
Detalle de «La lectura de la Biblia», de Elisabeth Baumann – Colección privada
¿Qué perseguimos cuando escuchamos una conferencia, asistimos a una obra de teatro, leemos un libro o, en definitiva, entramos en contacto con cualquier tipo texto? En la primera parte de Este es el libro de los mandamientos de Dios, una de sus primeras clases, Santo Tomás explicita lo que todos buscamos en un buen orador o en una buena lectura: enseñanza para la ignorancia, deleite para el tedio y conmoción, o estímulo, para la torpeza.
Estos tres beneficios se encuentran de manera eminente en la Sagrada Escritura. El Doctor Angélico expone que la Sacra Pagina —como los medievales llamaban a la Biblia— enseña firmemente por la verdad eterna de sus palabras, deleita por su utilidad y convence con eficacia por la fuerza de su autoridad.
En nuestro siglo, cuando el torbellino de doctrinas vacías provoca la extraña sensación de que todo es caos, mentira e ilusión, ¿Dónde hallaremos la enseñanza segura que sacia el deseo natural del hombre por la verdad, sino en aquella «ley que subsiste eternamente» (Bar 4, 1)?
El Aquinate señala que el carácter eterno de la doctrina de las Escrituras proviene de la autoridad divina que la promulgó: «El Señor de los ejércitos lo ha decretado, y ¿Quién podrá invalidarlo?» (Is 14, 27). En efecto, «no es Dios un hombre, para mentir, ni hijo de hombre, para volverse atrás» (Núm 23, 19). Y decía de sí mismo: «Yo, el Señor, no he cambiado» (Mal 3, 6).
La Palabra de Dios también mueve la voluntad por su necesidad. Cuando menciona la conmoción, Santo Tomás no se refiere a un mero estremecimiento interior y sentimental, sino a un incentivo para actuar de manera virtuosa: «con-mover». De hecho, el hombre será juzgado según sus acciones en esta vida. ¿Cómo actuar con rectitud y santidad si no es guiados por la luz divina e impulsados por la caridad? Así pues, la verdad contenida en las Escrituras, alimentando la fe y el amor, nos empuja a las buenas obras, sin las cuales nadie se salvará.
La Biblia, por lo tanto, posee una autoridad que convence a quien entra en contacto con ella. Esa autoridad se muestra eficaz por tres motivos: primero, por su origen, que es Dios; segundo, por la necesidad de creer, ya que así lo manda Cristo; tercero, por la uniformidad de su enseñanza.
Además de instruir con seguridad la inteligencia y robustecer la voluntad, la Sacra Pagina también deleita y atrae por su utilidad: «Yo soy el Señor, tu Dios, el que te instruye para tu provecho» (Is 48, 17). Útil es cualquier bien que nos ayude a alcanzar otro mayor. En este sentido, la proficuidad de la Sagrada Escritura se revela máxima y universal, porque nos conduce al mejor de todos los bienes: «Los que la guardan alcanzarán la vida» (Bar 4, 1).
¿Qué vida es ésa? Según el Aquinate, se divide en tres: la vida de la gracia, por la cual participamos —¡ya en esta tierra!— de la propia vida divina; la de la justicia, que consiste en buenas obras —imposibles de practicar sin auxilio celestial—; y la de la gloria, en la cual veremos a Dios tal como es.
En resumen, las Escrituras, junto con la Sagrada Tradición, constituyen el «mapa» que Dios les ha dado a los hombres para que encuentren el camino que anticipa y conduce a la patria celestial: «El que se concentra en una ley perfecta, la de la libertad, y permanece en ella, no como oyente olvidadizo, sino poniéndola en práctica, ese será dichoso al practicarla» (Sant 1, 25).