De rara inteligencia y sabiduría, en la fidelidad al carisma de San Francisco, contribuyó a la expansión de su Orden, fue consejero de un Papa y lumbrera de la Santa Iglesia
Al caer la tarde, mientras el sol difundía sus últimos rayos en el horizonte, un fraile franciscano escribía desde el recogimiento de su celda. Acostumbrado tanto a librar disputas en la universidad como a presentarse voluntariamente para lavar platos y sartenes, o a salir lleno de celo a predicar, se encontraba en ese momento escribiendo la vida de su fundador, a pedido de sus hermanos de vocación.
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Venido desde lejos, hasta allí se había acercado un dominico —apodado Doctor Angélico— que había decidido visitar a su amigo. Sin embargo, se paró ante su puerta, sin atreverse a interrumpirlo. Con la admiración propia de las almas virtuosas, susurró al oído de quien lo acompañaba: “Retirémonos y dejemos a un santo escribir la vida de otro santo”.1
Así fue uno de los memorables encuentros que hubo entre esas dos grandes figuras del siglo XIII, que brillaron no sólo por su ciencia teológica, sino sobre todo por la grandeza de alma: Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura, de cuyas virtudes heroicas, forjadas en la escuela de San Francisco de Asís, contemplaremos algunos rasgos a continuación.
Entre el Cielo y la tierra
Alrededor del año 1221 el matrimonio Juan de Fidanza y María Ritelli fue obsequiado por la Providencia con un hijo. Enseguida lo introdujeron en el seno de la Iglesia Católica mediante las aguas regeneradoras del Bautismo y le dieron el mismo nombre de su padre. Vivía en Bagnoregio, antigua ciudad de los Estados Pontificios, localizada en lo alto de una colina.
A los cuatro años de edad, el niño fue atacado por una grave enfermedad. Su padre, médico con experiencia, intentó por todos los medios salvarle la vida. Todo en vano. Entonces la madre, confiando en el poder infalible de la oración, recurrió a San Francisco de Asís y le rogó, entre lágrimas, que le devolviera la salud a su hijo. Y cuál no fue su alegría al ver que el pequeño —hacía poco entre la vida y la muerte— había sido curado completamente. Ante este hecho tan venturoso sus padres decidieron cambiarle el nombre por Buenaventura.
El Poverello de Asís, recién canonizado por el Papa Gregorio IX, parecía sonreírles desde la eternidad. El sufrimiento que había llamado a la puerta de aquella casa dio comienzo a una entrañada relación entre el fundador, ya en el Cielo, y su futuro discípulo. En efecto, ese niño llegaría a ser uno de los más eminentes miembros de la Orden de los Frailes Menores.
El encuentro con la vocación
Dotado de prodigiosa inteligencia, el joven Buenaventura despertaba admiración tanto por sus progresos en los estudios, como por sus virtudes. Bagnoregio, por aquella época, era una ciudad demasiado pequeña para llenar los anhelos de su alma y desarrollar los dones poco comunes recibidos de la Divina Providencia. Decidió, pues, irse a Francia para profundizar en las ciencias. Sin saberlo, caminaba hacia su vocación.
En la ya por entonces famosa universidad de París conoció a algunos eminentes teólogos, entre ellos el franciscano Alejandro de Hales, que ejercería una gran influencia sobre su alumno. Y como suele suceder en la convivencia entre ciertos discípulos fuera de lo común y su respectivo maestro, es difícil decir cuál de los dos se beneficiaba más con la virtud y el saber del otro. El catedrático acostumbraba comentar a respecto de ese joven estudiante que “Adán no había pecado en él”,2 tal era su pureza y rectitud de alma.
La vida religiosa se había convertido en el centro del pensamiento del joven de Bagnoregio, por eso, una vez concluidos sus estudios y guardando muy vivo en el alma el recuerdo de su maestro franciscano, decidió ingresar en su Orden. El motivo de esta resolución lo explicaba en una carta escrita años más tarde: “Confieso ante Dios que la razón que me llevó a amar más la vida del beato Francisco es que esta se parece a los comienzos y al crecimiento de la Iglesia. La Iglesia
comenzó con simples pescadores, y después se enriqueció de doctores muy ilustres y sabios; la religión del beato Francisco no fue establecida por la prudencia de los hombres, sino por Cristo”.3
La gracia primaveral de la admiración por su fundador fue el motor de toda su existencia. Lo amó con esa “forma de encanto por la que uno quiere darse por entero y no reservarse nada para sí. Y hace de eso el ideal de su vida, de tal modo que pone su felicidad en el haber ofrecido todo a Dios”.4
En el mundo académico
Tras su ingreso en la Orden franciscana, su superior decidió que continuase los estudios en la misma universidad donde había obtenido la licenciatura y, al mismo tiempo, impartiese clases en la escuela franciscana. Flexible a la santa obediencia, el novicio se matriculó en la facultad de Teología y, finalizados los nuevos estudios, obtuvo el título de “bachiller bíblico”, seguido del “bachiller sentenciario”, pasando a dar clases de Sagrada Escritura en esa ilustre universidad.
Alrededor del 1253, cuando recibe junto con Santo Tomás de Aquino el birrete de doctor, se dio un hecho que destaca el brillo de la virtud de la modestia en el alma de ese fraile. En la solemne ceremonia de la imposición del grado, para asombro de todos los que presenciaban la escena, se enzarzó una pequeña discusión entre los dos doctorandos: cada uno quería cederle al otro el primer sitio. Aunque a ninguno les faltasen argumentos, el hijo de San Francisco insistió tanto con el discípulo de Santo Domingo que éste no tuvo cómo rechazar la primacía. De esta forma, dice uno de sus biógrafos, San Buenaventura “triunfó al mismo tiempo sobre sí mismo y sobre su amigo”.5
Visión grandiosa del sacerdocio
El momento de la ordenación presbiteral había llegado y fray Buenaventura se había preparado con ayunos y oraciones, además de incrementar sus habituales obras de caridad. Se creía indigno de tamaño privilegio, que jamás habría osado recibir por voluntad propia, y deseaba bastante servir a Dios y a los hombres de la manera más perfecta en ese ministerio, cuya excelencia la tenía muy presente.
Consciente del poder concedido al sacerdote de renovar el Santo Sacrificio del Calvario, trayendo la presencia real de Cristo en la Sagrada Eucaristía, manifiesta, en una de sus obras, la grandeza de ese rito sagrado y el esplendor con el cual debe ser celebrado: “está mandado que se honre a este sacramento con especial solemnidad tanto en lo que se refiere al lugar y al tiempo como en lo que se refiere a las palabras, oraciones y ornamentos en la celebración de la Santa Misa, para que así los sacerdotes que confeccionan el sacramento, como los fieles que lo reciben, lleguen a percibir verdaderamente el don de la gracia, que los purifique, ilumine, perfeccione, repare, vivifique y ardientísimamente los transforme por amor extático en el mismo Cristo”.6
Sabiduría y ciencia sacadas de la Cruz
En la misma época de San Buenaventura otros miembros de los Frailes Menores y de la Orden de Predicadores empezaban a dar clases en las cátedras de las instituciones más prestigiosas de la época. Ahora bien, era costumbre que esa función fuese desempeñada por miembros del clero secular, algunos de los cuales comenzaron a hostilizar a los profesores de las Órdenes Mendicantes, considerándolos intrusos.
Esa antipatía se extendió al campo teológico y ascético. “Se contestaba su derecho a enseñar en la universidad, e incluso se ponía en duda la autenticidad de su vida consagrada. Ciertamente, los cambios introducidos por las Órdenes Mendicantes en el modo de entender la vida religiosa […] eran tan innovadores que no todos llegaban a comprenderlos”.7
San Buenaventura se mantuvo firme en esa contienda. Con magistral sabiduría supo refutar a sus adversarios, no sólo por su oratoria, sino también por sus escritos. Entre ellos destacan De perfectione evangelica y Apologia pauperum, en los cuales defiende la pobreza practicada por los religiosos, teniendo como modelo al mismo Jesucristo. La Santa Iglesia se enriqueció con esa explicación doctrinaria, fruto de la fidelidad del santo al carisma de su fundador y de su amor a la verdadera doctrina.
En cierta ocasión le preguntó Santo Tomás: “¿Cuál es el libro de donde sacas tu ciencia maravillosa?”. El santo doctor le respondió con sencillez, señalando un crucifijo: “He ahí toda mi biblioteca”.8 Siguiendo el camino de su padre Francisco, este amor a Cristo crucificado fue el centro de su vida y de su sabiduría. Siglos más tarde, otro lector asiduo de sus obras —San Francisco de Sales— comentaría: “¡Oh santo y seráfico doctor mío Buenaventura, en quien no veo tener otro papel
que la cruz, otra pluma que la lanza, otra tinta que la sangre de mi Salvador, cuando escribisteis vuestros divinos opúsculos! ¡Oh palabra inflamada la vuestra cuando exclamáis: Cuán agradable y buena es la compañía del crucifijo!”.9
Acción y contemplación
A mediados del 1257 se celebró en Roma el Capítulo General de la Orden de los Frailes Menores, en el transcurso del cual se debía designar al nuevo ministro general. La elección de los frailes capitulares cayó por unanimidad sobre San Buenaventura, que en esa ocasión sólo tenía 36 años de edad.
Empezó consagrando el gobierno de su Orden a María Santísima. Después de haber enviado a todos los franciscanos una carta en la que dejaba claro el pleno conocimiento que tenía de la gravedad de ese deber, se dirigió a la Ciudad Eterna con la finalidad de presentar al Papa Alejandro IV los asuntos de su instituto. Aprovechó la oportunidad, cual celoso pastor, para visitar los conventos franciscanos de la zona, dándose a conocer a sus subordinados y poniéndose paternalmente a su disposición.
Este nombramiento no cambió para nada sus costumbres monásticas. A pesar de sus múltiples trabajos apostólicos, nunca dejó de ejercer humildes oficios en la vida comunitaria ni interrumpió sus estudios. Siempre encontraba tiempo para los ejercicios de piedad y, en medio de las actividades más variadas, procuraba mantenerse en un estado de recogimiento interior.
Las siguientes palabras, que ilustran muy bien su manera de actuar, quedaron consagradas: “no sea que piense que le basta la lección sin la unción, la especulación sin la devoción, la investigación sin la admiración, la circunspección sin la exultación, la industria sin la piedad, la ciencia sin la caridad, la inteligencia sin la humildad, el estudio sin la gracia, el espejo sin la sabiduría divinamente inspirada”.10
El Capítulo de Narbona
Durante la primavera de 1260 los Frailes Menores se reunieron en la ciudad de Narbona para celebrar otro Capítulo General, tal vez uno de los más célebres de la historia de la Orden. Bajo la dirección del nuevo superior se había expandido de manera prodigiosa y contaba con más de 30.000 franciscanos dispersos por el mundo. Se hacía urgente garantizar la unidad de acción y de espíritu de todos los religiosos, en la completa fidelidad al carisma de su fundador.
A la vista de ello, San Buenaventura promulgó, en esa asamblea, una unificación de la regla que además de otros buenos resultados tuvo el de establecer un punto de equilibrio entre las dos alas en disputa en la Orden: una propensa a un rigor exagerado y otra a un reprochable relajamiento. Con eso, acabó con el riesgo de una grave ruptura interna.
Sin embargo —según explicaba el Papa Emérito en la ya mencionada Audiencia sobre el Doctor Seráfico—, “Buenaventura intuía, sin embargo, que las disposiciones legislativas, si bien se inspiraban en la sabiduría y la moderación, no eran suficientes para asegurar la comunión del espíritu y de los corazones. Era necesario que se compartieran los mismos ideales y las mismas motivaciones. Por esta razón, Buenaventura quiso presentar el auténtico carisma de Francisco, su vida y su enseñanza”.11
Con ese objetivo e instado por sus hermanos en el Capítulo, recorrió Italia a fin de interrogar a las personas que habían convivido con el Poverello. Y con ese trabajo pudo dejar para la Historia una fiel y bien documentada biografía de su seráfico padre: la Leyenda Mayor, asumida por el Capítulo General de Pisa, en 1263, como la biografía oficial del Poverello de Asís.
“¿Cuál es la imagen de San Francisco que brota del corazón y de la pluma de su hijo devoto y sucesor, San Buenaventura?”, se preguntaba Benedicto XVI. Y a continuación añadía: “El punto esencial: Francisco es un alter Christus, un hombre que buscó apasionadamente a Cristo. En el amor que impulsa a la imitación, se conformó totalmente a él. Buenaventura señalaba este ideal vivo a todos los seguidores de Francisco”.12
En esa misma ocasión, en Pisa, le pidió al Papa Alejandro IV que concediera a la Orden un cardenal protector. El Pontífice le respondió que eso no era necesario, porque él mismo asumiría esa responsabilidad. Privilegio nada pequeño para los franciscanos. Y debido a su ardiente devoción a la Santísima Virgen, instituyó, en esa reunión, la celebración de la fiesta de la Inmaculada Concepción en toda la Orden. Según una piadosa tradición, fue después de ese Capítulo que se inició la costumbre de rezar diariamente el Ángelus al medio día y a las seis de la tarde.
Consagrado obispo y nombrado cardenal
El Papa Gregorio X lo llamó a su lado y contó con su valioso auxilio en la solución de relevantes problemas de la Santa Iglesia. Su más importante encargo, no obstante, fue la preparación de un gran acontecimiento eclesial, el II Concilio Ecuménico de Lyon, en 1272, con el objetivo de restablecer la comunión entre la Iglesia latina y la griega. El Sumo Pontífice le señaló como presidente y en 1273 lo consagró obispo y lo nombró cardenal.
No obstante, tras haber participado en las cuatro primeras sesiones del concilio, San Buenaventura cayó gravemente enfermo. El Santo Padre se apresuró en administrarle los últimos sacramentos. Partió hacia la eternidad el 15 de julio de 1274. Quiso la Providencia que su asistencia al concilio fuera desde el Cielo. A pedidos del Sumo Pontífice los sacerdotes del mundo entero celebraron una Misa por su alma.
Eximia fidelidad al carisma de San Francisco
“La clave para la realización de cada uno de los institutos religiosos —explica el Beato Juan Pablo II— ha sido la fidelidad al carisma inicial que Dios puso en el fundador, o en la fundadora, para enriquecer a la Iglesia. Por esta razón, repito las palabras de Pablo VI: ‘Sed fieles al espíritu de vuestros fundadores, a sus intenciones evangélicas, al ejemplo de su santidad… Es aquí precisamente donde encuentra su medio de subsistencia el dinamismo propio de cada familia religiosa’ (Evangelica Testificatio, del 29/6/1971, n.os 11-12)”.13
San Buenaventura nunca apartó la mirada de su padre espiritual: San Francisco de Asís. Por el contrario, su celo en seguir las huellas del Poverello y la fidelidad a su carisma hicieron que la Orden de los Frailes Menores se mantuviera íntegra y unida. Así pasó para la Historia como su segundo fundador.
1 ROHRBACHER. Vidas dos Santos. São Paulo: Américas, 1960, v. XIII, p. 19.
2 AMORÓS, OFM, León; APERRIBAY, OFM, Bernardo; OROMI, OFM, Miguel. Vida de San Buenaventura. In: SAN BUENAVENTURA. Obras. 2.ª ed. Madrid: BAC, 1955, t. I, p. 8.
3 SAN BUENAVENTURA. Epistula de tribus quaestionibus ad magistrum innominatum, apud BENTO XVI. Audiencia General, del 3/3/2010.
4 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. São Francisco de Assis e o enlevo pelas coisas divinas. In: Dr. Plinio. São Paulo. Año XI. N.º 127 (Octubre, 2008); p. 27.
5 ROHRBACHER, op. cit., p. 15.
6 SAN BUENAVENTURA. Breviloquium. Pars VI, c. 9, n.º 7. In: Obras, op. cit., p. 473.
7 BENEDICTO XVI, op. cit.
8 AMORÓS, OFM, León; APERRIBAY, OFM, Bernardo; OROMI, OFM, Miguel. Introducción a la Cristología mística de San Buenaventura. In: SAN BUENAVENTURA. Obras. 2.ª ed. Madrid: BAC, 1957, t. II, p. 90.
9 AMORÓS, OFM, León; APERRIBAY, OFM, Bernardo; OROMI, OFM, Miguel. Introducción a La vida mística. In: SAN BUENAVENTURA, Obras, op, cit., t. II, p. 661.
10 SAN BUENAVENTURA. Itinerarium mentis in Deum. Prol. n.º 4. In: Obras, op. cit, t. I, p. 561.
11 BENEDICTO XVI, op. cit.
12 Ídem, ibídem. 13 BEATO JUAN PABLO II. Discurso a los religiosos en la Fiesta de San Francisco, del 4/10/1979, en el viaje apostólico a Estados Unidos.