Refugio seguro de los pecadores

Publicado el 11/26/2021

Ahora ya no hay que apostarse ante las murallas para lograr asilo en la ciudad, basta un espíritu contrito y humillado para refugiarse en un corazón de Madre.

Padre Thiago de Oliveira Geraldo

Ante el monte Sinaí, el gran profeta y legislador de Israel se preparaba para el encuentro con el Señor Dios de los ejércitos. Hacía tres meses que el pueblo elegido había salido de Egipto, adentrándose en el desierto, y ahora se encontraba reunido a las faldas del lugar escogido por Dios para revelar el código de la Alianza.

Se oía el estruendo de trompetas y relámpagos. Una espesa nube cubría
 a montaña sagrada. “Moisés hablaba y Dios le respondía con el trueno” (Éx 19, 19) cuando lo llamó a la cima del monte, prohibiendo que nadie más se acercase. “Todo el pueblo percibía los truenos y relámpagos, el sonido de la trompeta y la montaña humeante. El pueblo estaba aterrorizado, y se mantenía a distancia” (Éx 20, 18).

Moises baja del Monte Sinaí con las tablas de la Ley

Además del Decálogo, muchas otras leyes le fueron dadas a Moisés en aquella circunstancia. Entre ellas encontramos este decreto: “El que hiera mortalmente a un hombre, es reo de muerte. Pero si no fue intencionado, sino que Dios lo permitió, te indicaré un lugar donde podrá refugiarse” (Éx 21, 12-13).

En esa ocasión, Dios no manifestó cuál sería el lugar donde podría refugiarse el que hubiera cometido homicidio involuntario. Esa revelación vino solamente años después, cuando la muerte de Moisés fue anunciada por el Creador y su espíritu transmitido a Josué.

Se trata de las ciudades de refugio o asilo. Su origen es narrado en el Libro de los Números, en un extenso y detallado relato. Acompañémoslo con especial atención, a fin de que nos deleitemos con su bello simbolismo y aplicación a los días actuales.

Ciudades de refugio contra el vengador de la sangre

Ubicación de las ciudades de refugio en el antiguo Israel

Al finalizar su peregrinación por el desierto, cada una de las tribus de Israel recibió una porción de la tierra prometida por el Señor a Abrahán.

La división se hizo de manera desigual, siguiendo las necesidades de cada una. La tribu de Leví, no obstante, no obtuvo un territorio determinado: por ser la encargada del culto divino, su quiñón era el mismo Dios.

Esto no impidió que hubiera 48 ciudades levíticas distribuidas en el área de las demás tribus, santificando con su influencia el territorio del país.

Seis de esas localidades, por orden del Señor, fueron declaradas “ciudades de refugio”: en ellas podía buscar asilo “el homicida que ha matado a un hombre por ignorancia” (Núm 35, 11).

Según la ley israelita, aunque una persona hubiera matado a otra accidentalmente, el pariente más próximo del muerto tenía el derecho de vengarse, quitándole la vida. Por lo tanto, la utilidad de las seis ciudades de refugio era enorme, conforme se lo reveló Dios a Moisés: “Esas ciudades os servirán de asilo contra el vengador; así no morirá el homicida hasta que comparezca ante la comunidad para ser juzgado” (Núm 35, 12).

Para beneficiarse de ese designio divino, el asesino involuntario debía ir corriendo hacia alguna de esas ciudades y apostarse ante la puerta de entrada. Los ancianos levitas escucharían desde lo alto de la muralla el relato de lo ocurrido y juzgarían si debían o no dar asilo al criminal. Si llegaban a la conclusión de que de hecho era culpable, los mismos ancianos debían entregarlo al vengador de la sangre, según la ley: “Pero si uno que odia a su prójimo se pone al acecho, se lanza contra él, lo hiere mortalmente y muere, y después huye a una de aquellas ciudades, los ancianos de su ciudad lo mandarán prender allí y lo entregarán al vengador de la sangre para que muera” (Dt 19, 11-12).

La muerte del sumo sacerdote: prefigura de Cristo

Si el veredicto de los ancianos fuera favorable, el acusado era acogido en la ciudad de refugio donde el vengador de la sangre no podía ponerle la mano. Más tarde sería llevado a juicio y, una vez declarado inocente, “salvará la comunidad al homicida de las manos del vengador de la sangre. La comunidad lo hará volver a la ciudad de asilo en la que se refugió” (Núm 35, 25).

Aun después de haber sido declrado inocente, ya no podía salir de esa ciudad. Sería su abrigo y su defensa segura. Si un día el vengador de la sangre lo encontrara fuera de ella, podía matarlo sin ser penalizado por la ley.

Sin embargo, ¿cuánto tiempo tenía que quedarse en la ciudad de refugio? La respuesta nos la da el Libro de Josué: hasta la muerte del sumo sacerdote que había sido ungido con el santo óleo. “El homicida deberá permanecer en la ciudad hasta que comparezca en juicio ante la comunidad y muera el sumo sacerdote que esté en funciones por aquel tiempo. Entonces el homicida podrá volver a su ciudad y a su casa, a la ciudad de la que huyó” (Jos 20, 6). A partir de ese momento estaría protegido nuevamente por la ley común y nadie podía herirlo sin ser castigado.

San Paterio, notario de San Gregorio Magno y compilador de su obra, encontró un bello simbolismo de Cristo en ese retorno del asilado, tras la muerte del sumo sacerdote: “¿Qué es lo que viene a decir que el homicida, después de la muerte del sumo sacerdote, retorna al perdón sino que el género humano, habiendo pecado, conducido por sí mismo a la muerte, recibió el perdón de su pecado después de la muerte del verdadero sacerdote, sin duda, nuestro Redentor?”. 1

Ejemplos de homicidio involuntario

La Sagrada Escritura da algunos ejemplos de lo que puede constituir un homicidio involuntario, como alcanzar a alguien de una pedrada por distracción.

Tal vez el más esclarecedor de ellos sea el contenido en el llamado “Código deutoronómico” (capítulos 12 al 26 del Deuteronomio), que presenta un conjunto de leyes actualizadas con relación a los libros anteriores: “Este será el caso del homicida que huye allí para salvar su vida: quien mate a su prójimo inadvertidamente, sin que le odiase en el pasado —por ejemplo: quien va con su prójimo al bosque a cortar leña y, al blandir su mano el hacha para cortar la leña, el hierro se escapa del mango y alcanza a su prójimo y lo hiere mortalmente—, ese podrá huir a una de esas ciudades y salvará su vida” (Dt 19, 4-5).

Dependiendo del lugar donde el hecho ocurriese, podría suceder que la ciudad de refugio quedara distante y el vengador de la sangre lo alcanzara antes de conseguir asilo. Por eso Josué, en esa época un venerable anciano, había distribuido las seis ciudades de refugio por toda la tierra de promisión, de acuerdo con el siguiente orden: de cada lado del río Jordán había tres ciudades quedando situadas dos de ellas más al sur, otras dos en el centro y las últimas en la parte septentrional del país.

Los nombres y la localización de dichas ciudades están consignados también en el Libro de Josué: “Los israelitas designaron como ciudades sagradas: Cadés en Galilea, en la montaña de Neftalí; Siquén, en la montaña de Efraín, Quiriat Arbá (o sea Hebrón), en la montaña de Judá.

En Transjordania, al este de Jericó, señalaron: Béser, en la llanura desértica de la tribu de Rubén; Ramot de Galaad, en la tribu de Gad, y Golán de Basán, en la tribu de Manasés.” (20, 7-8).

El refugio del Nuevo Testamento

Cerca de tres milenios después de esta promulgación de Josué, ¿qué queda de las ciudades de refugio? ¿Por qué Dios incentivó esta institución sólo en el Antiguo Testamento? Hoy ni siquiera sabemos muy bien cómo localizarlas.

San Alfonso María de Ligorio nos enseña que aquellas antiguas ciudades fueron sustituidas únicamente por una: María Santísima. Lejos de dificultar el acceso a la misericordia el Señor abolió los límites territoriales. Ya no es necesario correr para lograr asilo en una determinada región, porque es la Virgen la que viene al encuentro de nuestras miserias.

En el Nuevo Testamento, ni siquiera es necesario apostarse ante las murallas para dar explicaciones a los ancianos de la ciudad. Para una madre —¡y qué Madre!— basta un corazón contrito y humillado para que encontremos refugio. El Inmaculado Corazón de María es nuestro asilo seguro.

En el Antiguo Testamento, sólo los homicidas involuntarios conseguían entrar en las ciudades de refugio. Con la Virgen todo cambia. Por más pecadora que sea una persona, merecedora del justo castigo divino, basta recurrir a Ella con sincero arrepentimiento de sus pecados, que hasta el mismo Dios se siente como “impedido” ante las murallas misericordiosas
de su Madre: “Huid, Adán y Eva, huid vosotros sus hijos que habéis ofendido a Dios, huid y refugiaos en el seno de esta buena Madre. ¿No sabéis que Ella es la única ciudad de refugio y la única esperanza de los pecadores?”. 2

Señal de predestinación

Todavía se puede hacer otra comparación: a veces podemos convertirnos en asesinos, no de otro ser humano, sino de nuestra alma. Morimos por causa del pecado y enseguida nos persigue el vengador de la sangre, el demonio. El padre de las tinieblas no quiere otra cosa que causarnos aflicción y desesperación. Quiere encadenarnos a los vicios y pecados, y persigue a los cristianos de todas las formas.

En esas ocasiones de peligro, sea porque el demonio tienta de desesperación a aquel que ya ha tenido la desgracia de cometer un pecado, sea porque ronda como león buscando la oportunidad de hacernos caer, debemos acordarnos de Aquella que fue concebida sin mancha original.

La Virgen ya aplastó la cabeza de la serpiente infernal y continuará aplastándola por todos los siglos.

En María Santísima tenemos la plena certeza de encontrar un seguro refugio contra el demonio y prenda de perdón de su divino Hijo: “Es
imposible que un pecador que recurre sincera y confiadamente a María, para recuperar a Jesús, no sea atendido. Esto es inaudito, ¡y suena a blasfemia! La Virgen María es realmente el refugio seguro de los pecadores, y la devoción a Ella es la mejor señal y plena garantía de salvación y predestinación”. 3

Tomado de la Revista Heraldos del Evangelio n°161, diciembre de 2016; pp. 36-38

Notas
1 SAN PATERIO. Expositio Vet. et Nov. Testamenti. De testimoniis libri Numerorum. L. IV, c. 24: ML 79, 774.
2 SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO. Glórias de Maria. 3.ª ed. Aparecida: Santuario, 1989, p. 105.
3 LACROIX, Pascoal. A Virgem Maria. Seguro refúgio dos pecadores, apud CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Pequeno Ofício da Imaculada Conceição comentado. 2.ª ed. São Paulo: ACNSF, 2010, v. I, p. 275.
 

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