Cuando pecamos, concretamente por carnalidad, ¿entra un ángel malo en la tentación, que nos incita pensamientos para ello?
Héctor Caro Nieto – Vía correo electrónico
Esta pregunta se la hicieron una vez, casi con las mismas palabras, a Mons. João durante una de sus clases de catecismo. Y nuestro fundador respondió lo siguiente: en principio, una tentación puede provenir exclusivamente de la concupiscencia de la carne, es decir, de la naturaleza humana caída por el pecado. Pero añadió, manifestando su acuerdo con esta tesis, que muchos maestros de la vida espiritual afirman que en todas las tentaciones entra la acción del demonio.
Ahora bien, esta postura está perfectamente respaldada por la doctrina católica, como podemos ver en el Catecismo: «Por el pecado de los primeros padres, el diablo adquirió un cierto dominio sobre el hombre, aunque éste permanezca libre. El pecado original entraña “la servidumbre bajo el poder del que poseía el imperio de la muerte, es decir, del diablo”» (CCE 407).
Por lo tanto, la lucha contra la tentación será siempre un enfrentamiento con el demonio: «A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas […]. Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien» (Concilio Vaticano II. Gaudium et spes, n.º 37).
Pero no debemos olvidar que sin el auxilio de la gracia de Dios es imposible practicar la castidad. Para ello, es necesario rezar y frecuentar los sacramentos. Con palabras incomparables, San Agustín lo expresó así: «Creía que la continencia se conseguía con las propias fuerzas, las cuales echaba de menos en mí. […] Ciertamente tú me lo darías si llamase a tus oídos con gemidos interiores y con toda confianza arrojase en ti mi cuidado» (Confesiones. L. VI, c. 11, n.º 20).








