Radiografía del alma impura: las tristes consecuencias de la impureza

Publicado el 06/12/2024

Habéis visto alguna vez un águila en una jaula? La reina de los vientos entre barrotes… qué triste espectáculo. Es la radiografía del cautiva en la jaula carnal de su impureza.

Padre George Hoornaert, SJ

¡Derrota! ¡Palabra amarga!

El joven dominado por el vicio impuro ha perdido su libertad. ¡Qué humillación más dolorosa!

Ha entregado sus armas por cobardía y al más despreciable de los vencedores: al demonio, a quien nuestro Señor llama en el Evangelio «homicida desde el principio». Es una derrota bien merecida.

 

Cosa dura es estar cautivo del enemigo. ¡Qué esclavitud! ¡Qué tiranía! ¡Cuánto cuesta salir del vicio! ¡Qué cadena más despótica! Pocos carceleros guardan a sus cautivos tan fuertemente como el vicio guarda a los suyos.

¡Qué triste es ver a tantos jóvenes caídos en el combate! Cuando estaban en la primavera de la vida…

¡Qué desastre! ¡Cuánto han perdido! ¡Qué diferentes son de los que no han caído!

Veamos estas diferencias, cómo se distingue el joven casto del joven impuro.

En el joven que vive la castidad la inteligencia se mantiene clara y despierta; la voluntad se templa con la misma lucha; el corazón conserva su frescura y amabilidad; y el rostro tiene un no sé qué de radiante, ya que es espejo del alma. Es imposible verlo sin sentirse movido por una simpatía llena de cariño y respeto. Un joven que conserva su pureza es el más amante y el más amable de los hombres.

En el limpio de corazón hay una recta jerarquía de valores, el alma es señora del cuerpo y de los apetitos inferiores, tal como nos pide Dios en el Génesis: «a la puerta está el pecado acechando como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar» (4, 7).

Pero qué aspecto más deplorable ofrece el joven corrompido por la impureza. ¡Cómo desperdicia su vida! Conforme se enciende para la carne, se apaga para el espíritu. Lo único que le motiva es el ansía de más placeres. De ahí que decaiga su aptitud para el trabajo bien hecho.

El entendimiento se embota, incapacitándose para el recogimiento y el estudio serio… El corazón se vuelve duro y egoísta. ¿Cómo queda la voluntad? Debilitada. Es un círculo vicioso: al ceder al placer, la fuerza de voluntad disminuye, lo que le lleva a ceder más todavía. Pero lo peor de todo es que desagradan a Dios:

Los que viven según la carne, desean lo carnal; mas los que viven según el espíritu, lo espiritual. Pues las tendencias de la carne son muerte; mas las del espíritu, vida y paz; por cuanto la sabiduría de la carne es enemiga de Dios… Por donde los que viven según la carne no pueden agradar a Dios.

Pero vosotros no vivís según la carne, sino según el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros… Así que, hermanos míos, no somos deudores de la carne para vivir según la carne, pues, si vivís según la carne, moriréis. Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis. (Rom 8, 5-13)

¿Habéis visto alguna vez un águila en una jaula? La reina de los vientos entre barrotes… qué triste espectáculo. Es la situación del alma cautiva en su jaula carnal.

¡Cuántos padres, al pensar en sus hijos hundidos por el libertinaje, exclaman como el anciano Jacob cuando perdió a su hijo José: «Una bestia feroz lo ha devorado… Llorando bajaré al sepulcro adonde está mi hijo.» (Gén. 37, 33). Y es que el vicio es una fiera terrible que devasta el corazón de los hombres.

Y cuántas madres se lamentan: «¡Mi hijo, antes tan cariñoso y tan bueno, ahora se ha vuelto duro y esquivo. ¿Qué le ha pasado?» ¿Qué le ha pasado? Tiene el gran mal de los jóvenes. La impureza ha minado su corazón. Ya no le importa hacer sufrir a sus padres, ya no les tiene cariño.

Su egoísmo es tal que puede incluso llegar a no desear ni siquiera el matrimonio como proyecto de vida. Los placeres vergonzosos del pecado solitario o las relaciones ilícitas le bastan.

El joven metido en el vicio de la impureza no sólo deja de ser afectuoso, sino que muchas veces se vuelve cruel en el trato con los demás. Porque la impureza y la crueldad son primas hermanas, porque cuando el hombre se separa de Dios, se embrutece.

El cuerpo no puede menos de verse afectado. El vicio fácilmente conduce al hospital y al envejecimiento prematuro… El que comenzó con fiestas y jolgorios, termina muchas veces padeciendo una enfermedad incurable.

El joven impuro es un desequilibrado, porque vive en la anarquía moral no sometiendo sus instintos a la razón. Es lógico que el ser se resienta del desorden de vida, pues formamos un organismo integrado, una unidad y no un mero agregado.

Pero como el vicio de la impureza es feo y horrible, necesita disfrazarse para pasar inadvertido. Y así, trata de introducirse con palabras engañosas, con apariencias de bien y felicidad; y así se dice de tal persona que “lleva una vida alegre”, que “tiene temperamento ardiente”, que no hace más que dar rienda suelta a las “efusiones del corazón”…, etc.

Pero tengamos el valor de desenmascararlo. Porque el pecado es siempre algo triste y rastrero. Todo lo contrario de la alegría y del romanticismo.

EL VICIO ES TRISTE…

Por su misma naturaleza tiene que serlo.

El hombre vicioso pide al placer que le satisfaga —no ya las exigencias limitadas del instinto, como ocurre en el animal— sino la sed infinita de su corazón. Si se da al placer es porque ansía colmar sus deseos infinitos de felicidad; y así, a medida que se entrega más a la pasión, le pide una ración siempre creciente de placer, hasta lo infinito.

Pero a medida que la pasión se exaspera, la ración que le proporciona es cada vez menor. Porque aunque los deseos del corazón son ilimitados, la sensación erótica está sujeta al límite y al desgaste. El placer poco a poco se agota. Y he aquí al impuro cogido en sus propios lazos. A medida que su hambre de placer aumenta, crece más la distancia entre la realidad y sus deseos.

Y esta distancia es la medida de su tristeza. El goce carnal no proporciona felicidad, sino una ilusión fugitiva de la misma; una exaltación momentánea, una satisfacción que apenas que dura segundos. E inmediatamente después viene el hastío que deja el pecado. De la exaltación se pasa al decaimiento, y de la ilusión al desprecio de sí mismo.

«¿Y no es más que esto el placer? ¿Tan pronto se acaba?»

Surge el remordimiento: «¡Otra vez he cedido!…»

¿Y qué es lo que queda? El hundimiento físico y moral, el embotamiento de la sensualidad. ¡Siempre engañado, y siempre cayendo en lo mismo! Fastidio y tedio de la vida.

El pecado no puede menos que engendrar tristeza porque es contrario a la dignidad humana. La persona no vive como debería vivir.

Para comprobarlo no tienes más que echar mano de tu experiencia y contestar con sinceridad: ¿El pecado impuro te hace feliz? Tal vez lo hayas practicado y consumado durante semanas y meses. Ya sabes de qué se trata. Dime, después de hacerlo, ¿estás contento? ¿o experimentas asco y una profunda insatisfacción, tanto física como espiritual?

Tras el incentivo de un placer efímero viene una enorme desilusión. La tristeza está en el fondo del placer desordenado, como el agua amarga en la desembocadura de los ríos contaminados.

Que la mañana después del pecado es inmensamente triste, lo prueban cientos de confesiones. El deleite culpable resulta siempre muy caro…

* * *

Todos los hombres buscan la felicidad, tanto el santo como el pecador. Pero uno y otro por caminos diferentes, y sólo el primero la encuentra.

El que hace el bien y trata de vivir haciendo la voluntad de Dios no tiene que esperar a la otra vida para verse recompensado. Ya aquí abajo logra una paz que el mundo no puede dar ni quitar, un gozo que brota de la santidad de vida.

El pecado, por el contrario, comporta un castigo, no sólo en la otra vida, lo cual es evidente, sino también aquí abajo: todo un pozo amargo, como hemos dicho, de disgusto remordimientos.

 

Son precisamente estos momentos los más adecuados para proponerse la enmienda y un cambio de vida, cuando el vicio desordenado no sólo ha perdido todo su atractivo sino que produce hastío. Se puede aplicar aquí el principio que da San Ignacio hablando de la templanza: hay que determinar la manera de obrar en adelante «en una hora en que no se sienta apetito…, a fin de quitar todo desorden.»

De esta forma, los que se hacen violencia son los más cuerdos y los que hallan la paz. Tras la victoria sobre sí mismo, viene la felicidad.

Mientras que después de una orgía no queda sino un profundo vacío y hastío.

Si la virtud cuesta, es sobre todo al principio. Si costoso es el comienzo, el término es dichoso.

El vicio, al contrario, tiene un hermoso comienzo pero un término sombrío. Entra el alma por la puerta de la dicha, y sale por la de la tristeza. La impureza nos invita a participar de un magnífico banquete, a beber la copa del placer y a degustar todo tipo de manjares prohibidos y seductores. Pero bien pronto viene la muerte del alma, la tristeza y la culpa. Es lo que ocurre cada vez que se hace de la sensualidad un ídolo.

Así nos lo advierte la Palabra de Dios:

Y dije en mi corazón: ¡Iré a bañarme en delicias! ¡Mas luego eché de ver que es vanidad!… Tuve siervos y esclavas, Me procuré cantores y cantoras, toda clase de lujos humanos, coperos y reposteros, Y cuanto sirve de deleite a los hijos de los hombres. Nunca negué a mis ojos nada de cuanto desearon. Ni privé a mi corazón el que gozase todo género de placeres… Y vi que todo era vanidad y aflicción de espíritu.

(Eclesiastés 2, 1-11)

Nunca se harta el ojo de mirar, Ni el oído de oír cosas nuevas.

(Isaías 1, 8.)

San Agustín, después de diecisiete años entregado a los placeres prohibidos, nos cuenta su triste experiencia:

¡Tú sabías, Señor, cuánto sufría! Sentía remordimiento. ¡Qué desgraciado era! La costumbre de querer hartar la insaciable concupiscencia me desgarraba cruelmente.

¡Qué tormentos los míos y qué gemidos! ¿Era aquello vivir? Mi corazón se anegaba en una inmensa tristeza.

Nos hiciste para Ti, Señor, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti. (Confesiones)

Hasta que cierto día Agustín oyó una voz que le decía: «Toma y lee».

Tomó la Biblia, la abrió al azar y se encontró con este pasaje de San Pablo: Despojémonos de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz. Como en pleno día, procedamos con decencia y honestidad: nada de comilonas y borracheras; nada de lujurias y desenfrenos… Revestíos nuestro Señor Jesucristo y no busquéis cómo contentar los antojos de vuestra sensualidad. (Rom. 13, 12-14)

 

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