Reina de los corazones, Reina de la Contra-Revolución

Publicado el 08/16/2022

Para conocer bien a la Santísima Virgen, es necesario excluir de nuestras almas el espíritu del mundo, que hoy se identifica con la Revolución 1, que es incompatible con la Madre de Dios, cuya soberanía está estrechamente ligada a su papel como Madre, Medianera y Maestra.

Plinio Corrêa de Oliveira

Vamos a comentar algunos extractos del Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen, de San Luis María Grignion de Montfort 2, relativos a la segunda semana de preparación para la Consagración a Nuestra Señora.

El espíritu del mundo se identifica con la Revolución

Durante la segunda semana, se aplicarán en todas sus oraciones y trabajos diarios para conocer a la Santísima Virgen. Implorarán este conocimiento al Espíritu Santo.

Es necesario expulsar del alma todos los errores que hacen imposible conocer bien a la Santísima Virgen, es decir, los errores del espíritu del mundo, que hoy se identifica con la Revolución. De por sí, el espíritu del mundo es una cosa, la Revolución es otra, pero en nuestro tiempo el espíritu que el mundo ha adoptado es el espíritu revolucionario, y la Revolución es la mentalidad, la actividad del mundo. Después de haber limpiado nuestra alma del espíritu de la Revolución, incompatible con Nuestra Señora, se crean las condiciones para que entendamos bien a la Santísima Virgen, pre-requisito para amarla, porque el amor nace del conocimiento, y el recto amor nace del recto conocimiento. Es sólo cuando se conoce bien que se ama rectamente. Por lo tanto, el primer paso, después de esa limpieza preliminar, es conocer bien a Nuestra Señora, por lo cual San Luis hace sus recomendaciones.

La primera es aplicarse en la oración hasta en los trabajos diarios, con el objetivo de alcanzar esa gracia tan alta. Finalmente, se debe pedir ese conocimiento del Divino Espíritu Santo de quien parten las gracias que, a través de su Esposa, María Santísima, nos hacen capaces de conocerla.

El Espíritu Santo es el verdadero Esposo de María

Mucho se ha tratado de Nuestra Señora como Madre del Verbo Encarnado, pero se habla menos de la intimidad con Dios que representa su relación con el Espíritu Santo. La Santísima Virgen es Esposa del Divino Paráclito en el verdadero sentido de la palabra, precisamente porque es verdaderamente Madre de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que se encarnó en su claustro virginal. El Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo fue engendrado en Nuestra Señora, de la carne y sangre exclusivamente suya porque ninguna otra carne o sangre humana ha entrado en esa generación.

Por lo tanto, dice la teología: Caro Christi, caro Mariæ; Sanguis Christi, sanguis Mariæ —la Carne de Cristo es la carne de María; la Sangre de Cristo es la sangre de María.

De hecho, esta es una verdad que, en la Misa, en el momento de la consagración, agrada recordar. Una forma de pedir especialmente las gracias incalculables que nuestra participación en la Santa Misa puede traer, si fuésemos devotos, es participar en ella a través de la Virgen, considerando que el Cuerpo y la Sangre en la que se transubstanciaron el pan y el vino fueron engendrados en el seno purísimo de María, quien, permaneciendo virgen antes, durante y después del parto, dio a luz el Verbo de Dios Encarnado.

A propósito, ella tuvo conocimiento del fenómeno de gestación que sucedía en su cuerpo, y prestó actos de adoración a su Divino Hijo en la medida en que iba dando su propia carne y sangre para formar su Cuerpo. Por esta razón, Nuestra Señora es el modelo de aquellos que comulgan, pues, por una de esas analogías abismáticas, cuando recibimos a Nuestro Señor en nosotros por la Sagrada Eucaristía –a pesar de nuestras miserias, ingratitudes, irreflexiones, liviandades, etc., que a veces nos impiden comulgar como deberíamos– somos tabernáculos vivos como lo fue la Madre de Dios, y esto nos eleva a una dignidad que no sabemos evaluar adecuadamente.

En ese conjunto de verdades está la siguiente: el que engendró a Nuestro Señor Jesucristo fue el Espíritu Santo. De manera que Él es el verdadero Esposo de María. Es por esta razón que San Luis Grignion de Montfort recomienda que se pida al Divino Paráclito el conocimiento de Nuestra Señora.

Así, se entiende con mayor profundidad la jaculatoria Emitte Spiritum tuum et creabuntur, et renovabis faciem terræ —Envía tu Espíritu y todas las cosas serán creadas, y renovarás la faz de la Tierra—. Todo será restaurado, revivido, reconstituido en un estado de mayor esplendor, y con esto la Tierra tendrá otra cara. ¿Por qué? Porque tendrá otro espíritu. El rostro es el espejo del espíritu; cambió el espíritu, cambia la cara.

Madre, Medianera y Maestra entre los hombres

Como resultado de su Maternidad Divina y por ser la Esposa del Espíritu Santo, Nuestra Señora es soberana, porque está colocada incalculablemente por encima de todas las criaturas, poseyendo un poder real sobre aquellos que obedecen a Dios. La súplica de María es gobernativa por voluntad divina, porque Ella pide y Él atiende. Es que, por así decirlo, la Santísima Virgen tiene el cetro de Dios en sus manos. Esto es lo que, por cierto, la imagen de Nuestra Señora Auxiliadora indica claramente. Ella tiene en su mano izquierda al Niño Jesús, y en su derecha el cetro, que simboliza el gobierno que posee de toda la Creación, por su incomparable situación de santidad y unión con la Santísima Trinidad.

Además, la Virgen María es Medianera. Mediar es estar en el medio, y Ella está en el medio entre Dios y nosotros de una manera peculiar. Cuando yo era pequeño, a los niños de aquella época les gustaba hacer una broma que me interesó durante un tiempo: usar lentes de aumento para concentrar los rayos del sol sobre una hoja muerta, por ejemplo.

Los rayos así concentrados hacían que la hoja comenzara a incendiarse en poco tiempo.

Para un niño que nunca había visto eso, era una experiencia interesantísima.

Nuestra Señora desempeña el papel de esa lupa entre Dios y nosotros porque, por el poder de Medianera que tiene, concentra en sí misma lo que pide a Dios y, aplicándolo sobre el fiel, lo incendia de amor divino.

La Santísima Virgen es nuestra Madre –y esta palabra significa tanto, que tal vez solo en el Reino de María entenderemos todo su significado en relación con Ella–, pero también es nuestra Maestra.

En efecto, de la Maternidad Divina y de la condición de Esposa del Espíritu Santo fluyen todas las grandezas y prerrogativas de Nuestra Señora, que dan fundamento a su papel de Madre, Medianera y Maestra de los hombres, lo que, a su vez, está relacionado con la realeza de María.

El molde de Dios

San Luis Grignion dice que la Santísima Virgen es también un molde perfecto, que debe moldearnos para que podamos conformarnos a Nuestro Señor Jesucristo. Es necesario que tomemos disposiciones, intenciones idénticas a este molde divino.

No podemos hacerlo sin estudiar cuidadosamente la vida interior de María, es decir, sus virtudes, sus sentimientos, sus actos, su participación en los misterios de Cristo y su unión con Él.

De hecho, como San Luis explica en cierto momento de su libro, un artista tiene dos formas de hacer estatuas. Una es tallarlas trabajosamente, una por una, con una materia prima dura y resistente, como piedra o madera. Otra es, teniendo un molde perfecto, verter en él yeso o cualquier otra materia moldeable y luego, de una manera fácil y segura, el artista podrá tener una gran cantidad de estatuas que, fabricadas una a una, le darían un trabajo tremendo.

María es el molde de Dios. Si la persona invitada a la santidad acepta dejarse modelar según este molde, se convierte en otra Virgen María. Ahora, eso nos hace pensar en el Reino de María. ¿Cómo podemos explicar que esperamos que haya tantas personas espléndidas en este Reino, cuando personas así son tan raras hoy en día?

Serán personas que pasaron por el molde, tomaron la forma de ser, entraron en el género, en su estilo, y que por esta razón se volvieron muy similares a Ella, es decir, semejantes a Dios. La imitación perfecta de Nuestro Señor Jesucristo es modelarnos en María. Así, San Luis Grignion nos está acercando a este ideal de santidad que puede parecer a muchos absolutamente inalcanzable.

El corazón es símbolo de la voluntad, la psicología, la mentalidad del hombre

Un título de la Santísima Virgen que me agrada mucho es Reina de los Corazones, equivalente a decir Reina de la Contra-Revolución.

El corazón es un símbolo de la voluntad, de la psicología, de la mentalidad de la persona. Por lo tanto, Nuestra Señora es la Reina de los corazones en este sentido. Por supuesto, ella no viola la libertad de los hombres, sino que tiene tal influencia sobre las gracias otorgadas por su intermedio, que estas gracias inducen, atraen a las personas, con dulzura soberana y claridad, hacia lo que la Santísima Virgen quiere. Es, por lo tanto, por medio de esas gracias que María es la Reina de todos los corazones.

Con raras excepciones, el corazón del hombre contemporáneo está dominado por la Revolución. Por lo tanto, considerando la lucha entre la Revolución y la Contra- Revolución, debemos invocar mucho a Nuestra Señora como Reina de los Corazones.

Sobre este tema tan elevado, San Luis Grignion dice: María es la Reina del Cielo y de la Tierra, por gracia, como Jesús es Rey por naturaleza y conquista.

Nuestro Señor Jesucristo es el Rey del Cielo y de la Tierra por naturaleza porque, siendo Hombre-Dios es Rey de toda la Creación.

Nuestra Señora no lo es por naturaleza, sino por gracia, que le dio esta realeza sobre el Cielo y toda la tierra.

El Divino Salvador es también Rey por conquista porque, con su Pasión, redimió al género humano y conquistó la tierra para sí. Él ganó un derecho, por su naturaleza, de ser Rey de la Tierra y del Cielo.

Cuando Nuestro Señor dijo: “El Reino de Dios está entre vosotros” (Lc 17,21), quiso decir que se realiza en los corazones. Y el reino de la Santísima Virgen está principalmente en el interior del hombre, es decir, en su alma. Es sobre todo en las almas que Ella es más glorificada con su Hijo, que, en todas las criaturas visibles, y podemos llamarla con los santos la Reina de los Corazones.

El mar es una gota de agua comparada con el alma de Nuestra Señora

Estas verdades ofrecen algunas consideraciones. Imaginen una persona que esté, por ejemplo, en la isla Fernando de Noronha.

Que es una especie de navío inmóvil con su base en el fondo de la tierra, pero que tiene una perspectiva maravillosa. Mirando al mar la persona se regocija con ese esplendor y se entusiasma; si es piadosa, debe tener la costumbre de volverse a María en todo lo que piensa. Luego dirá: “¡Cómo debe ser el Inmaculado Corazón de María, inmensamente más grande que todo esto, no por tamaño físico, sino por valor!” Se pueden suscitar pensamientos muy buenos sobre la extensión y la calidad de los predicados de la Santísima Virgen.

Para comprender que el mar es una vil gota de agua en comparación con la grandeza del alma de Nuestra Señora, basta considerar su postura durante la Pasión de su Divino Hijo. Nuestro Señor Jesucristo cargaba la Cruz, y los dos se encontraron. ¡Cuánto sufrió Ella al ver a su Hijo injustamente llevado a ese estado y tratado de aquella manera, en una confusión de gente vil que no valía nada, de sinvergüenzas! Ella lo abrazó y en ese abrazo iba, de su parte, mucho más que una aprobación, una alabanza: “¡Hijo mío, yo te alabo por estar sufriendo así por la humanidad, para la gloria de Dios!”

Porque es glorioso para Dios y para Nuestra Señora poseer el reino de las almas; y Jesús estaba conquistando esto con su Sangre derramada y por la muerte que sufrió, por todas las almas creadas a lo largo de la Historia, desde Adán y Eva hasta el fin del mundo.

Conquistó el dominio de todos los corazones

Para mí, la escena más emocionante es la última mirada de Jesús, porque es indiscutible que, antes de morir, miró a su Santísima Madre una vez más, y que Ella lo estaba contemplando en ese momento, porque estoy seguro de que durante todo el tiempo que estuvo al pie de la Cruz, no apartó la vista de Él en ningún momento. Por lo tanto, en ese momento en que las miradas se cruzaron, Ella notó, por lo opacado de sus ojos y su extremo sufrimiento, que la hora estaba llegando. Nuestro Señor les dijo a Ella y a San Juan aquellas palabras de despedida: “¡Hijo, he ahí a tu Madre! ¡Madre, he ahí a tu hijo!” (cf. Jn 19, 26-27).

María Santísima sabía que iría a pasar por eso y lo deseó; queriéndolo, mostró un dominio extraordinario sobre sí misma, porque todo induce a una madre el querer salvar a su hijo. Si Ella lo pidiera, Nuestro Señor no sería martirizado. Él lo fue porque su Madre consintió; Ella lo permitió porque quería que rescatara al mundo. Por lo tanto, Ella tomó las cosas profundamente en serio y conquistó el dominio de todos los corazones.

Ahora bien, es tan augusto dominar todos los corazones que, considerando al hombre más inculto y tosco, de sentimientos y disposiciones las más viles que se pueda imaginar, Nuestra Señora al reinar sobre él tiene una grandeza mayor que reinando sobre todo el universo material. ¡Tanto vale un alma!

María es, por lo tanto, la Reina de las almas y tiene el poder de llamarlas para sí y traerlas para el bien. Ella es la Omnipotencia suplicante. Trabajando mucho en apostolado, una de las alegrías que se tiene es cuando se observa que cierta alma ha mejorado radicalmente, se ha transformado, causando la impresión de que ha cambiado, su mirada está luminosa. Esa alma está esplendorosa, afable, flexible para todo lo que es bueno e inflexible contra todo lo que es malo. ¿Qué es esto? Es el brillo de las virtudes que Nuestra Señora obtuvo para esa alma. Así, por el procedimiento de esta alma, la Santísima Virgen engrandece a Dios y canta el Magnificat al Creador en esa persona. En estas condiciones, en toda alma que se entrega continuamente a Dios, su vida es un Magnificat continuo.

Entonces debemos hacer a nuestra Señora este pedido: “Madre, vos sois Reina de todas las almas, incluso de las más duras y empedernidas que quieran abrirse a vos. Os pido una cosa: sed Reina de mi alma, quebrad sus rocas interiores, romped sus resistencias abyectas, disolved por un acto de vuestro imperio las pasiones desordenadas, las voliciones pésimas, los residuos de mis pecados pasados que pueden haber permanecido en mí.

¡Limpiadme, oh, Madre mía, para que yo sea enteramente vuestro!” Si somos atendidos seremos contra-revolucionarios perfectos.

Extraído de conferencia del 13/3/1992

Notas

1) Por Revolución el Dr. Plinio entendía el movimiento que desde hace cinco siglos viene demoliendo a la cristiandad y cuyos momentos de apogeo fueron las grandes cuatro crisis del Occidente cristiano: el protestantismo, la Revolución francesa, el comunismo y la rebelión anarquista de la Sorbona en 1968. Sus agentes impulsores son el orgullo y la sensualidad. De la exacerbación de esas dos pasiones resulta la tendencia a abolir toda legítima desigualdad y todo freno moral. A su vez, denominaba a la reacción contraria a ese movimiento de subversión como Contra-Revolución. Estas tesis están expuestas en su ensayo Revolución y Contra-Revolución.

2) Cf. nº. 37 a 59, 229.

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