Editorial
En los últimos años se ha hablado mucho de una «crisis sacerdotal». Sin embargo, contrariamente a las apariencias, no ha empezado ahora; su ignición se produjo con un apóstol: Judas Iscariote. Tras él, una erupción de traidores —Arrio, Nestorio, Hus y una larga caterva— intentaron incrustarse en la Roca de Pedro, sin éxito.
Siguieron las revoluciones. La Revolución protestante, mediante el libre examen y la destrucción de la jerarquía, proclamaba básicamente que «todos» son sacerdotes. La Revolución francesa, con su anticlericalismo, se erigió como una especie de sacerdotisa, cuyas semidiosas serían la «razón» y la «libertad», entre otras. La Revolución comunista, en cambio, degradó la figura sacerdotal a través de la lucha de clases, de modo que los clérigos tendrían que identificarse con su propia realidad de acción: serían sacerdotes-obreros, sacerdotes-indígenas, etc.
En los últimos años se ha acentuado la mencionada disminución de vocaciones, junto con lo que se ha denominado «clericalismo». La enorme demanda de sacerdotes en todos los rincones es innegable. No obstante, más que sacerdotes, la sociedad necesita buenos sacerdotes. El mundo puede sobrevivir con algunos profesionales mediocres, pero no puede hacerlo con presbíteros mediocres.
La razón es que participar del sacerdocio del Señor no se trata de una vocación cualquiera, porque es Cristo quien llama —vocat— al candidato a ser otro Él mismo —alter Christus—; no se trata de una misión cualquiera, porque es Cristo mismo quien actúa en el que la recibe. Por eso, ser sacerdote no es una profesión ni una función, sino sencillamente ser Cristo.
Santo Tomás de Aquino (cf. Suma Teológica. III, q. 63, a. 3) comenta que el carácter impreso por la ordenación es Cristo mismo —ipse Christus. El sacerdote es Cristo, sólo que por participación. Así, en virtud de la ordenación sigue siendo sacerdote en toda circunstancia, y no sólo cuando sirve como causa instrumental para administrar los sacramentos, ocasión en la que actúa más propiamente en la persona de Cristo —in persona Christi.
En todo lo que hace el presbítero, es Cristo quien lo realiza en él: su vida misma es Cristo (cf. Flp 1, 21). Ni siquiera el pecado puede borrar ese carácter, aunque pueda ser manchado por malas acciones, lo que constituye, en rigor, un pecado de sacrilegio.
También cabe subrayar que el Sumo y Eterno Sacerdote no fundó simplemente una nueva religión, sino una nueva forma de vida (cf. Hch 5, 20). No había que actuar ya como los fariseos (cf. Mt 23, 2-3) o como los paganos (cf. Mt 6, 7), sino como cristianos, en su plenitud.
En esta perspectiva, el Concilio de Trento señaló: «No hay cosa que vaya disponiendo con más constancia los fieles a la piedad y culto divino, que la vida y ejemplo de los que se han dedicado a los sagrados ministerios» (Sesión XXII. Decreto sobre la Reforma, c.
Así, los gestos, las palabras y las actitudes de un ministro consagrado deben reflejarse en los de Cristo. El fundador de los heraldos, Mons. João, solía preguntarse en diferentes circunstancias: «¿Qué haría el Señor en esta situación?». Pues bien, ésa debe ser la pregunta constante de un sacerdote en sus acciones.
San Juan María Vianney, cuyo centenario de canonización celebramos este mes, dijo: «El sacerdote lo es todo». No obstante, también es «nada», porque su ministerio será tanto más fecundo cuanto más haga crecer a Jesucristo y menguar él mismo (cf. Jn 3, 30). El sacerdote es todo cuando dice «esto es mi cuerpo»; es nada cuando se arrodilla humildemente después de la consagración de las especies eucarísticas.