Presencia regia y victoriosa del Divino Infante

Publicado el 12/23/2023

¡Cómo el mundo actual es semejante al mundo en que vivían los hombres en vísperas del Nacimiento de Jesús! Todo parecía desmoronarse, sin embargo, las almas dispersas por toda la Tierra esperaban una restauración. ¿No vendrá para nosotros también un acontecimiento que nos libre de todo el horror en el que nos encontramos?

Plinio Corrêa de Oliveira

¡Un niño está a punto de nacer en Belén! ¿Qué decir de este acontecimiento?

Cuando el Verbo se encarnó y habitó entre nosotros, ¿cuál era la situación de la humanidad? Indiscutiblemente muy parecida con la de nuestros días.

En un mundo pagano algunas almas esperaban restauración

A pesar del pecado de Adán y Eva, hubo una especie de inocencia patriarcal de las primeras edades de la humanidad, que fue dejando vestigios cada vez más escasos a lo largo de la historia. Y una u otra persona de aquí y de allá reflejaba aún esta rectitud primitiva. Hombres dispersos que no se conocían, porque no tenían contacto entre sí y, en consecuencia, no formaban un todo, sino que anhelaban y pensaban con nostalgia en un pasado tan lejano que ni siquiera alcanzaban a tener de él un conocimiento sombrío; miraban el estado de la humanidad de su tiempo presentando una terrible decadencia, confirmada por lo más poderoso y lleno de vitalidad que había: el Imperio Romano.

Era la quintaesencia, el último y más elevado producto del progreso. Pero no duró mucho, porque cayó debido a su libertinaje. Así le tocó un fin sin gloria, de ser aniquilado por los bárbaros, aquellos a quienes los propios romanos despreciaban y consideraban sus esclavos. Estos tomarían cuenta de ellos.

Este poderoso Imperio dominaba un mundo podrido. Y si era tan fácil subyugarlo, era en gran parte porque estaba poco sano. Devorando el mundo, el Imperio se tragó la podredumbre; y tragándose la conquista, ésta mató al conquistador. Todos los vicios de Oriente fluyeron como cascadas hacia Roma y la ocuparon. Así, transformada en una cloaca, en una alcantarilla, a su vez, propagó por todas partes –multiplicada y aumentada– esa corrupción.

Sin embargo, algunas almas oprimidas por esta situación sintieron que algo estaba a punto de suceder y entendieron que, o el mundo se acabaría, o la Providencia de Dios intervendría. Estas almas tuvieron su desventura y su angustia llevadas a su máximo grando en la víspera de Navidad. Se vivía el fin de una era en sus estertores, pero en la apariencia de paz, y nadie tenía idea de cuál podría ser la salida.

He aquí que, en esa víspera de Navidad, tan terriblemente opresiva para todos, en Belén, en una gruta, había una pareja que poseía una castidad intachable, y la Virgen Esposa, sin embargo, sería Madre. Y en esta gruta, en determinado momento, mientras se oraba en profundo recogimiento, ¡el Niño Jesús entró a la tierra!

Auténtica Adoración

Los pastores, que recordaban la rectitud antigua, viendo aparecer a los ángeles cantando y anunciándoles la primera noticia: “¡Gloria a Dios en lo más alto de los cielos y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!”, quedaron encantados y se dirigieron hacia el pesebre, llevando sus regalitos al Niño Jesús. Fue el primer acto magnífico de adoración, que bien podríamos llamar el “acto de adoración de la tradición”.

Ellos representaban la tradición de la rectitud pastoril, de aquellos ambientes de vida pura, perdidos en medio del mundo depravado y cuidando pequeños animales. Pastores que, llevando una vida honesta al margen de la podredumbre de esa civilización, les fue anunciado por primera vez el gran hecho: “Puer natus est nobis, et filius datus est nobis” (Is 9, 5): “¡Un Niño ha nacido para nosotros, un Hijo nos ha sido dado!”

Poco después, en el otro extremo de la escala social, llegó también una caravana, fue otra maravilla. Una estrella peregrina en el horizonte… y desde las profundidades de los misterios pútridos del Oriente, hombres sabios, magos, ciñendo la corona real, se desplazan desde sus respectivos reinos.

Imaginemos que, en un momento determinado, estos grandes monarcas se encontraron y se veneraron mutuamente. Sin duda, cada uno les contó a los demás de dónde venía, y los tres quedaron encantados de ver que los había aliado la misma convicción, la misma esperanza y el llamado a recorrer el mismo itinerario. Finalmente, llegaron juntos a la gruta llevando tres magnificencias de sus respectivos países: oro, incienso y mirra, y rindieron otra adoración al Niño Jesús. Allí ya no era la tradición de los más humildes, sino la de los más eminentes.

La tradición tiene esto interesante, de tal manera es hecha para todos, que tiene su propia forma de residir en todos los estratos sociales. En la burguesía se manifiesta simplemente en la estabilidad. En la nobleza, por continuidad en la gloria; mientras en la plebe, por la continuidad en la inocencia. Ahora estos reyes, ápice de la nobleza de sus respectivos países, trajeron consigo junto a la dignidad real otro alto honor: el de ser magos. Eran hombres sabios, habían estudiado con espíritu de sabiduría, pues en el momento en que recibieron el mandato: “Id a Belén, y allí tendréis vuestras esperanzas realizadas”, sus espíritus estaban preparados por todo lo que conocían y habían estudiado en el pasado.

Pronto estalla la persecución

Inmediatamente, se desató la persecución. En mi opinión, no sería razonable, en estas circunstancias, que meditemos sobre la Navidad sin tener en cuenta la matanza de los inocentes; esa tragedia que acompaña tan de cerca la paz celestial, la serenidad magnífica y toda llena de sobrenatural, del “Stille Nacht, Heilige Nacht”. Esta cruel matanza tiñó de sangre la tierra que más tarde se convertiría en sagrada, porque ese Niño derramaría allí su Sangre Sacrosanta. Apenas se manifestó, la espada asesina de los poderosos se movió contra Él. En el momento en que estas maravillas se afirman, el odio de los malvados se eleva contra ellas como un tropel.

La matanza de inocentes a menudo se considera por un lado humanitario. No hay duda de que esta reflexión tiene alguna cabida, porque eran niños inocentes y fueron exterminados, cobardemente asesinados. Pero esta apreciación justa y compasiva empaña, en el espíritu moderno y naturalista, la consideración más importante: aquella masacre fue el presagio del deicidio, pues habiendo recibido la información de que el Mesías nacería allí, el rey de los judíos tenía la intención de matarlo, ¡y por eso mandó asesinar a todos los niños!

Aunque no eran plenamente conscientes de que era Dios-Hombre, de una u otra manera, la intención era alcanzar, si no a Dios, por lo menos a su enviado. De ahí una serie de otros hechos, y la Historia Sagrada se desarrolla ante nosotros.

Ayer y hoy el mundo agoniza

¡Cómo es parecida nuestra vida con la de los hombres que vivieron en vísperas del “Puer natus est nobis, et filius datus est nobis!” El mundo de hoy agoniza como lo hacía en vísperas del nacimiento de Nuestro Señor. Todo es desconcertante, locura y delirio. Todos buscan aquello que cada vez más huye de ellos, como el bienestar, la vida tranquila, el gozo infame, las treinta monedas con las que cada uno vende al Divino Maestro, que a su vez implora la defensa y el entusiasmo de aquellos que Él redimió.

Es muy probable que en estas condiciones exista algún hombre, por la inmensidad de la tierra, que esté gimiendo al presenciar el mundo caer a pedazos; es la debacle de la cristiandad o –qué dolor– la terrible crisis en la Santa Iglesia inmortal, fundada y asistida por Nuestro Señor Jesucristo, de tal manera en declive que, si no supiéramos que es inmortal, nos inclinaríamos a decir que está muerta.

Me pregunto: ¿no vendrá para nosotros un acontecimiento enorme, quizás uno de los más grandes de la historia –aunque infinitamente pequeño en comparación con la Santa Navidad– que nos liberte también de todo el horror en el que nos encontramos?

¿Qué dar y pedir al Niño Jesús?

Al pie del pesebre, si Dios quiere, celebraremos la Santa Navidad, y debemos llevar nuestros regalos al Niño Dios como lo hicieron los Reyes Magos y los pastores. Sin embargo, ¿qué darle? ¡El mejor regalo que Él quiere de nosotros es nuestra propia alma, nuestro corazón! El Divino Niño no desea otra ofrenda de nosotros que esta.

Alguien dirá: “¡Qué regalo insignificante, entregarme yo mismo a Él!” ¡No es verdad! Si Jesús nos recibe en sus manos divinas, nos convertirá en vino como el agua en las bodas de Caná y seremos otros. Digámosle: “¡Señor, transfórmanos! Asperges me hyssopo et mundabor: lavabis me, et super nivem dealbabor. Señor, aspérjeme con hisopo y quedaré limpio; ¡Lávame y quedaré más blanco que la propia nieve! (Sal 51:7). Tu obsequio, Señor, es la criatura que te pide: ¡aspérjeme, purifícame!”

Ahora, esta dádiva debemos ofrecerla por intercesión de Nuestra Señora, porque ¿cómo podemos ofrecer algo como nuestra persona, sino a través de Ella? Y si hacemos todo por su intermedio, ¿por qué no pedir a Nuestro Señor un regalo también a través de su Madre? Sin duda, el don fundamental que debemos implorar es este: “¡Señor, transforma el mundo! O, si no hay otra manera, ¡acorta los días, cumpliendo las promesas y amenazas de Fátima! Que perseveren al menos los que aún perseveran, Señor, ten piedad de ellos, abreviad los días de aflicción y haced venir cuanto antes el Reino de vuestra Madre”.

Mientras cantemos el “Stille Nacht, Heilige Nacht y los otros cantos sagrados de la Navidad, debemos tener muy en cuenta lo siguiente: es muy bello y muy bueno para recordar todo el hecho de que hubo hace dos mil años, especialmente porque tenemos la convicción de que Nuestro Señor continúa presente en su Santa Iglesia y en la Sagrada Eucaristía, y su Madre nos ayuda desde el Cielo.

¡En la Tierra, sin embargo, es necesario pedir una presencia majestuosa y victoriosa del Divino Niño! Incluso podemos dar a esta petición otra formulación: “Señor recién nacido, que descansáis en los brazos de vuestra Madre como en el trono más espléndido que jamás hubo ni habrá para un rey en la tierra, te suplicamos: dignaos humillar, rebajar, castigar, quitar la influencia, el prestigio, la cantidad y la capacidad de hacer el mal, a los enemigos de la Santa Iglesia Apostólica Católica Romana, comenzando por los peores; ¡Y estos no son los externos, sino los internos!” En resumen, pidamos la más primorosa forma de victoria de Nuestro Señor: ¡el aplastamiento de sus adversarios y la victoria de su Santísima Madre!

Recuerdos de las Nochebuenas

Los recuerdos de las navidades de mi infancia fijados en mi memoria se fusionaron en una sola Navidad. Todos ellos se repetían con mucho encanto y placer para mí, sin dejar de hallarlos siempre nuevos. Podría tratar de describir las impresiones sucesivas de cómo se celebraba la Navidad en la iglesia y en mi casa.

La Navidad en la iglesia se celebraba con una misa, que no era la del Gallo. En ella se adoraba a Nuestro Señor en cuanto recién nacido en Belén, y luego se hacía una reflexión del pesebre. Finalmente, el sacerdote impartía la bendición.

Tenía una doble impresión de la Navidad. Por un lado, llegaba frente al pesebre y me conmovía mucho, me emocionaba, porque me parecía que, de ahí realmente, emanaba paz y tranquilidad. Al ver al Niño acostado con los brazos abiertos, tenía la sensación de que estaban abiertos para mí y para todos los que lo adorasen. Brazos acogedores y afables, llenos de simpatía y perdón.

Así me henchía de aquella alegría de la Navidad, toda intensa y sobrenatural, pero al mismo tiempo cargada de tristeza. ¿Por qué?

Tomemos, por ejemplo, la imagen del Sagrado Corazón de Jesús que se encuentra en una de las capillas laterales de la iglesia dedicada a Él, en la ciudad de São Paulo. Esta imagen es muy bondadosa y vemos a Nuestro Señor inmerso en la felicidad celestial, pero señala su Corazón con un gesto de tristeza, como repitiendo las palabras pronunciadas a Santa Margarita María Alacoque: “Aquí está el Corazón que amó tanto a los hombres y por ellos fue tan poco amado”. Por lo tanto, la devoción al Sagrado Corazón de Jesús tiene esta nota reparadora, en la que debemos mitigar su sufrimiento por los pecados de los hombres.

Entonces, esta serenidad en el dolor, misteriosamente unida a la alegría navideña, tenía para mí un sabor especial, que no podía explicar, pero me parecía que la alegría perdería gran parte de su razón de ser si el dolor no estuviera allí presente. Era, de hecho, el júbilo navideño, pero en cierta forma que la Navidad no presenta al primer momento, es decir, la alegría de la resignación para lo que vendría en el futuro, aceptado con bondad y con apertura de alma hacia el dolor.

Así como el Divino Redentor sufrió, todos los hombres sufrirán. Así que ese muchacho que estaba festejando la Navidad también sufriría. Pero cuando llegase la hora del dolor, ya debería haber conquistado una cierta serenidad tranquila, augusta y llena de paz, que le haría tener alegría dentro del propio dolor.

Este fue el mensaje de Navidad que quedó tan claro, en su sentido religioso, en la Misa del día celebrada en la iglesia. En la víspera de Navidad no había la misma intensidad. El sentido religioso era claro, pues la fiesta se celebraba en un ambiente temporal. En la familia, célula de la sociedad, se vive el placer lícito de las cosas temporales inocentes, de la buena diversión, de los niños contentos por los dones recibidos de Dios; pequeños que aún no han comenzado la batalla contra el pecado y se complacen por estar vivos y existir en el mundo.

Es la alegría que tendría una mariposa o un pajarito, si pudieran pensar, sintiendo su propio vuelo de fruta en fruta o de flor en flor, bajo el sol. Una alegría muy buena, sin duda, que hace que el alma sienta todos los placeres de la virtud, porque el verdadero placer no viene del pecado. Así, cuando llegue roncando la tentación, gruñendo y sacudiendo el sonajero, el alma humana entenderá que es una mentira del diablo, porque lo que parece placer es en realidad tristeza.

Presento así algunos recuerdos de la víspera de Navidad.

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