Pausadas, graves y solemnes, las campanas de la iglesia de la Santa Cruz de Jerusalén, la principal de Sevilla, anunciaban la partida de este mundo de su arzobispo Isidoro, admirable por su ciencia, por sus escritos y, sobre todo, por su integridad de vida. Era el 4 de abril del 636. Revestido de las insignias episcopales y portando sobre su pecho el libro de los Santos Evangelios, su cuerpo descansaba en el presbiterio y el pueblo, entre llantos, se apretaba para rendirle sus filiales homenajes. Finalmente fue llevado a la iglesia de San Vicente y enterrado entre Leandro y Florentina, sus hermanos en la carne y en la santidad.
¿Quién era ese Isidoro de familia tan bendecida y cuya muerte tanto se lamentaba?
Hordas bárbaras irrumpen en el imperio
Desde principios del siglo IV, y con más intensidad en el transcurso del siglo V, el otrora tan poderoso Imperio Romano se volvía cada vez más incapaz de contener el avance de las hordas bárbaras que irrumpían por todas partes en su territorio, saqueando, quemando y destruyéndolo todo por donde pasaban. Y como pensaban que la cultura era la causa de la decadencia de aquel pueblo antes tan aguerrido, los bárbaros mostraban especial empeño en hacer desaparecer los libros que encontraban.
No obstante, peor que la destrucción material eran los obstáculos causados por los invasores —paganos o arrianos— al desarrollo de la Iglesia Católica, que no hacía mucho había conseguido la libertad de acción, concedida mediante el Edicto de Milán, en el 313, por el emperador Constantino.
Con mucha frecuencia los pueblos bárbaros guerreaban entre sí, por la conquista o por el mantenimiento de algún territorio. Fue lo que ocurrió en la Península Ibérica, disputada por alanos, suevos, vándalos y visigodos. Estos últimos, aliados a Roma, acabaron dominando la situación y mantuvieron la región bajo su poder.
Los cimientos de la formación de un sabio
En ese turbado período, cerca del año 556 nació Isidoro, en una familia de la nobleza goda. Su padre, Severiano, era católico y, debido a la invasión bizantina, emigró con los suyos desde Cartagena hasta Sevilla, donde vio la luz nuestro santo. De su madre, narran los registros históricos que en Cartagena seguía a la secta arriana, pero al llegar a Sevilla abrazó la fe católica. El matrimonio tenía por entonces tres hijos: Leandro, ya joven, que había recibido la formación dada a los nobles godos cristianos de aquella época; Fulgencio, aún niño; y Florentina, en sus primeros años de vida. Todos ellos fueron elevados a la honra de los altares y son conocidos como los Santos de Cartagena.
Isidoro contaba con cerca de seis años de edad cuando se quedaron huérfanos. Su hermano Leandro, tomando la muerte de sus padres como un llamamiento a despreciar los bienes pasajeros de este mundo y dedicarse exclusivamente a Dios, empleó la herencia paterna en la fundación de dos monasterios: uno femenino, en el cual se consagraría su hermana Florentina, y otro masculino, del que fue abad.
Como consecuencia inmediata de las invasiones bárbaras, quedó casi extinguida en el territorio de la actual Europa la base cultural de la civilización greco‐romana. Sólo restaban los monasterios como fieles depositarios de las obras literarias producidas
a lo largo de los siglos, así como las maravillas de la Revelación. Ejemplo de ello fue el monasterio en el cual el abad Leandro abrió una escuela para enseñar a los jóvenes no sólo materias elementales como la aritmética y la gramática, sino también geometría,
música, retórica, dialéctica e incluso astronomía. En ella empezó sus estudios el joven Isidoro, que estaba bajo la tutela de su hermano, levantando los cimientos sobre los cuales desarrolló su privilegiada inteligencia para, en el futuro, venir a servir bastante a la Iglesia.
De alumno a maestro de almas
Cuando él tenía alrededor de 20 años, Leandro fue aclamado arzobispo de Sevilla y, un poco más tarde, nombrado consejero del rey visigodo Recaredo, convertido al cristianismo. Inspirado por la decisión de su hermano, Isidoro tomó el hábito religioso y, en el 589, ya era un sacerdote recién ordenado. Su poca edad no constituyó obstáculo para suceder a Leandro como abad del monasterio: la santidad le confería la prudencia y la madurez necesarias para la dirección de las almas.
Pero lamentablemente el panorama del monacato español no era de lo más alentador: además de las explicables secuelas de barbarie, muchos cristianos abrazaban la vida religiosa movidos no por amor a Dios y por el deseo de santificarse, sino por el prestigio que derivaba de ahí; otros muchos, sin disposición para sacrificarse por los demás en la convivencia diaria, seguían una vida al margen de la comunidad.
Oración y trabajo intelectual
Por una parte, puso la vida interior por encima del ayuno y de la mortificación, teniendo en vista que a Dios le agrada más el sacrificio de la propia voluntad que cualquier otra penitencia. Por otra, no descuidó esa tan importante cuestión de la vida diaria de un monje como es el trabajo. Ora et labora era el lema de San Benito, padre del monacato occidental.
La regla de San Isidoro unía trabajo manual e intelectual, acentuando que el estudio forma parte de los deberes del religioso. De esta forma, incentivaba a sus monjes a que le dieran importancia a la lectura, en especial de las Sagradas Escrituras, recomendando que a ella le siguiera la meditación. Más tarde, escribiría en su Tercer Libro de las Sentencias: “Todo el aprovechamiento proviene de la lectura y de la meditación, porque con la lectura aprendemos las cosas que ignoramos y con la meditación conservamos las que hemos aprendido”.2
También determinó que los monjes copiaran las obras clásicas para difundirlas entre los demás monasterios. Durante horas y horas, unos dictaban y otros escribían. Igualmente prescribió normas relativas a la práctica de la caridad entre los hermanos. Por ejemplo, por las noches, finalizada la última oración en conjunto, todos se perdonaban mutuamente y recibían a continuación la absolución del abad. Y si algún hermano veía que otro incurría en una falta, debía hacerle una fraternal advertencia.
La regla isidoriana es una de las primeras que no prescribía castigos corporales, pero no por ello descuidaba la necesidad de saludables correctivos: a los monjes culpados se les punía con la privación de la convivencia de la comunidad, la cual se prolongaba algunos días, meses o incluso un año, dependiendo de la gravedad de la falta.
En cuanto buen padre espiritual, San Isidoro no se olvidó de establecer normas acerca de los aspectos de la vida cotidiana, como el descanso de los monjes: todos debían dormir, si fuera posible, en una única habitación, teniendo la cama del abad en el centro. Su presencia y el testimonio de su vida santa entre ellos era una “reverencia a la disciplina”.3 También prescribía que el hábito religioso debía ser pobre y modesto, pero no miserable, “para que no produjera tristeza en el corazón o engendrara vanagloria”.4
Vasta cultura al servicio de la santidad
El santo abad no habría alcanzado éxito en su reforma si él mismo no hubiera sido la imagen viva de lo que predicaba. En efecto, preocupado siempre más con el prójimo que consigo, era modelo de abnegación. En cuanto al trabajo intelectual, se dedicó con ahínco a escribir varias obras que se conservan hasta hoy. La principal de ellas, Etimologías, es un compendio de todas las ramas de la ciencia de aquella época, que exigió veinte años de trabajo para concluirla. En ella, como en otras de sus obras, el santo revela gran capacidad para compilar y ordenar conocimientos y doctrinas ya existentes.
Hombre de vasta cultura, San Isidoro dominaba el latín, el griego y el hebreo, y era conocedor de los autores clásicos. Sin dejar de lado las tareas de abad y la labor de escritor, se destacó como profesor.
Arzobispo de Sevilla
Los esfuerzos de San Isidoro fructificaban, y tanto en el monasterio como en la escuela reinaba un nuevo orden espiritual e intelectual. Sin embargo, Dios exigiría de su siervo algo más que una sosegada vida claustral. En torno al año 600 fallecía su hermano San Leandro, tras una vida turbada y heroica, en la que tuvo el mérito de convertir al catolicismo a la España visigoda. Incentivado por las autoridades, el pueblo aclamó como arzobispo al abad Isidoro, por entonces con 43 años de edad.
Su fervor, sabiduría e incluso un porte alto y majestuoso marcaban sus predicaciones, que enseguida atrajeron a multitudes de fieles, muchos de ellos provenientes de lejanos lugares. No obstante, el nuevo arzobispo no se ocupaba únicamente del pueblo: ponía especial atención en la formación de los sacerdotes, animándolos a progresar en las vías de la santidad. Velaba, sobre todo, por los seminaristas, a los que trataba de inculcarles la dignidad en el modo de ser y la seriedad en los actos. No con el objetivo de enorgullecerse ante los demás, sino porque la buena conducta ha de ser un reflejo del alma virtuosa. Por tal razón, el santo arzobispo, aparte de la perfección espiritual, exigía de sus clérigos la perfección en el proceder exterior: “Demuestra en el vestir y enel portarte lo que profesas. Hay simplicidad en tus maneras, pureza entus movimientos, gravedad en tu gesto y honestidad en tu paso. No aparezca nada de vergonzoso ni de lascivia, ni de petulancia, ni de insolencia, ni de ligereza; pues se adivina el alma en el aspecto del cuerpo, el gesto del cual es indicio de la mente y con él se pone el ánimo de mnifiesto y se muestra su inclinación. No tenga, pues, tu modo de comportarte, especie de liviandad, ni ofenda las miradas de los otros”.6
Con un empeño aún mayor, San Isidoro trataba celosamente por el máximo esplendor de la liturgia. Introdujo en los actos litúrgicos la música sacra, asumiendo él mismo la tarea de componer varios himnos. Y aconsejaba a sus clérigos a rezar, como los monjes, el Oficio Divino.
Habiendo ascendido Sisebuto al trono, en el 612, la influencia de nuestro santo alcanzó el auge y aprovechó las circunstancias para solidificar los derechos de la Iglesia en el reino. A pesar de los lazos de amistad que lo unían al rey, Isidoro no dejaba de recriminarlo con firmeza cuando se inmiscuía en asuntos eclesiásticos. En cierta ocasión, el soberano recibió esta severa reprensión de su antiguo maestro: “Es precepto apostólico el que prohíbe que los varones seglares sean admitidos en el gobierno de la Iglesia”.7
Combatió el noble combate, recibió la corona de la justicia
Los servicios prestados a la Iglesia en ese período son innumerables. La gran capacidad de organización de San Isidoro lo llevó a unificar las rúbricas litúrgicas en todo el reino y a crear la Collectio Canonum Ecclesiæ Hispanæ, completa compilación de decretales y cánones conciliares que rigió la Iglesia española hasta la reforma gregoriana.
Siendo ya casi octogenario, le cupo presidir el IV Concilio de Toledo, en el que se formularon importantes normas en las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Concluida la asamblea, el arzobispo Isidoro sentía que le había llegado el momento de proclamar, como San Pablo: “He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado lafe”(2Tm4,7).Sólole quedaba recibir del justo Juez “la corona de la justicia” (2 Tm 4, 8).
El día 31 de marzo del 636, acompañado de sus dos obispos sufragáneos, se dirigió a la basílica de San Vicente, para cumplir el rito preparatorio para la muerte, según la costumbre de esos tiempos. Postrado ante el altar, vestido de saco y movido por profunda humildad, hizo pública penitencia de sus pecados, pidió perdón a los fieles por sus posibles malos ejemplos y dio sus postreros consejos a la multitud, que veía por última vez a su pastor. Al cabo de cuatro días, su santa alma subió al Cielo.
San Isidoro fue incluido, junto con su hermano San Leandro, en la relación de los Padres de la Iglesia, poniendo fin a la lista de los latinos. Unos años después de su muerte, el VIII Concilio de Toledo lo elogiaba con estas inmortales palabras: “Doctor excelente, gloria de la Iglesia Católica, el hombre más sabio que se hubiese conocido para iluminar los últimos siglos y cuyo nombre no debe pronunciarse sino con mucho respeto”.8
Tomado de la Revista Heraldos del Evangelio nº153, abril de 2016; pp. 32-35
NOTAS
1 QUILES, SJ, Ismael. San Isidoro de Sevilla. Buenos Aires: Espasa‐Calpe, 1945, pp. 29‐30.
2 SAN ISIDORO DE SEVILLA. Sentencias. L. III, c. 8, n.o 3. In: ROCA MELIÁ, Ismael (Ed.). Los tres libros de las “Sentencias”. Madrid: BAC, 2009, p. 147.
3 SAN ISIDORO DE SEVILLA. Regula monachorum, c. XIII, n.o 1: ML 83, 883.
4 Ídem, c. XII, n.o 1, 881‐882.
5 SAN ISIDORO DE SEVILLA. De natura rerum. Præfatio: ML 83, 963.
6 SAN ISIDORO DE SEVILLA. Synonyma. De lamentatione animæ peccatricis. L. II, n.o 43: ML 83, 855.
7 SAN ISIDORO DE SEVILLA. De officiis ecclesiasticis, apud QUILES, op. cit., p. 37.
8 VIII CONCILIO DE TOLEDO. Canon II. In: MANSI, Joannes Dominicus. Sacrorum Conciliorum. Nova et amplissima collectio, ab anno DXC usque ad annum DCLIII, inclusive. Florentiæ: Antonii Zatta Veneti, 1764, t. X, col. 1215.