Jesús está, en absoluto, bajo la dependencia del hombre, como prisionero de amor; no puede romper sus ligaduras ni abandonar su prisión eucarística. Se ha constituido prisionero nuestro hasta el fin de los siglos. ¡A tanto se ha obligado y a tanto se extiende el contrato de su amor!
San Pedro Julián Eymard
¿Cuáles son los caracteres distintivos del amor? Uno solo: el sacrificio. El amor se conoce por los sacrificios que inspira o que acepta gustoso.
Un amor sin sacrificios es una palabra sin sentido, un egoísmo disfrazado.
¿Queremos conocer la grandeza del amor de Jesús para con los hombres en el misterio de la Eucaristía? Pues veamos los sacrificios que ha tenido que imponerse para realizarlo. Son los mismos que aceptó el hombre-Dios al tiempo de su pasión. Ahora como entonces, Jesucristo inmola su vida civil, su vida natural y su vida divina.
Durante la pasión, a la que le impulsaba su inmenso amor hacia nosotros, Jesucristo fue excluido de la ley; su pueblo reniega de Él y le calumnia, mas Él no pronuncia una sola palabra para defenderse; se pone a merced de sus enemigos y nadie le protege, mas Él no alega los derechos del último de los acusados. Todos sus derechos de ciudadano y de hombre honrado los inmola por la salvación y el amor de su pueblo.
En la Eucaristía Jesús acepta y continúa los mismos sacrificios. Inmola su vida civil, por cuanto está sin derecho alguno; la ley ni siquiera le reconoce su personalidad; al que es Dios y hombre a la vez, al Salvador de los hombres, apenas si las naciones por Él redimidas le consagran una sola palabra en sus códigos. Vive en medio de nosotros y es desconocido. “Medias autem vestrum stetit quem vos nescitis”.
Tampoco se le conceden honores públicos. En muchos países hasta se ha suprimido la fiesta del Corpus. Jesucristo no puede salir, no puede mostrarse en público. ¡Tiene que esconderse, porque el hombre se avergüenza de Él! Non novi hominem!, ¡no le conozco! ¿Y sabéis quiénes son los que se avergüenzan de Jesucristo? ¿Serán acaso los judíos, o tal vez los mahometanos? No, ¡son cristianos!
La sagrada Eucaristía se encuentra sin defensa ni protección humanas. Mientras no perturbéis e impidáis el ejercicio público del culto, ya podéis injuriar a Jesús y cometer los sacrilegios que queráis: son cosas en que nada tienen que ver las autoridades. Por tanto, Jesús sacramentado queda sin defensa por parte de los hombres.
Pero ¿no vendrá el cielo en su defensa? Tampoco. Lo mismo que en el palacio de Pilatos y en casa de Caifás, Jesús es entregado por su Padre a la voluntad de los pecadores. Jesum vero tradidit voluntati eorum.
¿Es posible que Jesucristo supiese todo esto al instituir la Eucaristía y que con todo escogiese libremente ese estado? Sí; lo hizo así para servirnos de modelo en todo y ser nuestro consolador en las persecuciones y penalidades de la vida.
Así ha de permanecer hasta el fin del mundo, dándonos ejemplo y auxiliando con su gracia a cada uno de sus hijos. ¡Tanto nos ama!
Al sacrificio de sus derechos añade Jesús en su pasión la inmolación de todo aquello que constituye al hombre: inmola su voluntad, la bienaventuranza de su alma, que permitió fuese presa de tristeza sin igual, de su vida entera acabada en la cruz.
Y cual si fuese poco haberse inmolado así una vez, en la sagrada Eucaristía continúa renovando místicamente esta muerte natural.
Para inmolar la propia voluntad, obedece a su criatura el que es Dios; al súbdito el que es rey, al esclavo su libertador. Obedece a los sacerdotes, a los fieles, a los justos y a los pecadores, sin resistencia ni violencia ninguna, aun a sus mismos enemigos y a todos con la misma prontitud. No solamente en la misa, cuando el sacerdote pronuncia las palabras de la consagración, sino también en todos los momentos del día y de la noche, según las necesidades de los fieles.
Su estado permanente es pura y simplemente un estado de obediencia. ¿Es ello posible? ¡Oh, si comprendiera el hombre el amor de la Eucaristía!
Durante su pasión Jesús estuvo atado, perdió su libertad: en la Eucaristía se ata a sí mismo; a manera de férreas cadenas, le han sujetado sus promesas absoluta y perpetuamente, y le han unido
inseparablemente a las sagradas especies las palabras de la consagración. Se halla en el santísimo Sacramento sin movimiento propio, sin acción, como en la cruz y como en el sepulcro, aunque posea la plenitud de la vida resucita.
Jesús está, en absoluto, bajo la dependencia del hombre, como prisionero de amor; no puede romper sus ligaduras ni abandonar su prisión eucarística. Se ha constituido prisionero nuestro hasta el fin
de los siglos. ¡A tanto se ha obligado y a tanto se extiende el contrato de su amor!
En cuanto a la bienaventuranza de su alma, claro está que, una vez resucitado, no puede suspender como en Getsemaní sus arrobamientos y goces; pero pierde su felicidad en los hombres, y en aquellos de sus miembros indignos, como son los malos cristianos.
¡Cuántas veces se corresponde a Jesús con la ingratitud y el ultraje!
¡Cuántas y cuántas imitan los cristianos la conducta de los judíos!
Jesús lloró una vez sobre la ciudad culpable de Jerusalén; si ahora pudiese llorar en el santísimo Sacramento, ¡cuántas lágrimas le harían derramar nuestros pecados y la perdición eterna de los que se condenan! ¡Cómo nos ama más, le aflige en mayor grado la ruina nuestra que la de los judíos!
Por fin, no pudiendo morir realmente en la sagrada Hostia, Jesús toma al menos un estado de muerte aparente. Se consagran separadamente las sagradas especies para significar el derramamiento de su preciosísima sangre, que al salir del cuerpo le ocasionó muerte tan dolorosa.
Se nos da en la santa Comunión; las sagradas especies son consumidas y como aniquiladas en nosotros.
Finalmente, Jesús se expone también a perder la vida sacramental cuando los impíos profanan y destruyen las santas especies. Los pecadores que le reciben indignamente le crucifican de nuevo en su alma y le unen al demonio, dueño absoluto de sus corazones. Rursum crucifigentes sibimetipsis Filium Dei.
Jesús inmola también en la Eucaristía su vida natural cuanto lo permite su estado glorioso.
En la pasión no perdonó su vida divina; tampoco la perdona en la Eucaristía. Porque ¿qué gloria, qué majestad, qué poder aparecen en los tormentos de su pasión? Allí no se ve sino al varón de dolores, al maldito de Dios y de los hombres, a Aquel de quien había dicho Isaías que no le podía reconocer, desfigurada como estaba su faz augusta por las llagas y las salivas. Jesús, en su pasión, no dejó ver más que su amor.
¡Desgraciados aquellos que no quisieron reconocerle! Preciso fue que un ladrón, un facineroso, le adorase como a Dios y proclamase su inocencia, y que la naturaleza llorase a su criador.
En el Sacramento continúa Jesús con más amor todavía el sacrificio de sus atributos divinos.
De tanta gloria y de tanto poder como tiene sólo vemos una paciencia más que suficiente para escandalizarnos, si no supiésemos que su amor al hombre es infinito, llegando hasta la locura. Insanis, Domine!
Con cuyo proceder parece este dulce Salvador querer decirnos: ¿Acaso no hago lo bastante para merecer vuestro amor? ¿Qué más puedo hacer? ¡Indagad qué sacrificio me queda por consumar!
¡Desgraciados aquellos que menosprecian tanto amor! Se comprende que el infierno no sea castigo excesivo para ellos… Pero dejemos esto… La Eucaristía es la prueba suprema del amor de Jesús al hombre, por cuanto constituye el supremo sacrificio.