San Bruno y la Cartuja

Publicado el 10/06/2022

En el artículo de hoy, el Dr. Plinio nos contará una historia impresionante: Un sacerdote que, en un momento determinado de su vida, cambió por completo de rumbo. Ese cura se llamaba Bruno. Nació en Alemania en el siglo XI. Y gracias a este episodio que conoceremos hoy, se convirtió en el gran San Bruno.

Dr. Plinio — Santo do Dia (Auditorio São Milas) — 17/8/1973 — Viernes (con adaptaciones para lenguaje escrito)

Hoy les propongo acompañarme en la lectura de una ficha bibliográfica de San Bruno, nacido en Colonia, que murió en la Grande Chartreuse (Gran Cartuja), el año 1101.

Entre los doctores de la Universidad de París, Bruno tenía un gran amigo, estimado, virtuoso y sabio. El amigo murió y todos los miembros de la Universidad asistieron a sus funerales. Durante el servicio fúnebre, mientras uno de los pequeños monaguillos comenzaba la lectura de Job:

—    Responde mihi, quantas habes iniquitates

Hace parte de la liturgia. El coro canta: “Respóndeme: ¿cuántas iniquidades tienes?”

El cuerpo del difunto, que estaba acostado en el féretro, en medio de la iglesia, levantó la cabeza y dijo con un tono de voz asustador:

­Yo soy acusado por un justo juicio de Dios.

Y se acostó nuevamente en el féretro.

Es una escena típicamente medieval. La Edad Media era la era de los milagros. Es una paradoja, pero podemos afirmar que los milagros suceden a los que tienen fe, y no a los que no la tienen. En las épocas de mucha fe, son abundantes los milagros. Mientras que en las épocas de escepticismo, se vuelven raros los milagros…

El coro entonces canta:

—    Responde mihi, quantas iniquitates habes? (Respóndeme: ¿cuántas iniquidades tienes?)

El hombre se sienta y dice:

Yo estoy siendo sentenciado por un justo juicio de Dios.

Con los ojos cerrados, con cara de cadáver, y se acuesta de nuevo. ¿Ustedes se imaginan el efecto de eso en una iglesia? ¿El efecto que produciría sobre cada uno de ustedes?

El terror causado por un acontecimiento tan poco común hizo que se aplazara el entierro para el día siguiente, para ver qué sucedía.

Hoy se procedería al entierro en el acto, para acabar con todo aquello. Pero no. Allí se dijeron: “vamos a ver si mañana sucede algo más”. Podemos imaginar entonces, durante las siguientes veinticuatro horas, la iglesia llena de gente que va a ver el cadáver que habló y se queda a la espera del momento en que la liturgia pasara por el mismo texto, por si el cadáver hablaba de nuevo.

El pueblo quedó aún más asustado y se decidió enterrarlo al otro día. Al tercer día, el cadáver se levantó una vez más, exclamando con una voz de estruendo y terrible:

Yo estoy condenado por un justo juicio de Dios.

Es el cuerpo de un réprobo, pues declara que está en el infierno. ¿Cómo podría tener cristiana sepultura un cuerpo de un hombre que declara que está en el infierno? No puede yacer allí con aquellos que tuvieron sepultura porque murieron en la paz del Señor.

En medio de aquel tumulto, Bruno comentó con algunos de sus compañeros: “¿Qué hacer, amigos míos? Todos moriremos y solamente aquellos que huyan de este mundo serán salvados. Si un hombre tan digno, tan instruido, fue condenado, ¿qué no sucederá con nosotros, los más miserables entre los hombres? Después de las cosas horribles que oímos hoy, no endurezcamos nuestros corazones. Abandonemos Babilonia, huyamos a las cavernas del desierto, salvémonos em las montañas, para para huir de la ira del Juez eterno y de su sentencia de condenación eterna. Huyamos del diluvio entrando en el arca de Noé, en la barca de Pedro, donde Cristo hace cesar el viento y las tempestades, o sea, en la barca de la penitencia, para que lleguemos así al puerto de la salvación eterna”.

¿Qué sucedió a seguir?

                     San Bruno se asoció a seis compañeros.

Es la fundación de la Chartreuse.

Ellos vendieron todos sus bienes, después fueron a la ciudad de Grenoble. Allá había un santo obispo llamado Hugo. La visita de Dios precedió de un modo admirable a los siete compañeros junto al santo obispo. Él tuvo un sueño en el cual vio un inmenso desierto donde Dios Padre se construía para Sí mismo una casa para vivir. Siete estrellas brillantes en forma de una corona elevada sobre la Tierra, diferentes de las estrellas del cielo en situación, movimiento y claridad, caminaban delante de él como para mostrarle el camino.

San Hugo no sabía qué significaba esa visión cuando, al día siguiente, siete peregrinos vinieron a postrarse a sus pies, comunicando su resolución y pidiéndole que los ayudara. San Hugo juzgo que los siete peregrinos serían, en su diócesis, como otras tantas estrellas resplandecientes por sus virtudes y su doctrina.

Los siete se arrodillan, aún cubiertos por el polvo del camino, delante del santo.

No hay cosa más bonita que el encuentro de las almas santas. Una luz reflejándose en otra luz y ambas multiplicándose. Es una armonía que nace de ahí, que es más bonita que si fuera una sola cosa. Una sola nota del órgano más bonito es menos bonita que dos o tres notas formando un acorde. Así también esos santos formaban ahí una especie de acorde, de armonía de almas.

El santo obispo, embelesado viendo aquellos jóvenes, y ellos, llevados por una visión, una comunicación celestial, sabiendo que aquel obispo iba a mostrarles a dónde deberían ir.

El obispo los recibió con alegría, pues esos hombres podrían dar gloria a Jesucristo. Él los estimuló y confirmó en sus santas resoluciones. Él les dio como lugar para fijarse unos montes horrendos, cerca de Grenoble, montes estos llamados La Grande Chartreuse [La gran cartuja].

Nombre que quiere decir “montes horribles”, que después, por la presencia de San Bruno y sus hijos, se volvieron famosos. Montañas que, después de plantadas y adaptadas por los Cartujos, crearon un lindo panorama, pero que en aquel tiempo formaban un desierto horroroso.

Puede parecerles a ustedes extraño que el obispo encaminara a un desierto horroroso a almas tan elegidas. Pero hacía parte de la vida monástica de la Edad Media el fijar a los ermitaños en lugares horribles —pantanos, bosques, etc.—, porque ellos allí luchaban contra la naturaleza por su trabajo, mientras cantaban y daban gloria a Dios por su virtud. Y las poblaciones iban a asentarse junto a ellos. Ellos constituían la fina punta del progreso. Época feliz en que las poblaciones devastaban las selvas y entraban por los desiertos, no a la búsqueda del oro, sino a la búsqueda de la virtud. ¡Cómo cambió todo! Esto era una especie de “bandeirismo”1, pero “bandeirismo” de oración. No se iba a buscar esmeraldas: se iba a buscar virtudes. ¡Qué belleza! No es que yo censure la búsqueda de las esmeraldas, pero ¡cómo yo admiro la búsqueda de las virtudes!

Ellos construyeron, en la falda de la montaña, en honor a la Santísima Virgen, un oratorio que existe todavía hoy y que tiene el nombre de Santa María de Casalibus. Es allá que San Bruno y sus compañeros iniciaron…

una vida como la de San Juan Bautista.

San Hugo no tenía consolación más sensible que ir muchas veces a la Chartreuse, para edificarse con la vida santa que llevaban esos valientes solitarios.

¡Ustedes están viendo qué linda victoria! Es una victoria alcanzada de rodillas, en la obediencia. Ahí ustedes están viendo la maravilla.

1 Referencia del Dr. Plinio al conjunto de expediciones realizadas por los bandeirantes en Brasil, durante el siglo XVI. Consistían en la exploración del interior del continente, por hombres llamados así por llevar y asentar las banderas (en portugués bandeiras) como punto de llegada de su exploración.

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