
Al Dr. Plinio le gustaría no solo reclinar su cabeza sobre el Corazón de María, sino poder establecer ahí dentro su morada para que, iluminado por esa luz, virginizado por esa pureza e inflamado por las llamas de esa caridad, todo lo que dijera fueran palabras de luz y fuego que broten de la abundancia de este Corazón inefable.
Plinio Corrêa de Oliveira
“¡Corazón de María, esperanza mía!” fue el lema del famoso Juan Sobieski, Rey de Polonia, que en los difíciles trances de su vida y de su reinado conseguiría del Inmaculado Corazón de María aliento y valor para las dificultades. Con este grito de guerra, “Cor Mariæ, spes mea”, que al vibrar en su alma e inebriar su corazón, se lanzó temerario contra los turcos en 1683, y poco después libertaba heroicamente la ciudad de Viena del fuerte asedio musulmán.
Grito de guerra para una Cruzada invencible
“¡Corazón de María, esperanza nuestra!” es el grito de guerra con el que desde un rincón a otro de la Tierra tenemos que convocar a todas las almas de buena voluntad para que, en una Cruzada invencible, bajo el auspicio de la Reina del Cielo, marchemos a la ruda tarea de liberar finalmente a la pobre humanidad de los terribles asedios de hierro con que la maldad y la locura intentan aniquilarla. ¡Es a través del Corazón de María que haremos triunfar el Corazón de Jesús!
León XIII señalaba al Corazón Santísimo de Jesús como la gran señal en el firmamento que nos promete la victoria: ¡In hoc signo vinces! – ¡Con este signo vencerás! –, y con él nos mandaba armarnos, como lo hicieron una vez los soldados de Constantino, con la Señal de la Cruz. Y muchos cristianos obedecieron y el mundo fue consagrado oficialmente por el Papa al Corazón Sagrado del Salvador.
Por eso en su primera encíclica Pío XII escribiría: “De la difusión y profundización del culto al Divino Corazón del Redentor, que encontró su pináculo no sólo en la consagración de la humanidad, al finalizar el siglo pasado, sino también en la institución de la fiesta de la Realeza de Cristo por nuestro inmediato predecesor, de feliz memoria, redundando en bienes indecibles para innumerables almas; fue un flujo impetuoso que alegra la ciudad de Dios: fluminis impetus lætificat civitatem Dei” (Sal 45, 5).
Pero debemos reconocer que los triunfos del Corazón de Jesús aún no corresponden plenamente en esta época a las joviales esperanzas de León XIII al consagrarle el universo. “¿Qué época más que la nuestra –dice Pío XII– ha estado atormentada de vacío espiritual y profunda miseria interior, a pesar de todo progreso técnico y puramente civil?… ¿Podemos concebir un deber mayor y más urgente que evangelizar con las insondables riquezas de Cristo (Ef 3,8) a los hombres de nuestro tiempo? ¿Y puede haber algo más noble que desplegar el estandarte del Rey –vexilla Regis– frente a aquellos que han seguido y siguen todavía las banderas falaces, y tratar de traer de vuelta al victorioso pendón de la Cruz a aquellos que lo han abandonado?
Raptora de corazones

María Santísima de los Corazones, Altar lateral de la Iglesia y Monasterio de Santa Clara, Quito, provincia de Pichincha, Ecuador
Ahora bien, si es urgente participar a los hombres de estas insondables riquezas de Cristo, el camino más rápido y obligatorio es María –per Mariam ad Iesum–. Siempre ha sido así desde el comienzo de la Iglesia. Es a través de María que Jesús viene a nosotros.
Y el impulso cristiano –que finalmente penetra en las almas bajo la acción del Espíritu Santo, como señaló León XIII en una de sus encíclicas sobre el Rosario– va más allá al afirmar cada vez más clara y calurosamente, en especial desde hace un siglo hasta ahora, que es a través del Corazón de María que el Corazón de Jesús vendrá a nosotros; es por el Reinado del Corazón de la Madre que vendrá el Reinado del Corazón del Hijo.
Para hacerlo reinar es necesario amarlo: será su triunfo en los corazones y en las voluntades. Para amarlo es urgente conocerlo primero: será su reino en las inteligencias.
Que estas líneas contribuyan para llevar a las almas esta luz y este calor.
Así como Cristo no es verdaderamente conocido mientras no se conoce su Corazón –el Corazón de Jesús es la mejor representación del Salvador, es la clave del enigma de todas sus misericordias, el abismo inagotable de todas sus invenciones de amor–, igualmente María Santísima sólo será conocida y amada y reinará plenamente en las almas cuando su Inmaculado Corazón sea conocido entrañablemente. Él es también la mejor representación de María. A la luz de su Corazón, se ilumina con suavísimas y deslumbrantes tonalidades su virginidad sin par, su insuperable dignidad como Madre de Dios, de Esposa del Espíritu Santo y de Hija predilecta del Altísimo; su tiernísima solicitud como Madre de los hombres y como Reina del Cielo y de la Tierra.
Su Corazón es el imán misterioso que arrebata nuestros corazones, que llevó a San Bernardo a llamarla la raptora de corazones: raptrix cordium. Pero si es a través del Corazón que ella nos conquista, es también el arma con que la conquistamos: tocarle en el corazón es vencerla. Y –¡profundo misterio!– no es otro el cetro con que María impera cerca del Altísimo. Mostrar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo su Corazón de Hija, Esposa y Madre es conquistar a Dios; es inclinar a toda la Santísima Trinidad en nuestro favor.
“Ella sola destruyó todas las herejías del mundo entero”

Inmaculado Corazón de María. Casa Monte Carmelo, Caieiras, Brasil
De aquí viene que todo lo que se afirma de María Santísima en su misión y misericordia con respecto a las personas, a la humanidad y a la Iglesia en particular, debe afirmarse con mayor razón de su Inmaculado Corazón.
Por lo tanto, no conoce a María quién no conoce su Corazón; pero quien conoce este Corazón posee el mejor conocimiento de María. No ama a María quien no ama su Corazón; pero amar el Corazón de María es amarla de la mejor manera que Ella desea ser amada. Es en su Corazón donde yace la razón de todas sus bondades hacia los hombres; esta es la fuerza que nos atrae cuando a Ella acudimos y el bálsamo que nos reconforta cuando le imploramos, con la certeza de ser socorridos.
Es porque en el pecho de María palpitaba un Corazón tan similar al suyo que el Corazón de Jesús, en la hora de su muerte en el Calvario, nos lo dio por Madre: “Ecce Mater tua”, y nos entregó por hijos a Ella: “Ecce filius tuus”.
Si de San Pablo se afirmó que tenía un corazón parecido al de Cristo: Cor Pauli, Cor Christi, mucho más y mejor que nadie María Santísima tiene derecho de este supremo encomio: Cor Mariæ, Cor Iesu.
Es porque en su pecho allá en el Cielo continua pulsando el mismo dulcísimo y amoroso Corazón, que la Santa Iglesia, en las horas de aflicción, nos ordena acudir a María, seguros que obtendremos siempre un pronto socorro.
“Quien estudie atentamente los anales de la Iglesia Católica –escribió el memorable Pontífice Pío XI– verá fácilmente unido a todos los hechos de la vida cristiana el valioso patrocinio de la Virgen Madre de Dios. Y, de hecho, cuando los errores, frenéticos por todas partes, trataron de desgarrar la túnica inconsútil de la Iglesia y subvertir el mundo católico, nuestros padres acudieron a aquella que sola destruyó todas las herejías del mundo entero y volvieron con el corazón lleno de confianza; y la victoria obtenida por Ella les trajo tiempos más felices”.
Cuando la impiedad musulmana, confiada en poderosas armadas y grandes ejércitos, amenazaba con arruinar y esclavizar a los pueblos de Europa, fue implorada con insistencia, por consejo del Sumo Pontífice, la protección de la Madre Celestial; de esta manera los enemigos fueron destruidos y sus barcos sumergidos.
Y, tanto en las calamidades públicas como en las necesidades privadas, los fieles de todos los tiempos han acudido suplicantes a María, para que ella venga benignísima en su socorro, obteniendo para ellos el alivio y el remedio de los males del cuerpo y del alma. Y nunca su poderosa ayuda ha sido esperada en vano por aquellos que la imploran en oración confiada y piadosa.
Que Nuestra Señora nos haga como que desaparecer en Ella
Por lo tanto, con toda razón, en las horas difíciles en que hoy vivimos, todas nuestras esperanzas de salvación, de triunfo y de paz están puestas en esta Arca de salvación: en el Corazón de María.
“A mí, el más pequeño de los santos, se me ha dado esta gracia de evangelizar a las gentes con las inescrutables riquezas de Cristo” (Ef 3, 8), decía San Pablo.
Una de las riquezas más insondables que Cristo nos legó fue el Corazón de su Madre. ¡Ah, si se nos hubiera dado un carisma semejante al del Apóstol para evangelizar a nuestros lectores con todas las profundidades, longitudes y latitudes, con todos los preciosos abismos de amor encerrados en el Corazón de María!

Última Cena – Convento Mãe de Deus, Lisboa
Un autor erudito y piadoso decía, al escribir sobre el Corazón de la Madre de Dios, que anhelaba poder reclinarse, como lo hizo una vez San Juan Evangelista en la Última Cena sobre el pecho del Señor, también sobre el pecho de María, para que, después de escuchar las palpitaciones de su Corazón, poder hablar más fácilmente de esos secretos de amor.
En este momento nuestras ambiciones van más allá: quisiéramos no solamente reclinar la cabeza sobre el Inmaculado Corazón de nuestra Madre del Cielo, sino poder establecer en su interior nuestra morada para que, iluminados en esa luz, virginizados en esa pureza e inflamados en las llamas de esa caridad, todo lo que dijéramos fueran palabras de luz y fuego que broten de la abundancia de este Corazón inefable.
Que nos acoja en lo recóndito de su amor, nos haga allí como que desaparecer en Ella, para que al final sea María quien manifieste las maravillas de su Corazón, por medio del débil instrumento de aquel que se consagra enteramente a Ella.
Que sea también allí donde nuestros lectores coloquen su mansión, para que en esta escuela y en esa luz puedan comprender mejor la obra prima del Señor.