Editorial
En la coyuntura en que se encuentran la Santa Iglesia y el mundo, la conmemoración de los 700 años de la canonización de Santo Tomás de Aquino, hace dos años, nos invita a meditar en estas palabras del Dr. Plinio, cuya enseñanza se hace aún más actual hoy de que cuando fueron escritas.
Muchos católicos presumen tener sentido católico solamente porque estudiaron de modo superficial la doctrina de la Iglesia de tal manera que, suponiendo conocerla y profesarla integralmente, en una multitud de circunstancias, actúan, sienten y piensan como paganos.
Cómo es lamentable que en cuestiones candentes ciertos católicos sean tan ciegos que, incapaces de raciocinar saludablemente y con seguridad tomando por base los principios de su fe, sientan una atracción casi invencible por el error, al que abrazan con ardor y avidez.
¡Cuán lamentable es el hecho de que, continuamente, almas católicas asimilen ideas erradas, manifestando mucha más propensión por el error que por la verdad, por el mal que por el bien! ¡Y cuán doloroso es verlas arbolarse arrogantemente en guías de masas, ciegos que conducen otros ciegos al abismo!
Santo Tomás de Aquino fue un gran lucero puesto por Dios en su Iglesia, a fin de aclarar, confortar y animar las almas de todos los tiempos para que resistieran más gallardamente a las envestidas de la herejía. Enfrentando con su vigorosa inteligencia y su ardiente piedad todos los problemas que en su tiempo estaban franqueados a la investigación de la mente humana, exploró las más áridas, oscuras y traicioneras regiones del conocimiento, con una simplicidad, una claridad y una energía verdaderamente sobrenaturales.
Su doctrina se conservó siempre tan pura que la Santa Iglesia la señala como fuente indispensable de toda la vida intelectual auténticamente católica. ¡Su sentido católico fue prodigioso!
Todos sabemos cómo nuestro deber es amar la pureza y cuál la magnífica promesa con que la galardonó el Señor en el Sermón de las Bienaventuranzas.
Sin embargo, si hay una pureza que, según nuestro estado, debemos conservar íntegra en nuestro cuerpo y en nuestro corazón, existe también una pureza virginal de la inteligencia que precisamos cultivar cuidadosamente y que, sin duda, agrada de un modo inconmensurable a Nuestro Señor.
Es la pureza de la inteligencia genuinamente católica, templo vivo e inmaculado del Espíritu Santo, que nunca sintió atracción ni dio apoyo a cualquier doctrina herética; que detesta la herejía con el vigor indignado con el cual las almas puras detestan la lujuria, y que se preserva de toda y cualquier adhesión a un pensamiento extraño al de la Iglesia, con el mismo cuidado con que las almas castas saben mantener lejos de sí todas las impresiones impuras.
Nuestro Señor dijo que Él es la viña y nosotros los sarmientos. Cuanto más unidos estemos a la viña, mayor será la savia que tendremos. Lo mismo se puede decir en relación con la Santa Iglesia: ella es la viña y nosotros los sarmientos; y cuanto más estemos unidos a ella, más presente en nosotros estará la savia.
Ahora bien, permanecemos unidos a la Iglesia en la medida en que a ella esté vinculado nuestro pensar; y tanto más intensa será nuestra vida espiritual, cuanto más completo sea nuestro sentido católico.
Que haciendo memoria del gran Doctor nuestro sentido católico encuentre el apoyo de gracias siempre más vigorosas, y que esas gracias reciban de nuestra voluntad una cooperación siempre más entusiasta.
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* Cf. O Legionário n. 391 del 10/3/1940 y n. 471 de 21/9/1941