
Desde que era pequeña siempre he oído que pasar por debajo de una escalera o barrer los pies de alguien da mala suerte, que comer lentejas en Año Nuevo trae prosperidad, que para encontrar un objeto perdido hay que dar tres saltitos a San Longinos, y otras cosas por el estilo. Pero una amiga me dijo que está mal creer en eso. Entonces me gustaría saber si la superstición es realmente un pecado.
María Aparecida Ferreira – Maceió (Brasil)
Sí, la superstición es un pecado contra el primer mandamiento de la ley divina, como nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica (cf. CCE 2110-2111), el cual también explica que se trata de una desviación del sentimiento religioso y de las prácticas que éste impone, desviación que puede perjudicar el culto que damos al verdadero Dios.
En efecto, según Santo Tomás de Aquino (cf. Suma Teológica. II-II, q. 92, a. 1), la superstición es un vicio que se opone, por exceso, a la virtud moral de la religión, porque lleva al hombre a rendir culto divino del modo que no debe o a quien no debe —es decir, a simples criaturas—, atribuyéndole a un objeto o gesto una virtud sobrenatural que no poseen. Esto es lo que ocurre en los ejemplos propuestos en la pregunta y en tantos otros que conocemos.
En lugar de depositar nuestra esperanza en prácticas carentes de cualquier fundamento, incluso racional, crezcamos en la confianza en Dios y en la protección de la Santísima Virgen, de los ángeles y de los santos. Los católicos sabemos lo que agrada a nuestro Padre celestial: huir de las ocasiones de pecado, frecuentar los sacramentos, rezar… Éstas, sin duda, son acciones que pueden proporcionarnos la verdadera felicidad en esta tierra y, sobre todo, la gloria eterna en el Cielo.
A veces he llegado tarde a la misa dominical y siempre me quedo con la duda de si habré cumplido el precepto o no… ¿Podría, por favor, aclarármelo?
Luigi Marino – Ribeirão Preto (Brasil)
En nuestra vida tenemos muchos preceptos, algunos más fáciles de cumplir, otros más difíciles. También tenemos necesidades que tratamos de atender con alegría y satisfacción como, por ejemplo, comer, beber, pasear, dormir, irnos de vacaciones…
Ahora bien, ¿qué pasa con nuestro encuentro semanal con Dios? Este gran precepto constituye, igualmente, una inmensa necesidad. ¿No es cierto?
En primer lugar, cabe recordar que, «el domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la misa» (CIC, can. 1247); y que «cumple el precepto de participar en la misa quien asiste a ella, dondequiera que se celebre en un rito católico, tanto el día de la fiesta como el día anterior por la tarde» (CIC, can. 1248 § 1).
En cuanto a llegar atrasado a misa, ya desde tiempos antiguos los moralistas enseñan que el cumplimiento del precepto de oír misa entera los domingos y festivos prevé la presencia física de la persona, desde el principio hasta el final.
Sin embargo, cuando sin culpa el fiel llega tarde a misa o incluso si no puede asistir, no comete ninguna falta. Por ejemplo, cuando la causa del retraso ha sido, o bien un accidente de tráfico, o bien la necesidad de prestar asistencia a un enfermo que requiere cuidados continuos, o bien el trabajo necesario para su legítimo sustento, en definitiva, un motivo que no sea fruto de caprichos personales, sino de un factor externo grave e independiente de la propia voluntad.
Para los que quieran hacer un buen examen de conciencia al respecto, les resultará de mucha utilidad el siguiente razonamiento. Si llegamos tarde al trabajo, nos lo descontarán de nuestro sueldo y si rendimos poco recibimos poco; por otro lado, si nos comunican que al final del mes recibiremos un fabuloso premio, en el caso de que seamos eximios cumplidores de los horarios, nos desviviremos para no llegar tarde nunca. Entonces, tratándose de alcanzar el Cielo, ¿vale o no vale la pena hacer cualquier esfuerzo para ser siempre puntuales?