Actuando así, ¿no hacemos un negocio con Dios? A cambio de los bienes deseados, le ofrecemos su propio Hijo unigénito. Y en esa transacción Dios no puede ser engañado: le daremos infinitamente más de lo que recibimos de Él.
Padre Thomas de Saint-Laurent
La Encarnación del Verbo
El sabio construye la casa sobre la roca: ni las aguas, ni las lluvias, ni las tempestades la podrán echar por tierra. Para que el edificio de nuestra confianza resista a todas las pruebas, es necesario que se levante sobre bases inalterables.
“¿Queréis saber —dice San Francisco de Sales— qué fundamento debe tener nuestra confianza? Debe basarse en la infinita bondad de Dios, y en los méritos de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo. Con esta condición de nuestra parte: la resolución firme y total de ser enteramente de Dios y de abandonarnos completamente y sin reservas a su Providencia”. (1)
Las razones de la esperanza son demasiado numerosas para que podamos citarlas todas. Examinaremos aquí solamente las que nos son proporcionadas por la Encarnación del Verbo y por la Persona sagrada del Salvador. Además, Cristo es en verdad la piedra angular (Cf. Hch. 4, 11) sobre la cual debe apoyarse principalmente nuestra vida interior.
¡Qué confianza nos inspiraría el misterio de la Encarnación, si nos esforzáramos en estudiarlo de manera menos superficial!…
¿Quién es esa criatura que llora en el Pesebre? ¿Quién es ese adolescente que trabaja en el taller de Nazaret, ese predicador que entusiasma a las multitudes, ese taumaturgo que hace prodigios sin cuenta, esa víctima inocente que muere en la Cruz?
Es el Hijo del Altísimo, eterno y Dios como el Padre… Es el Emmanuel desde hace mucho esperado; es aquel que el Profeta llama “el Admirable, el Dios fuerte, el Príncipe de la paz”(Is. 9, 6).
Pero Jesús —frecuentemente nos olvidamos de esto— es nuestra propiedad. En todo el rigor del término Él nos pertenece; es nuestro; tenemos sobre Él derechos imprescriptibles, pues el Padre celestial nos lo dio. Así lo dice la Escritura: “El Hijo de Dios nos ha sido dado”.
Y San Juan en su Evangelio también dice: “Tanto amó Dios al mundo, que le dio su Hijo unigénito” (Jn. 3, 16).
Ahora bien, si Cristo nos pertenece, los méritos infinitos de sus trabajos, de sus sufrimientos y de su muerte también nos pertenecen. Siendo así, ¿cómo podríamos perder el valor? Entregándonos al Hijo, el Padre del Cielo nos dio la plenitud de todos los bienes. Sepamos explotar plenamente ese precioso tesoro.
Dirijámonos pues a los cielos con santa audacia; y en nombre de ese Redentor que es nuestro, imploremos sin dudar las gracias que deseamos. Pidamos las bendiciones temporales y sobre todo, el socorro de la gracia; para nuestra Patria, solicitemos paz y prosperidad; para la Iglesia, calma y libertad.
Esa oración será seguramente atendida.
Actuando así, ¿no hacemos un negocio con Dios? A cambio de los bienes deseados, le ofrecemos su propio Hijo unigénito. Y en esa transacción Dios no puede ser engañado: le daremos infinitamente más de lo que recibimos de Él.
Si hacemos pues esta oración con la fe que mueve montañas, será de tal manera eficaz que obtendrá incluso los prodigios más extraordinarios.
El poder de Nuestro Señor
El Verbo Encarnado que se dio a nosotros posee un poder sin límites.
Aparece en el Evangelio como el supremo Señor de la tierra, de los demonios, y de la vida sobrenatural; todo está sometido a su dominio soberano.
Existe aún otro motivo segurísimo de confianza en ese poder del Salvador. Nada puede impedir a Nuestro Señor el socorrernos y protegernos.
Tomado del Libro de la Confianza, Cap. V, pp. 52-54
Notas
(1) Les vrais entretetiens spirituels. Ed. de Annecy, t. VI, p.30.