Mons. João Scognamiglio Clá Dias
Al norte de la Tierra Prometida se encontraba la pequeña ciudad de Nazaret, donde llegó a establecerse, aún siendo joven, el virtuoso Joaquín, descendiente de David. Era originario de Belén y, ya durante la infancia, la Providencia lo había favorecido con diversas señales sobre la venida del Mesías.
Completada la edad que la costumbre establecía para contraer matrimonio, en uno de sus viajes a Jerusalén Joaquín se aconsejó con un sacerdote amigo que, aunque era joven, gozaba del prestigio de una santidad sin mancha y se había convertido en un líder de todos los hijos de Abraham que esperaban la realización de las promesas divinas. Se llamaba Simeón, tenía como modelo de santidad sacerdotal al anciano Eleazar, residente en Belén y conocido de Joaquín, a quien instruía en la Religión y había orientado con ocasión de su traslado a Nazaret.
Los dos sacerdotes concordaron en indicarle como esposa a una virgen unida a la misma estirpe, según la praxis consagrada entre los israelitas, cuyo nombre era Ana. Hija única de un levita natural de Belén, que se había casado con una descendiente de David, ella se distinguía sobre todo por la virtud. Su padre se relacionaba con el filón de justos de la ciudad, liderado por el venerable Malaquías, entre los cuales se encontraban algunos antepasados de San José. De ese abuelo materno provendría el parentesco de Nuestra Señora con Santa Isabel (cf. Lc 1, 36), madre de Juan Bautista, que también pertenecía al linaje de Aarón (cf. Lc 1, 5). En razón de la unicidad de su misión, en María Santísima deberían converger la grandeza regia y la sacralidad sacerdotal, pues Ella daría a luz a Jesucristo, Rey de reyes y Supremo Sacerdote.
El propio sacerdote Simeón ofició la ceremonia de las nupcias de Joaquín y Ana en Jerusalén.
La casta compostura de Joaquín y Ana causó admiración en muchos de los circunstantes, habituados a matrimonios realizados apenas por interés o pasión. Contaba él con veinticinco años de edad, y ella se aproximaba a los veinte. Se inició entonces la convivencia conyugal en la casa de Nazaret, donde Joaquín ya habitaba, marcada por el deseo, de parte de ambos, de que su matrimonio se revistiese de total santidad y pureza.
Una prueba dilacerante
Todo transcurría en una tranquilidad ordenada y en la estricta observancia de los Mandamientos de la Ley de Dios, hasta que una espesa nube amenazó con toldar el horizonte: aquel matrimonio se manifestaba infructífero.
“Si son estériles, alguna falta cometieron”, pensaban muchos israelitas.
Incluso entre los familiares crecían las injurias, pues consideraban la esterilidad de los esposos un castigo por negarse a seguir las tendencias del momento, en pro de una concepción demasiadamente espiritual e interior de la moral. Por el contrario, los sinedritas y fariseos, líderes del pueblo
y reputados los más estrictos cumplidores de la Ley, seguían una moral pautada por la observancia de actos exteriores (cf. Mt 15, 2-9; 23, 1-39; Lc 11, 37-44).
Por ser San Joaquín y Santa Ana fieles a la Ley, se desató contra ellos una persecución movida por los jefes religiosos, que discernían en ese matrimonio una misteriosa relación con el Mesías, así como con aquel núcleo de santos que prepararía su venida y lo traería a la tierra.
“¿No habremos cometido alguna falta oculta que apartó de nosotros la bendición de Dios?”, se preguntaban. Ese confuso sentimiento de culpa por algún pecado que no lograban descubrir, atormentaba mucho más sus rectas conciencias que el desprecio del cual eran objeto.
Y, como la voz de Dios nunca miente, conservaban la certeza de su propia vocación: ¡de ellos surgiría un varón escogido! Veinte largos años transcurrieron en esa lancinante prueba. Cierto día, sin embargo, cuando Joaquín se presentó en el Templo a fin de hacer una oferta voluntaria de animales, como era su costumbre, un sacerdote lo rechazó públicamente, alegando que no era agradable al Señor el sacrificio de un hombre sin prole.
Era la confirmación, por los labios de un ministro sagrado – a quien Joaquín respetaba por su oficio, a pesar de conocer su vida disoluta –, de los pensamientos que perturbaban su mente: “¿Qué hice contra Dios para que Él me castigue?” Habiendo retornado a su hogar después de esa humillación, le explicó a su esposa la conveniencia de retirarse durante algún tiempo a rezar y ayunar en las montañas, entre los pastores, lo cual hizo con su consentimiento.
Ana comprendía muy bien la angustia de su marido, tanto más que, poco después, a tal ofensa se vino a sumar una afrenta hecha por una empleada por causa de su esterilidad. Como otrora Sara, esposa de Abraham, había sido injuriada por la esclava Agar por no tener hijos (cf. Gn 16, 4).
En el ápice de la prueba enviaron un recado al venerable Simeón, pidiéndole que, en el Templo, elevase súplicas al Señor para disipar la terrible perplejidad que los mortificaba, después de tantas promesas. Sin embargo, nada quiso el Altísimo manifestar a su fiel sacerdote sobre el asunto.
Transcurridas algunas semanas, Joaquín retornó a Nazaret, desconsolado con el silencio de los Cielos. Oprimidos por la humillación externa y afligidos por las pruebas interiores, los esposos retomaron la normalidad de la vida familiar. Generalmente, los grandes planes de la Providencia requieren de largas esperas, en las cuales todo parece correr en sentido contrario a las promesas divinas, para solo al final Ella actuar.
En el túnel de la confianza, brilla una luz
Habiendo transcurrido un año después de esos hechos, el Arcángel Gabriel apareció radiante a Ana para darle la grata noticia de que el Señor había atendido a sus pedidos: ella engendraría de Joaquín una Niña, que tendría una sublime vocación, muy relacionada con la convivencia divina.
El nombre la niña debería ser María, en esa Niña se realizaría todo lo que habían predicho los profetas, pero no le anunció claramente que se trataba de la Madre del Redentor. El mismo Arcángel comunicó en sueños a Joaquín que su esposa había recibido una visita celestial, revelándole que concebiría a una Hija.
Al amanecer del día siguiente, el santo matrimonio conversó alegremente sobre el mensaje divino, no obstante, sin
comprenderlo por entero. Un punto les causaba perplejidad: la promesa interior de engendrar un varón, intención en la cual rezaron con ardor durante veinte años, era sustituida por la concepción de una Niña, lo cual, para la mentalidad hebraica de ese tiempo, consistía casi en un desmentido. Por el inmenso amor que dispensaba a Joaquín y Ana, Dios solo les desvelaría ese misterio cuando ambos cerrasen los ojos para la vida terrena y los abriesen para las realidades celestiales.
Resolvieron entonces ir a Jerusalén, a fin de dar gracias al Dios de todas las misericordias, que siempre oye las oraciones de sus hijos. Y de común acuerdo decidieron que consagrarían la Niña al servicio del Altísimo en su Templo, tan pronto su edad lo permitiese. Reconfortados así por la manifestación celestial, partieron en peregrinación.
En las murallas de la Ciudad Santa hay apenas una puerta que accede directamente de los campos adyacentes al Templo: la llamada Puerta Dorada. Famosa en la iconografía clásica desde el comienzo del Cristianismo, tenía un simbolismo real que los antiguos no supieron interpretar: representaba a Nuestra Señora, Puerta Dorada por excelencia, por la cual el propio Dios entraría en el mundo, inaugurando un nuevo régimen de gracias para la humanidad. Ciertamente los ángeles inspiraron dicha construcción, para que el pueblo elegido viviese en la expectativa de su venida.
Por inspiración sobrenatural, al llegar a Jerusalén el matrimonio ingresó por la Puerta Dorada. Hacia allá se dirigió igualmente Simeón, avisado por iluminación angélica de la llegada de los esposos, con el intuito de acogerlos y bendecirlos.
Como verdaderos israelitas, Joaquín y Ana fueron en su debido momento limpios del pecado original y vivían en estado de gracia. Pero la grandeza de la concepción de la Madre del Mesías recomendaba que ellos se elevasen a un grado de santidad y de purificación hasta entonces jamás alcanzado. Por consiguiente, deberían ser cumulados de dones y virtudes muy particulares.
Además, en lo que decía respecto a la constitución de la Niña, convenía que Ana tuviese una santidad aún mayor que la de su esposo, pues se tornaría el tabernáculo vivo de la Reina del Universo. Sin embargo, Dios también ornó a Joaquín con eminentes virtudes, por cuanto ellas serían su principal herencia.
¡Ellos son los padres de Nuestra Señora y los abuelos de Jesús…! ¿Habría un vínculo sanguíneo más estrecho y más íntimo? ¿Cuáles fueron entonces los efectos de la gracia sobre el santo matrimonio, en vista de la concepción de María Inmaculada?
La castísima generación de María, preludio de la venganza divina
Por su pureza y obediencia a los consejos del ángel, Tobías exorcizó su unión nupcial y tuvo una larga vida en compañía de Sara.
A la luz de ese hecho, cabe preguntarse a ese respecto sobre San Joaquín y Santa Ana. Cuando se considera que en los dos convergió lo más refinado del pueblo elegido, tanto en lo que se refiere a los dones materiales, cuanto a los sobrenaturales, con vistas a su plena manifestación en Nuestra Señora y en el Hombre Dios, parece razonable admitir que también ellos, de forma aún más perfecta que Tobías y Sara, hayan sido purificados
de la concupiscencia de la carne antes de la concepción de María.
Como las gracias que San Joaquín y Santa Ana recibieron con ocasión de la peregrinación al Templo y del encuentro con Simeón en la Puerta Dorada fueron muy insignes, el Autor cree que en esa ocasión la Providencia haya concluido su obra en ambos, de manera que en la generación de María la concupiscencia en nada maculase el ánimo de los esposos. Así, la castísima concepción de Nuestra Señora constituiría el preludio de la venganza sobre la serpiente, que Dios había prometido en el Paraíso (cf. Gn 3, 15). Inundado de consolaciones místicas, el matrimonio retornó a Nazaret. Sin embargo, Dios tiene sus tiempos. Aún tendrían que transcurrir largos meses de espera, antes de que Santa Ana diese las primeras señales de gestación.
Como en un tabernáculo…
Canta el salmista que Dios, que modela las entrañas en el seno de la madre y conoce los huesos que se forman en secreto, escribe en su libro los días y la vida de cada hombre (cf. Sl 138, 13-16). Así, a partir del momento en que la persona de María se constituyó y su tierno cuerpecillo comenzó a desarrollarse en el claustro de Santa Ana, la mirada divina se inclinó complacida sobre las excelencias sin par de su alma.
Al contemplar su obra prima, el Todopoderoso, por así decir, no consiguió guardar el secreto y lo comunicó a los coros angélicos. No obstante, a estos no les fue permitido revelarlo a los hombres, ni siquiera a los padres de la Niña. ¡Ellos aguardarían “ansiosos” aún nueve meses, a fin de rendir el primer acto de vasallaje a su Señora! Particularmente exultante estaba el Arcángel San Gabriel, designado por el Señor como guardián de tan precioso tesoro, porque muy en breve su misión prínceps se iniciaría.
De cierto modo la figura de María era bastante familiar a los ángeles desde los albores de la Creación, pues Ella había estado en el origen de la gran división que se operó entre las milicias angélicas, que culminó con la expulsión de Satanás y sus secuaces de las moradas celestiales y en su condenación a los tormentos eternos (cf. Ap 12, 7-9). En efecto, al anunciar su sapiencial plan para la obra de los seis días, Dios les había revelado la Encarnación de su Hijo Unigénito en el seno virginal de una Mujer, a la cual ellos deberían honrar y servir como su Reina.
Sin embargo, a pesar de las contingencias de la condición humana en este valle de lágrimas, son misteriosas la relaciones entre madre e hijo ya durante el período de gravidez. Limpia no solo del pecado original, sino también de sus secuelas, la maldición de Eva no afectaba más a Ana.
Así, la gestación de la Niña transcurría sin ningún incómodo o malestar, y el vínculo de unión entre las dos se ahondaba a cada instante, como fruto del nuevo régimen de gracias que Dios inauguraba para los ángeles y para la humanidad. Esas gracias abarcaban igualmente a San Joaquín, por ser ambos los primeros y más íntimos depositarios del tesoro del Altísimo llamado María.
En breve rayaría el día bendito en que la Niña vendría a la luz. “Siendo ella el lirio de hermosura incomparable del género humano, su nacimiento debería llenar de alegría a la tierra entera y a todos los coros angélicos: ¡apareció en esta tierra de exilio una criatura sin pecado original! […] Si a eso sumamos los tesoros de gracia que Ella traía consigo, gracias verdaderamente inconmensurables, entonces comprenderemos lo que ese nacimiento representó. El nacer del sol es una realidad pálida en relación con la entrada de Nuestra Señora en el mundo…”