¿Qué nos anuncia el arte?

Publicado el 03/24/2025

Santiago Vieto Rodríguez

Santiago Vieto Rodríguez

Si la más alta vocación del arte consiste en unir lo celestial con lo terrenal, el célebre retablo de la Anunciación del Beato Fra Angélico, conservado en el Museo del Prado de Madrid, es sin duda uno de los intentos más logrados de corresponder a esa llamada.

Enmarcado habitualmente en la historia del arte como una obra de transición entre la pintura gótica y la renacentista, puede suscitar polémicas bizantinas si se intenta encajarlo en un determinado período basándose exclusivamente en la técnica y la interpretación, sin tener en cuenta el espíritu que le dio vida.

Anhelos de transcendencia y sublimidad

Es innegable que esta pintura refleja una cosmovisión puramente medieval. El «marco plataforma» sobre el que descansa, formado por otras cinco escenas bíblicas que completan el retablo del altar, indica que fue concebido como un conjunto narrativo al servicio del culto divino, finalidad cumplida mientras permaneció en la capilla del convento de Santo Domingo, en la ciudad italiana de Fiesole.

Movido por su fervorosa religiosidad y su raciocinio analógico, el hombre medieval veía en la iconografía ventanas abiertas a otras realidades, tratando de representar a los seres sobrenaturales en su propia atmósfera. No queriendo limitarse a retratar nuestra simple materialidad, se servían de fondos dorados e incluso de la modificación intencionada de la perspectiva natural, para sacar al espectador del contexto terrenal y elevarlo a la dimensión espiritual. En el santo anhelo por hacer visible lo que sólo es visible a los ojos del alma, creaban ambientes sublimes, adornados de manera propicia a la oración y a la trascendencia.

Todo el cuadro de la Anunciación está iluminado por esa piedad llena de inocencia, que busca —a través de formas bellas y ordenadas, colores puros y brillantes— señalar sus arquetipos. Transmite claramente un mensaje que pretende exaltar virtudes sobrenaturales evidentes; por ejemplo, el recogimiento y la falta de pretensiones de María Santísima, o el respeto y la humildad del arcángel San Gabriel.

“Anunciação”, por Fra Angélico – Museu do Prado, Madri

La mentalidad medieval que lo inspiró se caracteriza también por favorecer una gran abundancia de símbolos, que no podemos comentar sin extrapolar las dimensiones de este artículo. Mencionamos solamente la evidente presencia de la Santísima Trinidad bajo diferentes figuras, y la notable exégesis atemporal que significa la sustitución del «hortus conclusus» (Cant 4, 12) — tradicionalmente representado durante el período gótico como un jardín rodeado de muros, símbolo del seno purísimo de la Virgen elegida para ser Madre del Creador— por otro jardín, el del Edén, del que fueron expulsados ​​nuestros primeros padres (cf. Gén 3, 23).

Este detalle indica cómo la pérdida del Paraíso terrenal a causa del pecado original, un hecho separado por milenios del tema principal de la obra, constituye a los ojos acrónicos de Dios una única escena, el «acto» principal de la trama de la historia. Aquella felix culpa que nos mereció tan gran Redentor — como canta el Pregón pascual— hizo que el Eterno irrumpiera en el tiempo y se encarnara en el claustro virginal de María Santísima, el nuevo e insuperable Paraíso de Dios y de los hombres (cf. Lc 1, 26-38).

Con el «intercambio de Paraísos», este magnífico retablo anuncia la victoria sobre el pecado, el triunfo de Dios en la historia por medio de la plena unión de lo creado con lo divino.

Estética naturalista y realidad pragmática

Algo muy distinto encontramos en una no tan conocida obra del humanista por antonomasia: Leonardo da Vinci. En ella apreciamos una primorosa técnica, resaltada por una eximia composición, con gran protagonismo de las leyes de la perspectiva geométrica y atmosférica, que el célebre genio del Renacimiento tanto se esmeró en perfeccionar.

Escena de la Anunciación, de Leonardo da Vinci – Galería Uffizi, Florencia (Italia)

Analizando la anatomía de las figuras, así como los tejidos, nos damos cuenta de que en su búsqueda del realismo Da Vinci presta una enorme atención en los detalles, lo que consigue valiéndose de los efectos más refinados que ofrece la pintura al óleo. Hablamos de un artista que intentó desvelar los secretos y fundamentos de la naturaleza, pero que —para satisfacer sus inquietudes pragmáticas, sin desear ir más allá— renunció implícitamente a percibir y transmitir el néctar de la realidad: la super realidad que reside en lo que no vemos y que, sustentando lo visible, se deja apreciar solamente por los hombres piadosos, que entienden un lenguaje a la vez teológico y místico (cf. Lc 10, 21).

En la Anunciación del maestro renacentista vemos representada a una doncella llena de sí misma, y ​​no de gracia, autosuficiente y complacida, que parece buscar en su libro un misterioso conocimiento que sea fuente de prestigio o de poder, y no algo que alimente sus esperanzas mesiánicas con humilde admiración. Lo sublime —como lo define el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira— posee un grado de belleza cuya proporción es superior al hombre y, por tanto, manifiesta más a Dios. Y así el artista, si opta por dejar de lado el mensaje teocéntrico, independientemente de la técnica o del estilo, se convertirá a lo sumo en un «sabio» de este mundo, ajeno al llamamiento a ser intérprete de lo sublime.

Si algún lector encuentra subjetivas estas observaciones, le invitamos a que responda sinceramente a la siguiente pregunta: ¿podría alguien, contemplando esta pintura, sentirse naturalmente inspirado a rezar o a meditar con piedad sobre los sagrados misterios?

Paraíso de placeres, divorciado del Cielo

Cualquiera que analice minuciosamente la mentalidad que subyace a ésta y muchas otras obras del Renacimiento, como la Anunciación del paradigmático Sandro Boticelli, se dará cuenta de que en ese período se produjo una ruptura en el espíritu humano, presagiada de la pérdida de la fe en el Occidente cristiano.

Escena de la Anunciación de Sandro Botticelli – Museo Metropolitano de Arte, Nueva York

El Humanismo preconizaba el trágico divorcio entre fe y razón, poesía y lógica, espíritu y materia. No preocupado ya por unir el Cielo y la tierra, trató de instaurar en este mundo un paraíso de placeres que exaltara la belleza física, relegando lo sobrenatural a un plano secundario, retirando del centro la cruz de Cristo y entronizando al hombre, abriendo camino al más sofisticado mundanismo y a todo tipo de desórdenes.

Incluso en la temática sacra, abandonados paulatinamente por los nuevos paganos, la tendencia de los artistas era pintar las escenas tal y como eran captadas por los sentidos corporales, en una mera observación empírica, descartando los imponderables perceptibles sólo por los sentidos espirituales y, al mismo tiempo, sustituyendo la devoción por el dramatismo y la elevación sobrenatural por una estética superficial. Por ello, nos vemos llevados a reconocer en la «moda naturalista» del arte el punto de inflexión en el que se encuentra el germen del cartesianismo, que, a su vez, desembocaría en el positivismo y en el escéptico materialismo actualmente reinante.

El Dr. Plinio1 explicaba que es propio del espíritu católico comprender y unir contrarios armónicos como, por ejemplo, fuerza y ​​delicadeza, lógica y fantasía;2 y, en cambio, es propio de la Revolución detestar y cuestionar todos los equilibrios, produciendo manifestaciones exageradas de lógica sin fantasía —naturalismo— y de fantasía sin lógica —caos relativista.

Esta afirmación, aparentemente osada, se entiende mejor cuando analizamos ejemplos posteriores de ese proceso de decadencia que parece no tener fin, increíblemente capaz de crear extremos de fealdad, locura e indecencia cada vez más insolentes.

Delirios surrealistas y contestatarios

Las siguientes imágenes pueden, eventualmente, herir la sensibilidad del lector, por el contraste que presentan. Son algunos ejemplos de pintores modernos de renombre, considerando que aún no llegan a los extremos impresentables de ciertas escuelas más recientes.

Por un lado, tenemos la torpe burla de un excéntrico, Salvador Dalí, fruto del positivismo, una doctrina que desvirtúa la imaginación del hombre. Esta potencia del alma —que debería servir para conocer las realidades más elevadas a través de ejercicios de trascendencia metafísica— se convierte en un lodazal de pesadillas y delirios surrealistas representados fielmente por ese autoproclamado «alucinógeno»,3 en otras de sus pinturas mundialmente conocidas.

«Anunciación a la Virgen María», de Salvador Dalí

Al abandonar el naturalismo aún reinante en la pintura académica, como por la fuerza de un péndulo, muchos «artistas» como ése se esforzaron por distorsionar la realidad, con una visión cada vez más subversiva, revolucionaria y contestataria de la vida y de las leyes de la pintura tradicional. Se volvió común buscar formas desfiguradas y estertorosas, que contrastan con el equilibrio, la paz y la serenidad manifestadas por el arte propio de siglos que se empeñaron en la práctica de la virtud más que en la conquista del éxito material.

«Anunciación», de Romare Bearden

Así, en la multitud de movimientos vanguardistas existentes, el mundo fue testigo de cómo los pintores parecían competir de una manera más efectiva por impactar, contradecir y, si era posible, reformar a su antojo el orden estético del universo, teniendo como mensaje genérico la confusa «anunciación» de un oscuro y caótico futuro.

Relativismo e irracionalidad

La consecuencia de la pérdida de la fe es el oscurecimiento de la luz de la razón, por lo cual en la modernidad surgieron movimientos «intelectuales» y «artísticos» capaces incluso de cuestionar la existencia de una verdad absoluta.

Al separar, en el arte, idea y objeto material, cayeron en el subjetivismo del llamado «arte conceptual», en el que sólo tiene importancia el supuesto mensaje que se quiere transmitir, por ejemplo, pegando un plátano en la pared de un museo —una obra subastada por más de seis millones de dólares, en noviembre de 2024— o exponiendo cualquier otro objeto, incluso los más repugnantes, para contemplación de los visitantes. Por otra parte, han proliferado las escuelas que, al desterrar las ideas, afirman que es el objeto físico el que ha de ser considerado apreciable en sí mismo, como expresión «natural» y apasionada del artista —por supuesto, sin atenerse a reglas estéticas.

El concepto de arte, brutalmente diseccionado, ha perdido su significado como técnica u oficio, y ya no digamos como factor de enriquecimiento cultural. El noble lenguaje de los colores y las formas — que durante siglos ha servido para transmitir mensajes de gran trascendencia, elevando civilizaciones— incluso ha sido abolido en nombre del «expresionismo abstracto», en el que las ideas ya no importan: el único mensaje identificable es la justificación de la espontaneidad y del acto irracional dominado por el sentimiento del artista. Ya no se trata de presentar verdades espirituales a través de la belleza, sino impactar los sentidos corporales mediante la transmisión de una emoción fugaz, subjetiva e inútil.

Se suele decir que, independientemente del tema elegido, el pintor siempre plasma su propia alma. Sin embargo, en las pinturas modernas parece que los medios han sustituido al fin: el pintor ya no se esfuerza por utilizar sus cualidades para interpretar su entorno, sino por utilizar su entorno para proclamar su ego.

El autor de la obra N.º 5, 1948, Jackson Pollock, confirma esa afirmación con sus propias palabras: «Para mí, el arte moderno no es más que la expresión de los objetivos contemporáneos de la época en que vivimos. […] Todas las culturas han tenido medios y técnicas para expresar sus objetivos inmediatos: los chinos, el Renacimiento, todas las culturas. Lo que me interesa es que hoy los pintores no tienen que buscar un tema ajeno a ellos mismos. La mayoría de los pintores modernos trabajan a partir de una fuente diferente, trabajan desde el interior».4 Teniendo esto en cuenta, resulta más fácil plantear la hipótesis acerca del motivo por el que ese polémico cuadro se vendió en 2006 por el increíble precio de 140 millones de dólares…, batiendo el récord histórico hasta esa fecha de una inversión en una obra de arte.

«N.º 5, 1948», de Jackson Pollock

Realmente vale la pena preguntarse: ¿Qué vieron de tan valioso sus compradores en un cuadro así? ¿Acaso, como antaño, buscaban un mensaje reforzado por la satisfacción estética? ¿Lo adquirieron por mero esnobismo o vulgar especulación comercial? ¿Querían una apología plástica de un estilo de vida anárquico e igualitario? ¿Alucinaban con el espíritu que animaba a Pollock o simplemente buscaban un fiel retrato de su propia mentalidad?

«Comedian», de Maurizio Cattelan

Y lo que es más importante, debemos interrogarnos si esa forma de arte, que en teoría suprimió el mensaje ideológico, ha dejado de ser una anunciación para ser una confirmación del caos reinante en las mentes y en las almas de quienes abrazan tal modo de «expresión». ¿No será, en este sentido, una forma de «anunciación», pero a la inversa?

*     *     *

A la vista de todo esto, conviene recordar que el camino para recuperar la sabiduría se encuentra en la admiración de toda forma de auténtica pulcritud, especialmente de la más bella y elevada de todas, que es la santidad, anunciación de la felicidad eterna. ◊

Notas


1 Cf. Corrêa de Oliveira, Plinio. «Oração e holocausto simbolizados na lamparina». In: Dr. Plinio. São Paulo. Año xxvii. N.º 320 (nov, 2024), p. 33.

2 En el sentido utilizado por el Dr. Plinio, la palabra fantasía no se refiere a la fantasmagoría o la ensoñación ilusoria de la mente, sino a la capacidad creativa de la imaginación.

3 «Nunca he tomado drogas porque yo soy la droga. ¡Que me tomen a mí, yo soy la droga, yo soy alucinogénico!», dijo Dalí en una entrevista.

4 Ross, Clifford (Ed.). Abstract Expressionism: Creators and Critics. An Anthology. New York: Harry N. Abrams, 1990, p. 140.

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