Impulsado por una tendencia propia al alma inocente, el Dr. Plinio vivía buscando el ápice de la perfección en todas las cosas, haciendo de la consideración de las formas, colores y sabores una meditación religiosa que lo conducía al Sagrado Corazón de Jesús y al despuntar de una era en la cual las bellezas estarán especial e íntimamente relacionadas con Nuestra Señora: el Reino de María.
Había una frase muy citada en la época de mí juventud: L’homme revient toujours à ses prémiers amours.
Una pregunta característica del inocente
Cuando seguimos el camino de la fidelidad y llegamos al término final, notamos que se trata de un retorno al punto inicial. Por lo tanto, la caminata del hombre en esta vida, en vez de ser considerada como una recta, es un recorrido que vuelve a los primeros pensamientos, a la primera inocencia, a los primeros impulsos buenos que tuvo en los tiempos áureos de la infancia y a los cuales vuelve completando las preguntas y los anhelos de la infancia inaugural.
Me acuerdo perfectamente del período anterior al Colegio San Luis, o sea, de la inocencia antes de conocer la Revolución y tener cualquier preocupación con ella, durante el cual, no obstante, la Contra – Revolución estaba siendo modelada por la gracia en mi alma haciéndome admirar una serie de cosas que, en el fondo, serían el Reino de María con el cual yo soñaba.
Me doy cuenta de que, en esa fase inicial, todo el élan de mi persona estaba dirigido a un determinado punto y que el choque vino con violencia en relación al mundo de la Revolución, que encontré en el Colegio San Luis, porque ese punto inicial estaba muy firmemente puesto en mi alma y chocando a toda velocidad contra un mundo que venía en sentido opuesto. Si ese punto inicial no estuviese muy firme, no habría choque, simplemente yo caería sobre las vías, el tren de la Revolución habría pasado sobre mí y yo estaría liquidado, como sucede con millones y millones de personas.
¿Cuál era ese punto inicial?
Era una tendencia propia a la gracia de querer admirar, respetar, maravillarme, que yo traía dentro de mí y que, delante de las varias creaturas, me hacía formular instintivamente esta pregunta característica del verdadero inocente: “Eso es bonito; pero si fuera lindo, ¿cómo sería? Tal persona me parece buena, pero si fuese un padrón perfecto de ese tipo humano, ¿cómo sería ella? Tal vitral, tal pinturita hecha en la pared, de publicidad comercial, tal cosa, tal otra…si llegara hasta el último punto de perfección, ¿cómo sería?”
Esta pregunta se ponía continuamente en mí espíritu, no de un modo repentino, sino lento. Por ejemplo, a mí me gustaba mucho el nácar. En aquel tiempo era común usar botones producidos con ese material; vendían y ponían en el comercio botoncitos de nácar para camisas, de muy buena cualidad.
Pero el nácar tenía el inconveniente de que se partía, saliendo fragmentos. Cuando me sucedía que vestía una camisa con un botón un poco partido, yo veía otros reflejos del nácar que no aparecían en la superficie, medio opaca, menos bonita que estando partida. No sé cómo la trabajaban, pero por fuera era menos bonita que por dentro.
Me venía, entonces esta reflexión: ese nácar, como tantas otras cosas que veo por ahí, está medio deformado, pero la esencia vale más que el aspecto exterior; en su parte central es una maravilla.
Entonces, existe un modo de ser bonito a la manera del interior del nácar, con colores chatoyantes, 2 mutables, opalescentes, que no es el modo de ser fijo de la belleza clásica. Debe existir por el mundo un número enorme de bellezas huidizas así, sobre las cuales esas personas que me rodean y una cantidad enorme de gente como ellas no fijan su atención ni conversan.
Si yo apareciera delante de ellas con ese botón partido y quisiera conversar sobre eso, van a dar una risita condescendiente, como delante de un niño bobo, van a decir que es linda y después continuarán tratando de asuntos en los cuales no encuentro ninguna gracia.
Por eso yo mantengo distancia sin beligerancia, sin hostilidad, pero con un fondo de decepción y de hielo, y voy a prestar atención en otras cosas.
Meditación esencialmente religiosa, anhelo del Reino de María
Las papelerías antiguas importaban muchos artículos de lujo de Europa, como blocs pequeños de notas con tranche dorée [corte dorado], encuadernación de cuero con un adorno de metal y otras cosas así que yo compraba cuando conseguía dinero, antes de que comenzase con la manía de los soldaditos de plomo. Sin embargo, mi tendencia no era de comprar con la intención de usar, sino de tener. Yo temía que hubiese en eso un cierto desequilibrio, porque todas las personas consideradas equilibradas no procedían así; entonces yo también evitaba adquirir, porque no quería dar rienda suelta a esa tendencia y tenía horror de la atracción del vacío, del desequilibrio, de la monomanía.
No obstante, yo era tendiente a comprar no sólo esos objetos, sino también bolitas de vidrio que adquiría no para jugar –jugaba un poco, pero no me interesaba mucho– sino para poseerlas como padrón de una cierta belleza que aquello me daba al espíritu.
Además, me acuerdo haber visto una vez, en una casa de la calle Líbero Badaró, unas cajitas de madera todas pintadas y de formas diferentes, representando baúles muy bonitos, con pedrerías, utilizados en el siglo XV, sobre todo en el norte de Italia, en la Lombardía, antes de aparecer el armario perpendicular. El Veneto y la Lombardía eran muy ricos y producían cosas de ese tipo bellísimas; y esas cajitas de madera eran muy baratas. Yo compré cinco, diez cajitas de esas y las llevé a mi casa.

Rua Líbero Badaró, em 1920
Así yo guardaba un mundo de bric–à–brac,3 con los cuales, sin saber, hacía ejercicios de emerveillement.

Lago Sils, Suíça
Esa tendencia, si yo tuviese madurez e inteligencia en esa época –no las tenía, era un niño– me llevaría a concluir: “Hay entonces un orden de cosas que posee una belleza absoluta, perfecta e inmutable. Ese orden llenaría mi alma y fui hecho para él; quiero no sólo conocerlo, sino comprender la razón –yo no sabía decir la palabra “metafísica”, pero era eso– por la cual ese orden es así. Yo querría llegar hasta ese conocimiento, porque siento que eso me transformaría y haría de mí el Plinio que debo ser”.
Me encantaban las fotografías de Suiza, por ejemplo, que presentaban cumbres de montañas en la aurora, rosadas, y lagos con un azul prodigioso; en cierto lugar una capillita, y otros panoramas así.
Había una peculiaridad singular: yo nunca sentía que captaba tan bien esa especie de misterio que yo quería alcanzar en las cosas – eran de sublimidades, no de colores oscuros, sino de luz – que cuando comía. No era por el mero gusto de comer, pero ciertos alimentos me venían conjugados con impresiones de esas, y yo tenía una sensación de que yo sólo las aprehendía enteramente comiendo cosas que fuesen en ese sentido.
Estábamos en un mundo aún no protegido por leyes aduaneras, de manera que se importaba cualquier cantidad de mercaderías de Europa y, de vez en cuando, aparecían en la mesa de casa poires duchesses: peras de un verde claro delicado, con unas zonas un poco más enrojecidas. Cuando se metía el cuchillo, era preciso hacerlo con cuidado, porque ya iban soltando jugo, de tan líquidas que eran, ¡sabrosas y deliciosas! Y cuando yo las comía, tenía la doble impresión de una delicadeza ducal, de un raffinement5 ducal, pero al mismo tiempo de una abundancia de jugo en que casi no era necesario masticar para comer, como que dando a entender que había una cierta clave en la cual ciertos problemas de la vida no exigían esfuerzos, y que era sólo tragar.
A pesar de mi gusto por Europa, no tardé en colocar muy alto en mi escala gastronómica los mangos, ¡que son realmente frutas epatantes!6 No tienen el raffinement de la poire duchesse, aunque algunos mangos tienen alguna cosa que se aproxima a eso. ¡Pero la riqueza de sabores, su perfume! No sé qué es lo que hace del mango algo feérico al paladar que, a mi ver, la poire duchesse no posee. Entonces, los mangos… ¡maravillas!
Pero también el pan negro con salchicha y mostaza, y un tipo de caviar negro llamado Romanoff, que se obtenía hasta en confiterías ordinarias de barrio; era caro, pero yo conseguía dinero para comprarlo.
A la noche antes de acostarme, abría la lata de caviar Romanoff, le colocaba algunas gotas de limón, lo ponía sobre rebanadas de pan con mantequilla, y lo comía. Me iba a dormir realizado. Todo eso, buscando un absoluto.
Yo no sabía, pero era una meditación esencialmente religiosa que me llevaba a toda una idea que, en el fondo, era la materia prima de un anhelo del Reino de María.
Sagrado Corazón de Jesús, centro y ápice de todas las perfecciones
Cómo sería bueno si yo hubiera encontrado un sacerdote que me explicara que todo eso, de hecho, existía de modo personal, absoluto, perfecto e inmutable en Dios Nuestro Señor; y que todas las perfecciones imaginadas por mí eran reflejos quintaesenciados de una belleza eterna y, sobre todo, personal. Pero hasta allá yo no llegaba, porque en las clases de catecismo no decían eso.
De manera que, no sabiendo eso, yo no lo asociaba a la religión, pero notaba que cuando yo estaba trabajado enteramente por consideraciones de ese género, yendo a la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús para rezar, sentía tanto más afinidad con aquel ambiente cuanto más estuviese en esa línea de consideraciones.
Mirando sus imágenes, sobre todo para aquella que se encuentra en el cuarto que fuera de mamá, yo tenía la noción de que nadie había sido como Él, no podía ser igual y, mucho menos, superior a Él, porque allí estaba la perfección del hombre. Él era el centro del mundo para el cual yo caminaba.
La castidad y la aurora del pulchrum marial
Para tener el alma con las alas enteramente deployées7 para esos vuelos, es necesario ser casto y, mejor todavía, si fuere posible, virgen. Es la ventaja del celibato, la santidad de la castidad recuperada, del perdón obtenido, es el lirio que renace… ¡todo eso es lindísimo! Sin eso la persona no comprende una serie de cosas de ese vuelo de espíritu.
Considerado desde el punto de vista de la mística, en ese pulchrum8 del cual estoy tratando, entra un saborcito de lo sobrenatural que es lo más atrayente, pues es un punto donde la naturaleza toca en lo sobrenatural y queda iluminada por él.
Hablé de paisajes suizos. Cuando parece que el sol nace detrás del monte todo helado y se refleja en el hielo, se tiene la impresión de que está naciendo de dentro del mundo. Así también de la castidad bien guardada nace todo eso.
Por otro lado, si una persona conserva eso, inclusive cuando la batalla por la castidad es muy grande y comporta caídas, es la señal de que se trata de alguien a quien Nuestra Señora está agarrando de la mano y deja que se sumerja en la pintura negra hasta los cabellos, pero no permite que se hunda ni que pierda lo que la liga a Ella. Algún día Ella saca a esa persona del pozo donde se encuentra y el alma está como el Sol que renace. Es una cosa muy bonita.
Estas consideraciones hacen propiamente al contra-revolucionario. Todas las tendencias más infames del hombre son contrarias a lo bello, y la Revolución coaliga a las personas más por el rechazo del pulchrum que por la atracción del error.
En la trilogía verum, bonum,9 pulchrum, el papel del verum y del bonum fue muy estudiado, pulido por la Iglesia, a lo largo de los siglos. Pero llegó el turno del pulchrum. El Reino de María será la hora del pulchrum ligado a Nuestra Señora. La pulcritud tiene, en lo que dice con respecto a Ella, una relación especial e intimísima, de primera calidad.
(Extraído de conferencia del 9/5/1992)
1) Del francés: “El hombre siempre vuelve a sus primeros amores”.
2) Del francés: centellantes, destellantes.
3) Del francés: bricabraque o brique-à-braque. Colección de objetos variados de arte o artesanado.
4) Del francés: ejercicios para maravillarme.
5) Del francés: requinte.
6) Del francés: extraordinarias.
7) Del francés: desplegadas, abiertas.
8) Del latín: bello.
9) Del latín: verdadero, bueno.