Resistencia en la São Paulo colonial

Publicado el 03/24/2023

Hay deliberaciones absurdas para las criaturas sin fe, y enteramente apropiadas para aquellas cuya fe mueve montañas. Las monjas decidieron enfrentar lo que humanamente era imposible. Cerraron puertas y ventanas. Y cortaron todos los contactos con el exterior.

Plinio Corrêa de Oliveira

Cumplo hoy la ya remota promesa de narrar el más dramático de los episodios que enriquecen la historia del convento de la Luz. […]

Habían cesado en junio de 1775 las funciones de capitán general del famoso Mayorazgo de Mateus, Luis Antonio de Sousa Botelho e Mourão. Había gobernado con sabiduría, firmeza y bondad la Capitanía paulista. Le sucedió inmediatamente en dichas funciones Martim Lopes Lobo de Saldanha, bajo cuya férula São Paulo vino a estar ocho años de despotismos y arbitrariedades.

Apresurado ejecutor de las tiránicas leyes de persecución religiosa de Pombal, Martim Lopes no tardó en oficiarle al virrey, el marqués de Lavradio, que había ordenado el cierre del convento de la Luz, en el cual vivían por entonces diez religiosas.

Dicha orden, el capitán general la hizo efectiva por medio del obispo de São Paulo. Sumiso, el prelado mandó llamar, el 29 de junio, fiesta de San Pedro, a fray Galvão, fundador y capellán del pequeño cenobio, y le intimó a que iniciara inmediatamente la disolución del convento. Tan pronto como recibió la orden dada por su pastor —al cual, no obstante, le incumbía el deber de proteger a las religiosas, en lugar de dispersarlas—, fray Galvão se dirigió al monasterio cuya capilla estaba llena de gente a la espera de la misa. Celebrada ésta, fray Galvão les comunicó a las religiosas, transidas de dolor, la deliberación arbitraria que las fulminaba. Que avisaran a sus familias para que fueran a buscarlas. En un mes, el convento tenía que cerrar sus puertas.

Tres religiosas salieron. Las otras, sin embargo, decidieron resistir, dentro de los límites del Derecho Canónico, a las intenciones del gobernador, refrendadas por el obispo. Al pie de la letra, la orden recibida les obligaba a cerrar el convento; pero no a dispersarse. Lo cerraron. Con todo, resolvieron continuar viviendo en él clandestinamente.

La resistencia parecía absurda, pues, sabiendo de ella el gobernador o el obispo, tenían el poder —aunque no el derecho— de infligir contra las religiosas violentas sanciones canónicas y civiles. Ahora bien, ¿cómo permanecer en la clausura sin recibir de fuera víveres y agua potable, que les escaseaban? ¿Y cómo ponerse en contacto con personas ajenas al convento sin exponerse a la traición?

Sin embargo, hay deliberaciones absurdas para las criaturas sin fe, y enteramente apropiadas para aquellas cuya fe mueve montañas. Las monjas decidieron enfrentar lo que humanamente era imposible. Cerraron puertas y ventanas. Y cortaron todos los contactos con el exterior.

Consumidas las pocas provisiones de que disponía el convento, las religiosas empezaron a vivir de unas tales o cuales hierbas que les quedaban en el huerto. Mientras tanto, una mata de fresas, que se encontraba en el propio huerto, produjo de modo enteramente imprevisible tal cantidad de fruta que las religiosas no conseguían comérselo todo.

El Cielo les concedió a las «resistentes» auxilios aún mayores. La alegría inundaba las almas de las religiosas, que en esta vida de catacumbas recibían gracias especiales.

Al faltarles el agua, se reunieron en el coro un día sereno y claro, y pidieron que lloviera. El cielo enseguida empezó a cubrirse de nubes. Tronó. Y una lluvia copiosa cayó, llenando cántaros y vasijas que las hermanas habían puesto para recogerla. Repletos los recipientes, la lluvia paró.

El Cielo les concedió a las «resistentes» auxilios aún mayores. La alegría inundaba las almas de las religiosas, que en esta vida de catacumbas recibían gracias especiales.

Así transcurrió todo el mes. Y unos días más tarde, de repente, fuertes golpes en la puerta hicieron estremecer a la comunidad. ¿Lo habrían descubierto todo? ¿Serían llevadas a la cárcel? Prestaron atención y lograron oír la voz de fray Galvão, que las llamaba por sus nombres. Abrieron. Y él les comunicó, radiante, la noticia: el virrey, el marqués de Lavradio, había cancelado la orden del cierre y determinaba la reapertura del convento. Lo comunicaba una carta recién llegada de Río de Janeiro, a la cual el obispo se apresuró a asentir. Había llegado para las victoriosas monjas la hora de la recompensa, del Te Deum y del magníficat…

Estos hechos, que recojo del autorizado libro Frei Galvão, Bandeirante de Cristo, no revelan solamente el vigor de alma de las religiosas, sino también el de fray Galvão. Me parece obvio que fray Galvão conocía y apoyaba la santa resistencia de las religiosas. Porque si no, ¿cómo podía saber que se encontraban en el convento cerrado?

Así, el gran franciscano paulista, a sus títulos de sacerdote, religioso, místico insigne, esclavo de María y fundador, añadió también el de resistente, dentro del espíritu y de la letra de la ley canónica. 

Extraído de:
Folha de São Paulo.São Paulo.
Año LIV. N.º 16.721 (22 dic, 1974); p. 41.

 

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