Reflexiones sobre el Santo Sudario

Publicado el 03/29/2024

Al contemplar el Santo Sudario vemos como, durante su vida terrenal, en aquel Cuerpo el pensamiento enunciado en los Evangelios repercutía en la voz, afloraba en la frente, danzaba en los ojos, se expresaba por los labios y gestos. Así, la imagen allí estampada es la prueba no solo de la existencia, sino también de la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. ¡Es el Hombre-Dios!

Plinio Corrêa de Oliveira.

Analizando el Santo Sudario, me parece que incluso tomando en consideración que la Sagrada Faz está un tanto alterada por los golpes recibidos –como, por ejemplo, la nariz–, revela otras excelencias de Nuestro Señor.

Es un hecho que, en su forma nativa, perfecta, la fisionomía de Nuestro Señor se presentaba de un modo aún más excelente. Pero per accidens una cierta excelencia mayor aparece, debido a las propias deformaciones que sufrió. Debemos entender eso como una especie de preliminar del análisis.

Abismo de maldad que causa asombro

Llama la atención el ver como no solamente la nariz visiblemente recibió un golpe y quedó deformada, sino que también el mentón quedó un tanto caído. La distancia entre el punto más alto de la frente y la parte más baja del mentón es un poco mayor de lo que sería normalmente.

Eso, en mi opinión, tiene un efecto curioso: en la armonía perfecta y divina de Nuestro Señor, su Faz debería dar una doble impresión de una persona muy entregada al pensamiento, pero nada tenso. Lo que es natural, pues el pensamiento no le causaba el menor esfuerzo. Pensaba con la facilidad y la abundancia propia a la excelencia de las dos naturalezas unidas hipostáticamente en su Persona.

A causa de esa alteración fisionómica, provocada por los golpes, Jesús parece un poco esforzado en el pensar. Y, por una feliz coincidencia, también se nota que su pensamiento versa sobre el dolor y la persecución por Él sufrida, y la injusticia allí cometida, y también respecto a todo cuanto le sucedió, las más atroces ingratitudes, aberraciones que llegaron a un punto inimaginable.

Siendo Él la víctima, medita sobre los criminales y el crimen, respecto al cual cualquier meditación tiene como punto de partida su propia Santidad y, por lo tanto, la inmensa gravedad del hecho de que contra el Santo de los Santos haya sido hecha la violencia de las violencias.

Por causa de la hinchazón del rostro, se tiene la impresión de que le es medio penoso sondear hasta el fin mediante la meditación y la reflexión, ese abismo de maldad, que no le es propio estar meditándolo, pues más le compete permanecer con la atención vuelta hacia las excelsas perfecciones de Dios. Y ese abismo de maldad causa una especie de asombro expresado en la fotografía del Santo Sudario.

Y, junto con ese asombro, en consecuencia, una toma de actitud, o sea, Él repele totalmente la actitud de las personas que hicieron eso, y a pesar de que en el momento no esté emitiendo un juicio de quien vaya a condenar, la condena ya está llegando en el horizonte, inapelable y tremenda.

Convicción de que la Resurrección llegará

Se nota la profundidad, la serenidad, la seriedad de la reflexión y la firmeza de la conclusión. Durante todo el tiempo, el pensamiento es de una solidez inquebrantable, todas sus impresiones fueron nítidas y definidas. Todo cuanto vio, rechazó y pensó, permaneció para siempre jamás.

Por detrás aparece la Divinidad. Porque se percibe que no solo tiene en vista al criminal sino también a la Santísima Trinidad. Eso lo noto en algo aterciopelado sereno, imperturbable y sublimemente elevado, a causa de lo cual Nuestro Señor, para sondearlo, no baja completamente hasta ese pozo de infamia, sino que tiene un padrón, desde lo alto del cual, Él mide todo eso.

La unidad de la Persona con dos naturalezas, la divina y la humana, en Unión Hipostática, es inalcanzable por tantas ofensas que ni de lejos tocan la fimbria de su majestad serena, de tal manera mantenida por completo, que un mosquito, volando por fuera de una pirámide, es menos extrínseco a lo que está dentro de ella, que todos esos pecados en relación a la santidad, a la majestad y a la divinidad de Nuestro Señor.

Jesús está completamente por fuera, como quien dice: “Ellos cometieron todos esos pecados, pero mi santidad, la de Dios Padre y del Espíritu Santo no fueron alcanzadas. Nosotros nos amamos en la Trinidad Santísima, con un amor al cual ese odio no lo afecta en nada. Hay una paz enorme, una serenidad y una dignidad que esta chusma de ningún modo alcanzó.

Por otro lado, imaginemos a Nuestra Señora, llena de dolor, dirigiendo algunas palabras a su Divino Hijo. Él le respondería con una tal suavidad que se diría que está siendo cargado en sus brazos. Sin duda, en este Varón existía la conciencia de que al pie de la Cruz estaba su Madre. La Santísima Virgen es el Paraíso de Dios. Por lo tanto, dentro de todo ese horror, Él estaba junto a su Paraíso y de esa forma tenía un gozo. Eso excede todos los pensamientos humanos.

Una parte de esa seriedad proviene de la noción de la intangibilidad. Y ahí la actitud frente a la muerte es la más sorprendente posible. Porque Él está muerto, pero hay una cosa cualquiera parecida con la conciencia o convicción de la Resurrección que vendrá. De tal manera que, por algún lado, su condición de muerto parece decir: “Todo está terminado”, pero por otro lado hay algo que afirma: “Nada está terminado”.

Con solo mirar esto, debería darles a sus asesinos una inseguridad de salir gimiendo por las calles, sin tener que decir.

Batalla de los definitivos

El mentón de Nuestro Señor parece haber recibido un golpe en virtud del cual la distancia entre la parte superior y la comisura de los labios quedó más grande, y le da al rostro una base un poco más amplia de lo que sería si no fuese el trauma.

Su mentón normalmente sería muy armónico y, con la barba, casi se diría que el rostro terminaba en un misterio. Eso debido a su propia perfección, pues las cosas muy excelentes, cuando terminan, muchas veces no se percibe cómo acabaron. Sin embargo, así el mentón toma un basamento mayor. En mi opinión, es de las tales deformaciones que amplían una cierta expresión magnífica y sirven de comentario vivo de la situación.

Se nota una resolución como de quien dice: “¡Lo que está hecho, hecho está para siempre jamás! ¡La actitud tomada por ellos hacia mí es definitiva! ¡La que yo tomo delante de ellos es definitiva! ¡Mi muerte es definitiva! ¡Definitiva será mi victoria! Es la batalla de los definitivos. En ese embate sólo falta el último lance que le compete solo a Dios y, por lo tanto, a mí. ¡Ese lance es mi Resurrección, y esta no depende en nada de los hombres, sino enteramente de mí! ¡Y esto llegará!”

Con el golpe recibido, la nariz se alargó y eso confirma la impresión de haber pasado por varias peripecias. A través de su trazado, hecho así indeciso, hay una decisión en el fondo, más o menos como la del hombre que pasa por muchas pruebas y las vence, permaneciendo imperturbable, inmutable.

El Divino Redentor pasó por todas las vicisitudes de la Pasión, y en todas ellas la perfección de la actitud fue completamente la misma. A través de las varias perfecciones estampadas en la nariz, se nota la indefectible continuidad suya hasta el “Eli, Eli, lamma sabactani1 . Esa fisionomía parece decir a quien la contempla: “¡Tu pasarás por las más asombrosas peripecias! ¡Sé firme, igual a ti mismo, para ser igual a mí hasta el final! Los firmes vencerán, y no hay bofetada ni golpe que los deforme. ¡Adelante!”

Mirada que increpa todos los pecados del mundo

Santísimo Cristo de la Misericordia – Iglesia de Santa Cruz, Sevilla- España.

Esa mirada con los párpados cerrados yo no oso comentarla, pues inmediatamente que comenzara a hacerlo, la sentiría fijarse en mí y decirme:

¿Tu, osas traducir a tu miserable vocabulario y al juego de tus impresiones aquello que es superior a cualquier pensamiento? ¿Te estoy mirando y tu piensas que alguna palabra es capaz de describir esa mirada? En todo momento, ella continúa siendo la misma y variada. ¿Tu piensas ser capaz de acompañar esa variedad dentro de la estabilidad perfecta?

Mi mirada te convida a penetrar en el fondo de mí mismo, y cuando comienzas a adentrarte percibes que estás entrando en el Sancta Sanctorum2, doblas las rodillas, bajas la cabeza y te dejas envolver, no consigues erguir tu frente. ¡No hables de lo que no osas ver!”

Se siente que esa mirada increpa no solo los pecados cometidos contra Nuestro Señor durante la Pasión, sino todos los pecados del mundo. Por lo tanto, también tiene la atención puesta en nuestros defectos, aunque no con un rechazo tan colosal; sin embargo, en cuanto defectos, Él los rechaza.

En el Santo Sudario, Nuestro Señor Jesucristo nos está enseñando por contraste. Hay representaciones del Divino Redentor que nos hacen sentir cierta afinidad con Él, pero esta es la imagen del contraste por excelencia. Delante de esa figura solo deseo decirle a Nuestra Señora: “¡Madre mía, obtened que Él me cure!”

La boca también lleva la marca de la Pasión, porque tiene la señal del dolor, y al cerrarse expresó algo del alma de Él que normalmente no se expresaría. No es propiamente una boca de misterio, pero da a entender: “No hablaré nada, y en mi silencio está todo dicho, no me preguntes.” No está en nuestra medida oír lo que Él tiene para decir. Por lo tanto, no lo interroguemos, sino que comprendamos por medio de sus labios cerrados.

La Sagrada Faz presenta algo a la manera de una contradicción, porque el rostro del hombre es el repositorio de su honor; sin embargo, en esa Faz Divina se encuentra todo el honor como nunca hubo, junto con todas las bofetadas e insultos que jamás fueron descargados contra alguien; todo está acumulado allí. ¡Calculen lo que Nuestra Señora sufrió viendo eso! ¡Simplemente no hay palabras!

Armonía, equilibrio y belleza solo posibles en el Hombre Dios

La frente tiene una proporción y está en una armonía muy celestial con el resto del rostro; es la propia imagen de la perfección moral. Su tamaño normal no aparece debido al cabello desarreglado, maltratado, desordenadamente puesto por la sangre que escurre. Todo eso causa una sensación de que la frente desapareció, como se diría de un castillo cuya parte más alta se incendió.

Se puede preguntar: ¿la Pasión le añadió algo? Se podría resumir esa cuestión en otra: ¿la cicatriz acrecienta algo al guerrero? ¡Claro! Nuestro Señor se llenó de cicatrices. Cuando nosotros, por los ruegos de María, lo contemplemos en el Cielo, veremos en su Faz una especie de plenitud de lo que era en todas las edades de su vida. Más que como era en el Santo Sudario y en la cruz. Todas sus cicatrices estarán irradiando esplendores y aumentarán la belleza de la Santa Faz. No tenemos idea de cómo Él será pulcro para que lo miremos.

Tomemos en consideración su estatura. ¡Se percibe la extensión de hombro a hombro, la altura del cuello y del tronco, el largo de sus brazos, formando una proporción simplemente monumental!

En Nuestro Señor existe la conjunción de dos aspectos: la estabilidad y el movimiento. Él tiene una estabilidad cerca de la cual una pirámide de Egipto es una mandarina. Y, por otro lado, tiene una facilidad de moverse a cualquier momento, con un movimiento dominador, natural, que aleja cualquier obstáculo. Él es el Rey rompu, brisé, anéanti –roto, despedazado, aniquilado–, según la expresión de Bossuet, pero su esencia está completa. Él domina plenamente. Solo viendo ese equilibrio ya se comprende que no se trata de un mero hombre. Es el Hombre-Dios.

Se puede percibir en ese Cuerpo inerte el pensamiento enunciado en los Evangelios que repercute en la voz, aflora en la frente, danza en los ojos, se expresa en los labios y en los gestos. De él salieron virtudes de toda especie, y cada una de ellas era un himno de orden y de elevación, algo que no podemos imaginar.

A mi modo de ver es enteramente obvio que eso conlleva la prueba de que Él existió y era Hombre-Dios. Solo alguien de un valor igual al de Él podría concebir aquello que allí se encuentra.

A tal punto que, si yo no conociera a Jesús y lo viera pasar por la calle, me arrodillaría y diría: “¡Señor mío y Dios mío!”

En contrapartida, al entrar en una catedral gótica, en el ambiente silencioso o donde se tocase una música enteramente adecuada, dándome la impresión de que todas las luces y formas del recinto sagrado se corporificaban en sonidos, en una iglesia toda florida de tal manera que se llenase de perfumes muy odoríferos, mi espíritu deseoso de unum sería llevado a preguntar: “¿Pero no habrá alguien que englobe y exprese mejor todo esto?” Si en ese momento se apareciera Jesús, yo daría un grito: “¡Helo ahí! ¡Sin embargo, Él es mucho más bello que todo eso!” Y una vez más, exclamaría: “¡Señor mío y Dios mío!”

Y aunque –mientras yo me deshiciese de veneración, gratitud y pedido de perdón– Él me quisiese hacer un agrado, no sería eso para mí lo más importante. Lo principal sería quererlo: gratias agimus tibi propter magnam gloriam tuam3.

Pues bien, la Iglesia Católica es el Cuerpo Místico de Nuestro Señor Jesucristo. Todo cuanto ella tiene y aún aparecerá de ella en el Reino de María es eso, con una intensidad, una fragancia de la cual tenemos dificultad de formar una idea.

Notas

1“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me abandonaste?” (Mc 15, 34).

2Del latín: Santo de los Santos.

3Del latín: Nosotros os agradecemos por vuestra inmensa gloria.

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