón».

El hecho recordaba la promesa de Nuestro Señor Jesucristo antes de la Pasión: «Yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito» (Jn 14, 16). Estaban preparados para la tormenta que pronto se desencadenaría.

Una espléndida corona de gloria

Los secuaces del rey, después de imponerle al monasterio durante meses un régimen de encarcelamiento, de atroz vigilancia y de nefastas propuestas, se dieron cuenta de que no podrían conquistar a esos hombres. Había que eliminarlos. Fue entonces cuando, el 4 de mayo de 1535, el futuro mártir Tomás Moro vio desde la ventana de la prisión la escena que lo conmovió: varones que, aunque atados, eran verdaderamente libres.

Estando cerca el momento del martirio, Houghton preparó a los suyos con un triduo, a cuyo término se manifestó el Espíritu Santo Misa al Espíritu Santo en la cartuja de la Salutación de la Santísima Madre de Dios – Convento de Tyburn, Londres

Amarrados a tablones de madera y cruelmente arrastrados por caballos por las calles fangosas de Londres, el santo prior y sus compañeros llegaron a Tyburn con sus cuerpos magullados pero con sus principios intactos. Houghton se dirigió a la multitud, entre la que se mezclaban miembros de la corte real ansiosos por verlo renegar: «Nuestra Santa Madre, la Iglesia, ha decretado lo contrario de lo que el rey y el Parlamento decretaron y, por tanto, antes que desobedecer a la Iglesia, estoy dispuesto a sufrir».

En un gesto de perdón cristiano, abrazó a su verdugo y le pidió permiso para terminar su oración, el salmo 31, que canta: In te, Domine, speravi, non confundar in æternum. A continuación, lo ahorcaron y lo dejaron caer aún vivo. Luego le abrieron el abdomen con un puñal y le arrancaron las entrañas, arrojándolas al fuego. Mientras el sayón se preparaba para sacarle el corazón, exclamó suavemente: «Buen Jesús, ¿qué harás con mi corazón?».

Ese mismo día, los lacayos de Cromwell regresaron al monasterio de Houghton para instar a la capitulación a los monjes, quienes se encontraban tan tranquilos como si el prior aún estuviera entre ellos. Clavaron uno de los brazos del mártir en la puerta del convento, una preciosa reliquia que los religiosos se apresuraron a recoger. En los dramáticos meses que se siguieron, otros quince cartujos del mismo cenobio sufrieron interrogatorios, prisión, torturas y el martirio.

El martirio de San Juan Houghton y sus compañeros fue de naturaleza atroz. Pero al subir con serenidad al cadalso, se reveló como parte del grupo de almas llamadas a sufrir para obtener la victoria de la Santa Iglesia Martirio de los cartujos de Inglaterra – Cartuja de Valldemossa (España)

Durante este período, un monje que había muerto por causas naturales se le apareció a otro y le dijo: «Estoy bien, estoy en la gloria celestial, […] pero en una gloria mucho menor e inferior que la de nuestros padres que sufrieron, pues ellos gozan de gran gloria, coronados con la palma del martirio. Y nuestro padre prior tiene una corona más espléndida que los demás».

¿Una futura resurrección para la fe?

Afirma un historiador: «El asesinato de Houghton fue de una naturaleza singularmente atroz. Su historia es una viva demostración de los extremos a los que Enrique y Cromwell estaban dispuestos a llegar, y de las profundidades a las que estaban dispuestos a descender, para doblegar la voluntad de Inglaterra».

A pesar de su actual desfiguración, aún flota sobre Inglaterra «un perfume de ángeles que por allí han pasado», decía el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira. El sacrificio de una multitud de hombres y mujeres de toda condición, que derramaron su sangre por la fe durante la Revolución protestante, permanece como ofrenda de «aroma agradable» (Gén 8, 21).

Hoy, junto al lugar del antiguo patíbulo de Tyburn, hay un convento de contemplativas benedictinas, cuya vida de perpetua adoración eucarística está dedicada a honrar a esos mártires e impetrar la conversión del país. No faltan palabras de santos que anuncian que eso sucederá, como las relatadas por el arzobispo de Birmingham, William Bernard Ullathorne, a propósito de su visita a San Juan María Vianney en 1854. Tras escuchar atentamente al prelado contar las dificultades sufridas por los católicos de la nación anglicana, el Cura de Ars le dijo «con una voz tan firme y segura como si estuviera haciendo un acto de fe: “Mais, monseigneur, je crois que l’Église d’Angleterre retournera à son ancien splendeur [ Pero, m onseñor, c reo q ue la Iglesia de Inglaterra volverá a su antiguo esplendor]”».

Tal punto de inflexión se producirá según la libre misericordia de Dios y de María Santísima, pero, por voluntad divina, sopesa la cooperación de los justos. Hay almas llamadas a sufrir de manera especial para obtener las gracias necesarias para el cumplimiento del designio de Dios sobre la humanidad. Y San Juan Houghton se reveló como parte de ese grupo de almas sufridoras y confiantes en la victoria final de la Santa Iglesia al subir serenamente al cadalso y abrazar a su verdugo.

1 Cf. Hendricks, ocart, Lawrence. The London Charterhouse. Its Monks and Its Martyrs. London: Kegan Paul Trench, 1889, pp. 150-151.

2 Cobbett, William. A History of the Protestant Reformation in England and Ireland. 2.ª ed. New York: Benziger Brothers, 1905, p. 21.

3 Brennan, Malcolm. Martyrs of the English Reformation. Saint Marys (KS): Angelus, 1996, p. 5.

4 Walsh, William Thomas. Philip II. Charlotte: TAN, 1987, p. 36.

5 Chauncy, ocart, Maurice. The History of the Sufferings of Eighteen Carthusians in England. London: Burns & Oates, 1890, p. 44.

6 Idem, p. 50.

7 Idem, pp. 50-51.

8 Idem, p. 51.

9 Meyer, G. J. The Tudors. New York: Delacorte, 2010, p. 216.

10 Hendricks, op. cit., p. 154.

11 Chauncy, op. cit., p. 74.

12 Meyer, op. cit., pp. 209-210.

13 Corrêa de Oliveira, Plinio. «Perfume de Anjos que passaram…». In: Dr. Plinio. São Paulo. Año I. N.º 9 (dic, 1998), p. 35.

14 Ullathorne, osb, William Bernard. Letters. London: Burns & Oates, 1892, pp. 52-53.  

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