Imaginemos una hermosa y recogida capilla. La suave luz que incide sobre el vitral policromado, cálida y acogedora, da la sensación de enriquecerse con la sublime melodía gregoriana que se acaba de cantar: el himno Alleluia Virga Iesse. Es natural que se armonicen con perfección dos maravillas que brotaron de la misma fuente: ¡la Santa Iglesia!
Por si no fueran suficientes estos instrumentos de los que la gracia se sirve para actuar sobre nuestra alma, embelesados por la melodía e inundados por el ambiente de contemplación, también podemos notar en la capilla un tenue resplandor que cae sobre una imagen de María Santísima, al mismo tiempo que el canto-oración deleita nuestros oídos e intelecto con verdadera profundidad.
En ese momento, tenemos la impresión de que nos hemos substraído de la vida ordinaria, alzándonos a una esfera donde lo celestial y lo terrenal se tocan. De hecho, ésa es una característica destacadísima en María: al ser mera criatura —perfecta, recordémoslo— abraza lo creado, para elevarlo al Creador. En palabras del Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, la Santísima Virgen «es la grapa de oro que une a Nuestro Señor Jesucristo toda la creación, de la cual Ella es el ápice y la suprema belleza».1
Esto es lo que el canto gregoriano Alleluia Virga Iesse pone de relieve. En medio de una desconcertante sencillez, nos topamos con un rico horizonte espiritual, que se revela tanto en sus melismas como en una letra cargada de densidad teológica y de conmovedora piedad: «Aleluya, la Vara de Jesé ha florecido (cf. Is 11, 1), la Virgen ha engendrado a quien es Dios y hombre. Dios ha restaurado la paz, reconciliando lo ínfimo con lo supremo».
El cumplimiento de la poética profecía da lugar al gran misterio teológico, que encierra una paradoja divina: por amor, el Infinito e Increado erigió para sí una morada, un paraíso adornado de virtudes, aprisionándose en el vientre de una madre inmaculada, como en un «huerto cerrado» (cf. Cánt 4, 12), ¡para redimirnos!
¡Qué grandeza la de María! Ya en los primeros siglos de la cristiandad, sus devotos no dudaron en reconocer su incomparable superioridad, cantando: «No sé con qué alabanzas podré engrandecerte, porque aquel a quien los Cielos no pudieron contener ha descansado en tu seno (cf. 1 Re 8, 27)».
A través de Nuestra Señora, la Inmensidad se hizo pequeña, para que los pequeños se hicieran inmensos. Esta bendita e inigualable «grapa de oro» es el canal necesario, establecido por la Trinidad omnipotente, para que el Cielo descienda hasta nosotros y la tierra se eleve a la bienaventuranza.
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El melodioso timbre del gregoriano dio paso al silencio en la acogedora capilla, el transcurso de las horas alejó de los vitrales los rayos del astro rey, la imagen de la Santísima Virgen volvió, entonces, a su color natural. Pero la gracia sigue resonando en nuestro interior, infundiéndonos la certeza de que la Madre de Dios es también nuestra Madre, nuestro refugio perenne y maternal en cualquier situación: «Aleluya, la Vara de Jesé ha florecido, la Virgen ha engendrado a quien es Dios y hombre. Dios ha restaurado la paz, reconciliando lo ínfimo con lo supremo».
Notas
1 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. «O grampo de ouro». In: Dr. Plinio. São Paulo. Año XXI. N.º 242 (mayo, 2018), p. 36.