Quedaba por enfrentar la última batalla

Publicado el 04/01/2021

En lo alto de la Cruz, Nuestro Señor ya había pasado por los más atroces sufrimientos. Sin embargo, también padeció la aridez, otras terribles aflicciones y enfrentó la última batalla, antes de morir. Sufrió para rescatar las almas que se encontraban en el Limbo, los hombres que estaban en la Tierra y todos los que existirán hasta el fin del mundo.

Plinio Corrêa de Oliveira

Me gustaría comentar algunos aspectos del crucifijo que se encuentra en la Iglesia de San Francisco de Asís, en San Juan del Rey, Minas Gerais. Deseo, así, llamar la atención para una de las formas de dolor que más enfada al mundo contemporáneo. ¿El hombre moderno está sufriendo? Está. Pero él sufre más del dolor que percibe que camina en su dirección, que del dolor que está padeciendo. La previsión del dolor es, muchas veces, peor que el propio dolor.

El lance final, más tremendo que todos los otros

Ese crucifijo consigue, de un modo impresionante, tornar claras dos posiciones del alma de Nuestro Señor Jesucristo, Hombre-Dios. Es decir, de su humanidad ligada hipostáticamente a su divinidad, y colocada delante del tormento del dolor que va a caer sobre sí, dominada por un pánico correspondiente a la reacción de toda la naturaleza humana, pero que no cede y avanza, que está resignada y, al mismo tiempo, aterrorizada.

Noten como los ojos están fijos, abiertos y hasta muy abiertos, y no prestan atención en nada a no ser en el espectro de un dolor tremendo que se le viene encima. Toda la Pasión quedó atrás. Él ya sufrió todo y está crucificado. ¿Qué es lo que el Señor mira tan fijamente, con tanto pavor, tan desoladora y varonilmente de frente?

Para comprender bien eso, pongan la atención en la boca, medio entreabierta, lista para pronunciar una palabra que ya no tiene fuerza para articular. Consideren las cejas arqueadas y muy encima de las cavidades oculares. Es la muerte que viene… ¡Es el fin! Después de tanto y tanto sufrimiento, es aquel momento extremo de dolor, en el cual el Divino Redentor va gritar: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me abandonasteis?” (Mat 27, 46). Y después inclinará la cabeza y dirá: “Está todo consumado” (Jn 19, 30). El océano de los dolores fue bebido y está todo hecho. He allí el lance final, trágico, más tremendo que todos los otros, a los cuales se acrecienta un diluvio de dolores, a la vista de cuyo horror vemos a Nuestro Señor Jesucristo estremecerse y aún enfrentar la última batalla. Hay un versículo que se refiere proféticamente a Él diciendo: “Ego autem sum vernis et non homo, opprobrium hominum et abiectio plebis. – Yo soy un gusano y no un hombre, el desprecio de todos los hombres y el escarnio del pueblo” (Sal 22, 7). En lo alto de la Cruz, está sufriendo todo eso para rescatar a las almas que se encontraban en el Limbo, las que estaban en la Tierra y las de todos los hombres hasta el fin del mundo.

El Salvador tiene sed del alma de cada uno de nosotros

Es muy importante que comprendamos que Nuestro Señor Jesucristo era el Profeta perfecto, porque profetizó y cumplió su profecía. Los otros profetas preveían lo que Dios haría: Él, siendo Dios, profetizó y realizó todo cuanto profetizó. Ahora, ese Profeta previó en su interior todos los pecados cometidos en la humanidad hasta el fin del mundo. Por eso, en esa mirada hay dulzura, amor, y este amor se vuelve para cada uno de nosotros. Inclusive a aquellos de entre nosotros que estemos más lejos de Él, por nuestra culpa, nuestra culpa, nuestra máxima culpa… En ese crucifijo la mirada es de quién dice: “Si fuese preciso sufrir to- do por un alma, ¡Yo sufro! Aunque él rechace todo eso, Yo aún sufro más para ver si, al final, acepta.”

“Sitio – Tengo sed” (Jn 19, 28), dijo Nuestro Señor en lo alto de la Cruz. ¡Cuánto gustaríamos de darle de beber agua! Ahora, Él tenía sed de almas. ¡El Salvador tiene sed del alma de cada uno de nosotros! Por lo tanto, ¡esa agua nosotros podemos darle! Es nuestra alma, nuestro interior, nuestra buena voluntad, nuestra contrición.

Pidamos para nosotros, por medio de Nuestra Señora que está a los pies de la Cruz, una contrición profunda que enmiende nuestras almas y haga de nosotros una razón de alegría para su Divino Hijo. Así podremos decir: “En lo alto del Calvario, yo fui para Él una alegría y no un dolor.”

Penetró por los precipicios de la muerte porque quiso salvarnos

En otro ángulo por el cual se contempla ese crucifijo, Nuestro Señor aparece no tanto aterrorizado, sino derrotado. Y la compasión, al menos en mí, se torna más viva. Su mirada está fija, aterrorizada, pero como quién entiende que no se puede hacer nada más, pues Él es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo… La única cosa que queda es padecer el golpe atroz e injusto que Él, inocente, sufrirá por nosotros, culpables, para poder salvar nuestras almas. Debemos, pues, decir desde lo íntimo de nuestros corazones aquella jaculatoria recitada en el Viacrucis y que siempre me impresionó mucho, la cual rezo cada vez que paso delante del crucifijo presente en nuestra sede: “Adoramus te Christe et benedicimus tibi, quia per sanctam crucem tuam redimisti mundum – ¡Nosotros os adoramos, oh Cristo, y os bendecimos, porque por vuestra Santa Cruz, redimisteis al mundo!”

Ahí está el omnipotente, el Hombre Dios. Hace algunas horas le preguntaban si era Jesús, el Nazareno, y Él respondió: “Soy yo.” Y tal es su poder que todos cayeron por tierra (cfr. Jn 18, 4-6). Nuestro Señor podría poner de cara en el suelo a esa multitud que estaba a su alrededor y que lo abucheaba. Si Él quisiese, podría hacer entrar a los antros más profundos del Infierno, en aquel mismo instante, la caterva de demonios que andaban por los aires azuzando a los hombres contra Él. Nuestro Señor podía bajar de la Cruz, y por un imperio de su propia voluntad, recuperar toda la fuerza de su juventud, en la plenitud de sus treinta y tres años, la edad perfecta del hombre. Pero Él no quiso. Y pudiendo apartarse de la muerte con suma facilidad, penetró por sus precipicios, ¡porque quiso salvarnos!

Sin duda, tenemos que hacer sacrificios para salvar nuestras almas. Sin embargo, ¡cómo son menores – a perder de vista – de lo que Él realizó por nosotros! Delante de eso, ¿no tendremos coraje de hacer el sacrificio que nuestra salvación exige de nosotros? ¡¿Qué vergüenza es esa?! El tema es tan augusto que casi no comporta la brutalidad de la palabra que voy a usar: ¿Qué indecencia es esa?

Imploremos al Divino Crucificado que nos dé fuerzas a fin de que hagamos todos los sacrificios para la salvación y la santificación de nuestras almas, y para que trabajemos por su causa y la de Nuestra Señora en el mundo contemporáneo.

Todo está nublado

Vista por otro aspecto, la fisonomía de Nuestro Señor en ese crucifijo corresponde a una situación para la cual no encuentro en el vocabulario portugués ninguna palabra enteramente adecuada, como es el término francés détresse, Es una aflicción que estira o contuerce al hombre de todos modos, y para la cual no hay remedio. Nuestro Señor Jesucristo parece mirar al Padre Eterno, y no más a los hombres, y decir: “¡Padre mío, ni en Vos encuentro compasión!” En esa hora, como que una misteriosa cortina se interpuso entre su divinidad y su humanidad. Esta se encontraba en la aridez, en cuanto su divinidad, en el Cielo, estaba inmersa en la gloria y en la felicidad eternas, inseparables de la naturaleza divina. En su humanidad Jesús está mirando al Cielo, como quién dice: “¡Está todo nublado, no hay salida!”

¡En cuantas situaciones de la vida nosotros tenemos la impresión de que todo está nublado y no hay salida! En esas horas, sepamos rezar, pedir socorro por medio de Nuestra Señora, y ciertamente seremos atendidos por el Cielo.

Otra fotografía del mismo crucifijo presenta la pobre naturaleza humana colocada al borde de la muerte. Mortis dolores circundederunt me – Los dolores de la muerte me cercaron (Sal 116, 3). Ellos me van a devorar dentro de poco. ¡Y, Hombre que soy, tengo horror de la muerte! ¡Pero Yo la quiero para salvar a los hombres!”

Uno tiene la impresión de que todas las formas de aflicción lo agotaron tanto, que Él está como que entregado y mirando a sus propios dolores como algo que ya se apoderó de Él enteramente. De manera que sólo le falta decir consummatum est y morir. El cáliz ha sido bebido. Se diría que hubo un sobresalto, pero hay algo de la aceptación del hecho consumado, donde está presente la dulzura de las resignaciones últimas.

Noten el aspecto impresionante de la bofetada criminal dada en el rostro, y la llaga que abrió en la faz divina.

Oh Señor, por la Sangre de Jesús y por las lágrimas de María, tened pena de mí

Esos son los comentarios sugeridos por esa espléndi- da secuencia de fotografías del crucifijo de la Iglesia de San Francisco de Asís, en San Juan del Rey. Son pala- bras que nos predisponen para los sentimientos de con- trición que debemos tener en Semana Santa.

¿El secreto de las almas, quién lo podrá revelar? Entre los que leerán estos comentarios podrá haber almas muy desanimadas, tal vez sin esperanza de volver a levantarse enteramente. Argumentemos delante de la justicia divina con los méritos de Jesús, nuestro Redentor, y de María Santísima, Corredentora, y digamos:

“Señor, no soy digno de vuestra misericordia, pero la misericordia de vuestro hijo ya se ejerció en mi favor. Él ya vertió su Sangre, y Yo estaba en la lista de los hijos por quienes Él murió, pues soy hombre, y Nuestro Señor quiso morir por todos los hombres.

Fui redimido, y cuando Nuestra Señora lloró, vertió lágrimas también por mí. Yo alego esa Sangre y esas lágrimas, y os digo, por medio de María Santísima: Oh Señor, por la Sangre infinitamente preciosa de Jesús y por las lágrimas de María, a quién amaste tan especialmente, ¡Señor, ten piedad de mí!” Es lo que cada uno de nosotros debe decir en la Semana Santa. 

Extraído de conferencia de 3/4/1985

 

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