
El purgatorio es el estado de purificación que experimentan las almas salvadas pero imperfectas tras la muerte para, una vez purificadas, poder experimentar y gozar de la presencia de Dios “cara a cara”.
El Catecismo de la Iglesia Católica n° 1030-1031 lo explica así:
“Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su salvación eterna, sufren una purificación después de su muerte a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo. La Iglesia llama ‘purgatorio’ a esta purificación final de los elegidos, que es completamente distinta del castigo de los condenados” .
La Doctrina Católica establece tres ideas sobre el purgatorio:
1- Que hay una purificación después de la muerte.
2- Que esa purificación implica algún tipo de sufrimiento.
3- Que Dios asiste a quienes pasan por ese trance en respuesta a las acciones y las oraciones de los que están vivos.
Cuando se habla del purgatorio, no es raro presentarlo como un inexorable y poco menos que despiadado acto de la divina justicia.
¿Acaso Dios es tan riguroso que no tolera ni la más mínima imperfección, limpiándola con terribles penas? Es una pregunta que puede hacerse con facilidad.
Ciertamente en el purgatorio se sufre, pero las penas del purgatorio aunque sean severas, son una amorosa purificación para transformar el alma, capacitándola para la perfecta felicidad del Paraíso.
Es una verdadera lucha de amor: Dios que ama al alma y por eso la purifica, la perfecciona, la santifica con su amor y es por amor a esa alma que la desea perfecta y santa.
El alma que ama a Dios tiende hacia Él, y por eso mismo está contenta de purificarse, aún sufriendo amargamente, porque pondera no sólo la gravedad de sus propias faltas que le impiden el pleno goce de la unión con Dios, sino que ansía asemejarse y unirse a Él.
Es, por lo tanto, una verdadera lucha de amor entre Dios y el alma, y es necesario eliminar de la concepción del purgatorio, todas aquellas falsas ideas, que lo hacen concebir como una venganza de la divina justicia en la cual el alma gime sin consuelo.
¿Quién podría gozar de un bellísimo panorama con el ojo enfermo, o con una pelusa que lo nubla y lo molesta?, en este caso ¿Sería crueldad poner en el ojo el quemante colirio, o dar vuelta el párpado para sacar la pelusa?
¿Quién podría sentarse con alegría en un banquete con el estómago revuelto por la acidez?
¿Y quién juzgaría crueldad darle la medicina amarga que le permita disfrutar de la comida?
Dios es amor, es infinita caridad, y si nosotros peregrinos en este valle de lágrimas, no lo consideramos bajo la luz de su infinito amor, no lo amamos verdaderamente.
Si el temor de Dios —que es un don del Espíritu Santo— no es inspirado por el amor, no genera en el alma la confianza, sino sólo el temor. Debemos considerar el purgatorio como el último acto de misericordia de Dios que por la necesaria purificación conduce al alma a la gloria y felicidad del Paraíso.
Tomado del libro, Recemos por las benditas almas del purgatorio, Cap. I; pp. 7-9