Si queremos que nuestros actos de amor, alabanza, acción de gracias y reparación lleguen al trono de Dios, debemos depositarlos en las manos de María.
Plinio Corrêa de Oliveira
La piedad verdadera tiene por objeto dar gloria a Dios y conducir al hombre a la virtud. Para una y otra finalidad, la devoción al Corazón Inmaculado de María es un verdadero don de la Providencia a este nuestro pobre y dilacerado siglo
Nuestra Señora es la Medianera de todas las gracias. Querer rezar sin su intercesión es lo mismo que pretender volar sin alas. Si queremos que nuestros actos de amor, alabanza, acción de gracias y reparación lleguen al trono de Dios, debemos depositarlos en las manos de María.
Prescindir de Nuestra Señora para llegar a Jesucristo, bajo el pretexto de que ella constituye una barrera entre nosotros y su Divino Hijo, es tan tonto cuanto pretender analizar los astros sin telescopio por imaginar que el cristal de los lentes constituye una barrera entre ellos y nosotros. Tal persona no haría astronomía, sino tonterías. Lo mismo se diga cuanto al papel de María en nuestra santificación. Pretender tener vida de piedad sin su auxilio es como hacer astronomía sin la ayuda de lentes.
No son pocos los católicos que, verificando la inmensa desproporción existente entre la debilidad humana y la dureza de la lucha impuesta por la preservación de la virtud, se dejan arrastrar a una moral minimalista, llena de transacciones con el espíritu del siglo, alegando la flaqueza moral del hombre contemporáneo y las mil dificultades que la civilización moderna crea para la práctica de la virtud.
De una cosa, entre tanto, se olvidan: por más frágil que sea el hombre, la gracia de Dios es invencible. “Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Fl 4, 13), escribió San Pablo. Con el auxilio de Dios, niños, doncellas, ancianos enfrentaban en el Coliseo los más terribles tormentos. ¿Será posible que el católico de nuestros días no pueda enfrentar los peligros de la actual civilización?
Para dilatar las fronteras de la Santa Iglesia por todo el universo, no se trata de aflojar la invencible doctrina de Jesucristo. Sepamos vivir la vida de la gracia con la plena correspondencia de nuestro libre arbitrio. Procuremos la gracia en las fuentes de donde realmente sale con ímpetu, y con el auxilio de ella hagámonos fuertes para todas las austeridades que el Espíritu Santo nos exige. Entre esas fuentes está, sin duda, en lugar muy relevante, la devoción al Corazón Inmaculado de María.
En la Sagrada Escritura encontramos esta frase: “He dejado delante de ti una puerta abierta que nadie puede cerrar, porque, aun teniendo poca fuerza, has guardado mi palabra y no has renegado de mi nombre” (Ap 3,8). Esta puerta abierta para la flaqueza del hombre contemporáneo es el Corazón Inmaculado de María. En efecto, nada nos puede dar mayor confianza, esperanza más fundada, estímulo más seguro, que la convicción de que en todas nuestras miserias y caídas no tenemos apenas la infinita santidad de Dios mirándonos con rigor de Juez, sino también el Corazón lleno de ternura, compasión y misericordia de nuestra Madre Celestial. Omnipotencia Suplicante, ella nos obtendrá todo cuanto nuestra flaqueza pide para la gran tarea de nuestra elevación moral. Con este Corazón, todos los terrores se disipan, los desánimos se evaporan, las incertidumbres se deshacen. El Corazón Inmaculado de María es la Puerta del cielo abierta de par en par a los hombres de nuestro tiempo, tan extremamente flacos. Y esta puerta nadie la podrá cerrar; ni el demonio, ni el mundo, ni la carne.
Apareciendo en Fátima, la Santísima Virgen dijo a los pastorcitos que una intensa devoción a su Corazón Inmaculado sería el medio de salvación del mundo. El día en que tengamos legiones de personas verdaderamente devotas del Corazón Inmaculado de María, el Corazón de Jesús reinará sobre el mundo entero.
En efecto, estas dos devociones no se pueden separar. La devoción a María causa como fruto necesario el amor sin reservas a Jesucristo. Así, en el día en que el mundo entero se vuelva a Jesús por María, estará salvo.
Por lo tanto, para todas las almas apostólicas es de primordial importancia el culto al Inmaculado Corazón de María.