Reparador de los “sagrarios abandonados”

Publicado el 01/17/2022

De rodillas ante aquel montón de harapos, la fe de San Manuel veía a través de aquella puertecilla apolillada a un Jesús tan callado, tan paciente, tan desairado, tan bueno, que le miraba suplicante…
 
Hna. Lucilia Lins Brandão Veas, EP
 
La Iglesia ha celebrado hace poco el acontecimiento más esplendoroso de la Historia, que la dividió en un antes y un después: el Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Hasta Dios hecho hombre acudieron pastores y reyes, y a ellos nos unimos también nosotros, cada año, cuando alrededor del belén rezamos y cantamos para adorar al Niño Jesús.
 
Ahora bien, si la venida de Jesús en Navidad nos hace sentir tanto júbilo, con mayor razón deberíamos vibrar de entusiasmo al acercarnos a un sagrario, donde está el mismo Jesús, real y verdaderamente presente en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, bajo las especies eucarísticas.
 
Por eso Dios no deja de suscitar a lo largo de los tiempos almas fervorosas que lo adoren en el sagrario, así como otrora llamó a los pastores y a los Magos en Belén. Entre esas almas especialmente devotas de la divina Eucaristía cabe destacar a una, cuya vida hoy nos ocupa: Mons. Manuel González García, “el obispo del Sagrario abandonado”.
 
Llamado al sacerdocio desde su infancia

Ciudad de Sevilla en la segunda mitad del siglo XIX

 
San Manuel González García, nació en Sevilla el 25 de febrero de 1877. Su familia era muy católica, sobre todo su madre, piadosa mujer que nunca dejó de asistir a Misa y comulgar todo los días desde su juventud.
 
Pasó una infancia tranquila junto a sus padres y hermanos. Aunque en casa no le faltaba nada de esencial, algunos de sus pueriles deseos jamás pudieron ser satisfechos, como, por ejemplo, el tener un burro con el que jugar y pasear. Sin embargo, el hecho de que no fueran atendidos esos deseos de niño lo llevaron, años después, a dar gracias a Dios, porque con eso, decía él, había aprendido a gobernar mejor sus gustos personales, a poseer un conocimiento más real de la vida y a compadecerse de los necesitados.
 
Hizo la Primera Comunión el 11 de mayo de 1886 y recibió el sacramento de la Confirmación en diciembre de ese mismo año.
 
Por esa época vio realizada una de sus grandes aspiraciones infantiles: formar parte de los seises, los famosos niños que por un privilegio especial bailan delante del Santísimo Sacramento en la catedral de Sevilla.
 
Fortalecido en la fe por los sacramentos, crecía en el pequeño Manuel la convicción de su vocación al sacerdocio. Sus padres no escondían la alegría de poder ver, un día, a su hijo subiendo al altar para celebrar el Santo Sacrificio, pero el desvelo materno no dejaba de resaltar la seriedad con la que debería ser hecha la elección: “Hijo mío, mucho nos gustaría que fueses sacerdote, pero si el Señor no te llama, no lo seas, mejor quiero que seas un buen cristiano, que un mal sacerdote”. 1
 
Una vez cuando tenía 12 años desapareció de casa. Cayó la noche y no había indicios de donde se encontraba. En vano lo buscaron en las iglesias a las que solía ir y en todo el barrio. Una disimulada aflicción ya se hacía sentir entre sus familiares cuando, en determinado momento, el muchacho llegó y pidió perdón a sus padres por lo tardío de la hora.
 
Les presentó unos papeles y explicó que volvía del seminario menor, donde su matrícula acababa de ser aceptada, al haber aprobado el examen de admisión. A pesar de saber que sus padres no se opondrían a su decisión, había resuelto él solo dar los primeros pasos, sin esperar a tener más edad para atender a la vocación que ardía en su alma…
 
“Que yo no pierda mi vocación”
 
De imaginación viva, gran capacidad intelectual y corazón de generosos sentimientos, logró, por su constancia y voluntad firme, pasar por todas las dificultades de la primera etapa del seminario, desde asaltos de escrúpulos y enfermedades, hasta ataques contra el sacerdocio procedentes de los flancos más inesperados…
 
Cierta mañana, en plena clase, uno de sus profesores dijo jocosamente una frase contra el celibato eclesiástico. Al oírlo, Manuel se puso en pie y, lleno de valor, declaró: “Es indigno que un profesor se atreva a hablar con tan poco respeto de esa delicada materia. No podemos consentir que se hable de esta manera a los que nos preparamos para sacerdotes. Yo protesto con toda mi alma”. 2 El profesor se irritó al verse reprendido por un alumno y la clase concluyó en un ambiente de tensión.
 
A la salida sus compañeros le aplaudieron con entusiasmo por su acto de valentía y osadía. Después, el maestro rectificó su opinión ante los alumnos y les rogó que le disculparan.
 
Otro hecho de su época de seminarista nos revela su celo por la vocación: se acercaba el tiempo del servicio militar y puso su causa en las manos del Sagrado Corazón de Jesús y de María Inmaculada, pidiéndoles que lo librasen de ese riesgo para su vocación. Sin embargo, acabó siendo llamado a filas… Confió y no se perturbó. Todavía existía la posibilidad de pagar un indulto de 1.500 pesetas para conseguir el permiso.

Se presentó ante el rector del seminario y le solicitó autorización para colectar entre sus conocidos ese importe nada pequeño. Escribió una carta circular a todos ellos en la cual discurría sobre el mérito de quien ayuda a los seminaristas, atendiendo a sus necesidades; a continuación exponía la dificultad en la que se encontraba y pedía auxilio para salvar su vocación, librándolo de los peligros de una vida de cuartel, y del significativo atraso en los estudios. La cantidad recaudada llegó en tal abundancia que, además de haber sido suficiente para él, le permitió también socorrer a otro seminarista en una situación similar.

“Que yo no pierda mi vocación”, 3 era su lema. El futuro sacerdote —y más tarde obispo— tenía bien clara la noción de que, por mucho que los vientos sean contrarios, una persona únicamente no cumple el llamamiento recibido de Dios por falta de entrega a Él o por negligencia.
 
Triste y suplicante mirada de Jesús

Después de ser ordenado diácono, el 11 de junio de 1901, el joven seminarista fue enviado a numerosas misiones en varios pueblos. Grandes sueños evangelizadores llevaba en su corazón, pero enseguida empezó a darse cuenta de una terrible realidad:
 
“Y, si he de decir la verdad, me supieron muy mal las primeras salidas. De ordinario tornaba a mi casa con una desilusión tan grande como mi alegría al tomar el tren, el coche o la caballería que me llevaba al pueblo de mis funciones. Ansioso yo por encontrar aquel pueblo sencillo, apacible y cristiano, no acababa de ver más que ciudades en pequeño, con todas las podredumbres de fondo de aquellas…
 
[…] Verdad que no todo era desilusión y desencanto; que también encontré costumbres de muy rancio cristianismo conservadas en toda su fuerza y preciosos ejemplares de fe sencilla, de corazones sanos, de costumbres patriarcales, de tipos parecidos a los soñados por mí… pero ni esos tipos eran
todo el pueblo, ni todos los pueblos conservaban esos tipos”. 4
 
A pesar de no ver en los lugareños la sed de las cosas divinas —y quizá por ese motivo—, deseaba ser para las almas como Cristo en la Sagrada Hostia: darse con amor hasta el sacrificio y por toda la vida. Con ese propósito en el corazón fue ordenado presbítero, el 21 de septiembre de 1901, a los 24 años de edad.
 
Pasó los tres primeros años de su vida sacerdotal predicando en las iglesias de la diócesis de Sevilla. Incansable en la cura de almas, también lo era en el celo por Jesús Sacramentado. En una de sus misiones, en Palomares del Río —un pueblo fantasma en cuanto a frecuentar la iglesia y los sacramentos—, recibió el llamamiento a ser reparador de los “Sagrarios Abandonados”.
 
Habiendo oído del sacristán el relato de la poca piedad de sus habitantes, él mismo nos describe lo que le pasó: “Fui derecho al sagrario de la restaurada iglesia en busca de alas a mis casi caídos entusiasmos y ¡qué sagrario! ¡Qué esfuerzos tuvieron que hacer allí mi fe y valor para no volver a tomar el burro que aún estaba amarrado a los aldabones de la puerta de la iglesia y salir corriendo para mi casa! ¡Pero no huí! […] Allí de rodillas ante aquel montón de harapos y suciedades, mi fe veía a través de aquella puertecilla apolillada, a un Jesús tan callado, tan paciente, tan desairado, tan bueno, que me miraba… Parecía que después de recorrer con su vista aquel desierto de almas, posaba su mirada entre triste y suplicante, que me decía mucho y me pedía más…”. 5
 
A partir de entonces, toda su vida fue un adorador y reparador del Señor abandonado en los sagrarios, y trató de transmitir su espíritu de reparación a todos los que se ponían bajo su dirección, sobre todo a los sacerdotes, porque sabía muy bien que del ejemplo de ellos depende mucho la fe y la devoción del pueblo católico.
 
Fundador de obras reparadoras
 
La gracia recibida en Palomares del Río caló hondamente en el espíritu del padre Manuel. Siempre que contaba ese episodio, parecía como si lo reviviera. Aquella gracia fue la que dio el rumbo a su ministerio sacerdotal y a muchas de sus iniciativas pastorales.
 
Como capellán de un asilo en Sevilla, promovió adoradores al Santísimo entre los ancianos, con el objetivo de que ellos, en su soledad, hicieran compañía al Gran Abandonado del sagrario.
 
¡Y nunca perdían su hora de vigilia! Nacía así una especie de “Hermandad de los Abandonados”, los primeros reparadores del “Sagrario Abandonado”.
 
 

A los 28 años fue enviado por el arzobispo de Sevilla como arcipreste de Huelva, ciudad que se encontraba en una deplorable decadencia moral y espiritual. “¡Qué selva espesa y qué nube negra me esperaba en Huelva!”. 6 Estaba padeciendo momentos de terribles pruebas cuando recibió del obispo de León una invitación para que fuera su secretario.

Dejó la elección en manos de su arzobispo y éste le ordenó que se quedara. “Yo sé muy bien que usted no se ha ordenado de sacerdote para hacer carrera, ni para ganar ciudades y fortalezas sino almas”, 7 le argumentó el prelado.
 
 
El estado en que se encontraba el sagrario revelaba al padre Manuel la medida de la vida moral y espiritual de la feligresía.
 
A las parroquias vacías o a las iglesias con sagrarios abandonados solía llamarlas “Calvarios”.
 
Para revertir tal situación, inauguró la Obra de las Tres Marías, compuesta por un grupo de piadosas colaboradoras de sus actividades apostólicas, a las cuales les lanzó este conmovedor llamamiento: “¡Marías adoradoras, ante los ojos de los fariseos modernos y las ingratitudes del pueblo que fue cristiano, y la cobardía y pereza de los discípulos, ocupad vuestro puesto: ‘Iuxta crucem cum Maria mater eius’, junto a la cruz con María, Madre de Jesús!”. 8
 
 
Más tarde fundaría la obra de los Discípulos de San Juan. Ambas iniciativas tenían por objetivo primordial incentivar a los fieles —hombres y mujeres— a promover la adoración y la reparación ante los “sagrarios-calvarios”, a ejemplo de María Santísima, María Magdalena, María de Cleofás y San Juan Evangelista, al pie de la cruz.
 
Para su consuelo, esas empresas se difundieron rápida y ampliamente. A ellas se unieron otras obras más: Misioneros Eucarísticos Diocesanos, Misioneras Eucarísticas de Nazaret, de religiosas, Misioneras Auxiliares Nazarenas, de laicas consagradas, Reparación Infantil Eucarística y Juventud Eucarística Reparadora.
 
Sobre su intenso trabajo para reparar los “Sagrarios Abandonados”, decía: “No es que no existan o nos importen poco otros males que ofenden a Dios y afligen a nuestros hermanos, sino que dejamos a otras obras o instituciones nacidas o especializadas para eso, el remedio de estos otros males, que después de todo no son sino efecto o síntomas de aquel gravísimo y trascendental mal del abandono”. 9
 
Ser hostia de amor para Jesús
 
 
En diciembre de 1915 fue nombrado obispo titular de Olimpo y auxiliar de Málaga, y en enero recibía la ordenación episcopal.
 
Al convertirse en titular de esta diócesis, en 1920, fundamentó su acción pastoral en tres pilares: la formación de los sacerdotes, la educación religiosa de los niños y el cultivo de una piedad auténtica entre los fieles.
 
A cada uno de esos aspectos le dio una atención especial, no obstante, su llamamiento a ser reparador de los “Sagrarios
Abandonados” lo llevó a dar prioridad a la preparación de los futuros sacerdotes y a fundar un seminario en Málaga.
 
Incansable en esta tarea, Mons. Manuel González luchó mucho para verlos compenetrados de la importancia de su misión.
Preocupado por la ola bsecularizadora que influenciaba incluso a los mismos sacerdotes, exhortaba: “Si el amor que tiene mi 
Jesús es amor de Hostia, yo debo ser para Jesús hostia de amor. Si Jesús es mi Hostia de todos los días y de todas las horas, ¿no debo yo aspirar y prepararme a ser su hostia de todas las horas y de todos los días?”. 10
 
Además, siempre procuraba inculcar en ellos la convicción de que, al ser ordenado, el sacerdote deja de  ser un “hombre común”. La persona del presbítero queda enteramente marcada por su ministerio; no se trata de una función que se ejerce tan sólo algunas horas al día. Por eso les alertaba: “Sacerdotes, hermanos míos, sabed que cada vez que vestís de hombre, habláis como hombre, aspiráis y ambicionáis como hombre, miráis a vuestros hermanos y a vuestros superiores como hombre y os conducís en la sociedad como hombre y no como sacerdote, la revolución secularizadora se apunta un triunfo y el espíritu cristiano una derrota. No olvidéis que en ser y vivir como sacerdote, está todo vuestro honor, vuestra fuerza y la fecundidad de la misión que Dios y la Iglesia os han confiado”.11
 
Una vida consagrada a Jesús Eucarístico
 
En mayo de 1931, el anticlericalismo se apoderó de las calles de España. Iglesias y conventos fueron quemados y profanados de las maneras más bárbaras e inhumanas. La ciudad de Málaga fue una de la más afectadas por la ola de odio religioso.
 
Imágenes históricas del Señor y de la Virgen ardieron en la plaza pública y, junto con ellas, pinturas, documentos y valiosas piezas litúrgicas.
 
 
Poco más de una década a la cabeza de la diócesis de Málaga llevaba Mons. Manuel González cuando ve cómo su palacio episcopal es consumido por las llamas, sin tener medios de evitarlo.
 
Para salvar su propia vida se vio obligado a refugiarse en Gibraltar, y aquí estuvo exiliado algunos meses. Se estableció más tarde en Ronda, pero poco después se marchó a Madrid, desde donde acompañaba los acontecimientos de su diócesis.
 
En 1935 fue nombrado obispo de Palencia, ciudad en la que pasó el último período de su vida.
 
En noviembre de 1939, su salud, ya debilitada, sufrió una fuerte sacudida por una enfermedad renal, y el 31 de diciembre fue trasladado al Sanatorio del Rosario, en Madrid, donde en la madrugada del 4 de enero de 1940, a los 62 años de edad, entregaba su alma a Dios.

Tumba del Beato Manuel González, en la Capilla del Sagrario de la catedral de Palencia

Sus restos mortales fueron depositados a los pies del Santísimo
Sacramento, en la catedral de Palencia. Sobre la lápida de mármol blanco fue grabado el siguiente epitafio, que él mismo escribió: “Pido ser enterrado junto a un sagrario,
eso les alertaba: “Sacerdotes, her- dad de Málaga fue una de la más para que mis huesos, después de muerto, como mi lengua y mi pluma en vida, estén siempre diciendo a los que pasen: ¡Ahí está Jesús! ¡Ahí está! ¡No lo dejéis abandonado!”. 12
Notas
1 CAMPOS GILES, José. El Obispo del Sagrario Abandonado. 6.ª ed. Madrid: El Granito de Arena, 2000, p. 7.
2 Ídem, p. 21.
3 Ídem, p. 29.
4 Ídem, pp. 32-33.
5 Ídem, pp. 40-41.
6 Ídem, p. 55.
7 Ídem, p. 62.
8 Ídem, p. 151.
9 GONZÁLEZ GARCÍA, Manuel. El abandono de los sagrarios acompañados, apud AMIGO, Carlos; OSORO, Carlos; PALMERO, Rafael. Beato Manuel González. El Obispo de la Eucaristía, viso por tres Obispos. Madrid: Edibesa, 2001, p. 29.
10 GONZÁLEZ GARCÍA, Manuel, apud AMIGO; OSORO; PALMERO, op. cit., p. 65.
11 GONZÁLEZ GARCÍA, Manuel. Un sueño pastoral, n.º 1944. In: Obras Completas. Escritos de espiritualidad sacerdotal. Burgos: Monte Carmelo; El Granito de Arena, 2005, v. II, p. 289.
12 CAMPOS GILES, op. cit.,p. 534.
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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