
El Antiguo Testamento bien puede considerarse una preparación sublime de la encarnación del Verbo. Cuando ponemos a Nuestro Señor Jesucristo en el centro de los acontecimientos humanos, comprendemos realmente la historia, pues así es como Dios la concibe: de modo arquitectónico y jerárquico, con su propio Hijo unigénito como piedra angular.
Por lo tanto, era coherente que cuanto más se acercara el nacimiento del Salvador, más abundarían los acontecimientos admirables y milagrosos, como explica San Juan Damasceno: puesto que el Señor es el sol de justicia (cf. Mal 3, 20), los caminos que le abrirían el paso «debían ser preparados por maravillas y, lentamente, de las realidades inferiores debían elevarse a las más altas».1
Partiendo de tan sublime perspectiva, se entiende con facilidad que precisamente en la plenitud de esa estela luminosa es donde se desarrolla la vida de San Joaquín y Santa Ana, padres de la Virgen María.
Acerca de ellos, se conocen pocos datos fiables. Éstos se deducen de la tradición, en gran parte de libros apócrifos, entre los que destaca el Protoevangelio de Santiago, escrito en el siglo ii d. C.2 Los episodios aquí narrados no constituyen, pues, dogmas de fe, ni siquiera son datos históricos plenamente contrastados. Asimismo, han sido enriquecidos con el variado tesoro de las revelaciones privadas y completados con algunas reconstrucciones piadosas. Sin embargo, no deben considerarse leyendas desdeñables, carentes de todo fundamento.
Estirpe regia y sacerdotal
Joaquín significa «preparación del Señor».3 Al igual que Jesús, nació en Belén y vivió desde su infancia en Nazaret, siendo descendiente del rey David.
Varón recto y justo, nutría gran admiración por dos sacerdotes ejemplares de su tiempo: Eleazar, venerable anciano que vivía en Belén, y el joven Simeón, que desempeñaba sus funciones en Jerusalén. Por eso, cuando alcanzó la edad que las costumbres de la época establecían para contraer matrimonio, Joaquín, consciente de la seriedad de tal paso, no dudó en pedirles consejo a esos ilustres levitas.
Ambos le propusieron como esposa a una virtuosa virgen llamada Ana, nombre que significa «gracia».4 Su padre era de la tribu sacerdotal de Leví y natural de Belén, y su madre descendiente del rey David. Así, vemos cómo la grandeza regia y la sacralidad sacerdotal se unen en María, lo cual es completamente arquitectónico, «pues Ella daría a luz a Jesucristo, Rey de reyes y Supremo Sacerdote, “santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y encumbrado sobre el Cielo” (Heb 7, 26)».5
Al cabo de un tiempo, se celebró la boda, cuya ceremonia fue oficiada por el propio sacerdote Simeón. La pareja se instaló en Nazaret, donde ya vivía Joaquín. Él tenía 25 años y Ana se acercaba a los 20. Desde el principio, se esmeraron para que su matrimonio se revistiera de total santidad y pureza, causando admiración entre todos los que los conocían. De hecho, Dios los bendecía y, gracias a la herencia de San Joaquín, poseían bienes en cantidad.6 Sin embargo, una terrible prueba se abatiría sobre su hogar.

La prueba de la infecundidad
Transcurrieron los años y el matrimonio se presentaba infructuoso en cuanto a descendencia. En aquellos tiempos, esto solía interpretarse como una tremenda maldición de Dios, ya que todos se casaban para tener hijos, con el objetivo de alcanzar el honor de ser antepasados del Mesías. En estas condiciones, la santa pareja no tardó en sufrir las peores injurias, incluso por parte de sus allegados. Veinte largos años habían pasado en medio de indecibles humillaciones. Hasta que un día San Joaquín fue, como de costumbre, a hacer generosas ofrendas al Templo.7
Sin prole, Joaquín y Ana soportaron veinte años de humillaciones, antes de que el Señor les enviara el consuelo de una promesa
Una vez allí, se vio rechazado públicamente por un sacerdote llamado Rubén, quien alegaba que al Señor no le agradaba la ofrenda de un hombre sin prole.8 Observa Mons. João9 que, ante tales palabras, San Joaquín debió sentir la confirmación, de labios de un ministro consagrado, de su más lancinante perplejidad: «¿Qué he hecho contra Dios para que me castigue así?».
Al llegar a casa, le contó a su esposa la humillación por la que había pasado y, con su consentimiento, se retiró unas semanas a las montañas para rezar y ayunar. Ambos enviaron peticiones al venerable sacerdote Simeón para que hiciera ofrendas a Dios en el Templo, suplicándole que les concediera descendencia. Pero la oscuridad crecía a lo largo de los días, pues el silencio de lo alto prevalecía. Después de un tiempo, San Joaquín regresó de su retiro de dolor.
No obstante, en medio de tales pruebas, puede vislumbrarse la mano de Dios. A través de la impotencia de la naturaleza, preparaba el camino para su intervención, como explica San Juan Damasceno: «La naturaleza cedió ante la gracia; se detuvo, temblorosa, y no quiso ser la primera. Como la Virgen Madre de Dios iba a nacer de Ana, la naturaleza no se atrevió a anticipar el fruto de la gracia; permaneció infructuosa hasta que la gracia hubo dado su fruto».10
San Gabriel y la puerta dorada
«La hija que nacerá de ti será la aurora de la salvación y la puerta por la cual entrará el Mesías prometido. Será el arca de vuestra victoria»
Un año más tarde, el arcángel Gabriel se le apareció a Ana, anunciándole en términos misteriosos que daría a luz a una niña: «La hija que nacerá de ti será la aurora de la salvación y la puerta por la cual entrará el Mesías prometido. Ella será el arca de vuestra victoria, y atraerá a Dios a esta tierra».11 El mismo arcángel, manifestándose a Joaquín en sueños, le comunicó la visita celestial que Ana había recibido y le reveló que le nacería una hija, a la que llamaría María.
Al amanecer del día siguiente, ambos conversaron sobre estos hechos sobrenaturales y decidieron ir al Templo de Jerusalén a dar gracias al Señor. De mutuo acuerdo, prometieron consagrar a la niña enteramente al servicio de Dios tan pronto como su edad se lo permitiera.
Cuando llegaron a Jerusalén, entraron por la Puerta Dorada, la única con acceso directo al Templo desde los campos circundantes, muy famosa en la iconografía cristiana de los primeros siglos porque representaba a Nuestra Señora. Seguramente, Joaquín y Ana percibieron algo del simbolismo que ahí había: la hija que les nacería sería la «Puerta Dorada por excelencia, por la que Dios mismo entraría en el mundo, inaugurando un nuevo régimen de gracias para la humanidad».12 Advertido por una iluminación angélica de la presencia de los esposos, el sacerdote Simeón también acudió allí, con la intención de acompañarlos y bendecirlos.
El nacimiento de la Virgen

Nueve meses después de estos hechos, el 8 de septiembre, nacía la Santísima Virgen María en la ciudad de Nazaret. Acontecimiento prodigioso, sublime e inefable: ¿Quién podría imaginar cómo vino al mundo la Madre de Dios? Engendrada sin que la lujuria manchara la mente de sus padres, concebida sin pecado original, gestada sin ocasionar ninguna molestia a su madre, María Santísima no sólo nació sin proporcionarle dolor alguno a Santa Ana,13 sino además completamente envuelta en luz.
Monseñor João reputa que, «al contrario de lo que sucedería en el natal del Niño Jesús, […] la Virgen nació en pleno mediodía, cuando el sol se encontraba en su cenit e irradiaba la máxima intensidad de su luz en el firmamento. Si el nacimiento del divino Redentor fue a medianoche como símbolo de que Él venía a rescatar a la humanidad de las tinieblas del pecado, parece arquitectónico que la natividad de María ocurriera exactamente en el horario inverso, pues Ella estaba destinada a traer a la tierra el sol de justicia (cf. Mal 3, 20), Cristo, nuestro Señor».14
Cuando la Virgen cumplió un año, sus padres reunieron en su casa de Nazaret a algunos sacerdotes, a los principales del sanedrín y del pueblo, así como a todos los miembros de su familia. La pequeña María fue presentada a los sacerdotes de Israel, quienes invocaron sobre ella las bendiciones del Cielo: «Dios de nuestros padres —dijeron—, bendice a esta niña y dale un nombre que sea celebrado de generación en generación».15
La presentación de la Virgen
Habiendo María alcanzado la edad de tres años, Joaquín y Ana se dispusieron a cumplir su promesa de entregarla al servicio del Templo
Habiendo alcanzado María la edad de 3 años, Joaquín y Ana se dispusieron a cumplir su promesa de entregarla al servicio de Dios en el Templo, y con este propósito los tres partieron hacia Jerusalén. Una vez instalados en la Ciudad Santa tras el arduo viaje, cuando el sol ya se ponía, San Joaquín le anunció a María que irían al Templo al día siguiente, noticia que la llenó de alegría.
Al llegar al Templo, la pareja entró con la niña en una de las salas, donde se encontraba Simeón. Tras recitar una hermosa oración compuesta en ese momento, San Joaquín entregó a su hija al sacerdote, diciendo: «Hija mía, te entrego a este hijo de Leví para que seas ofrecida al Señor, a fin de que le sirvas todos los días de tu vida. Que sea una ofrenda inmaculada al Dios de nuestro pueblo, y que Él nos visite con la llegada del Mesías esperado».16 Tras mutuos agradecimientos, la Virgen fue confiada a una de las maestras de las doncellas y sus padres se retiraron.
Últimos encuentros en esta tierra
Evidentemente, San Joaquín y Santa Ana iban a menudo al Templo para estar con su hija. En su última visita, San Joaquín estaba bastante débil, por lo que María, discreta y maternalmente, procuró prepararlo para cruzar el umbral de la eternidad. Se dice que, en esa ocasión, vio cómo una suave aureola resplandecía en la frente de su hija y una legión de ángeles formaban una guardia de honor a su alrededor. Así pues, algo de la vocación de Nuestra Señora le fue revelado al santo anciano.17

Poco después, avisada por el arcángel San Gabriel de que se su padre estaba a punto de morir, se apresuró a ir a Nazaret. Lo asistió en ese momento tan importante, acariciándolo, besándole las manos y la frente, y hablándole de las alegrías celestiales.
En torno a un año del fallecimiento de San Joaquín, Santa Ana presentía inminente su partida hacia la eternidad. Por eso decidió ir al Templo para conversar quizá por última vez con su santísima hija. En cierto momento de la visita, se vio místicamente con la Virgen en su regazo y a ésta, por su parte, llevando al Niño Jesús, como la representarían muchos artistas a lo largo de los siglos. Entonces ambas se despidieron: María se arrodilló para recibir la bendición de su madre, que la abrazó con ternura y besó su frente virginal.
Y Santa Ana regresó a Nazaret. Al cabo de un tiempo, sintiendo que su fin estaba próximo, pidió que avisaran a Nuestra Señora. Pero cuando María llegó a Nazaret, encontró el cuerpo de su madre ya inerte. Siguió los ritos fúnebres con mucha calma y sólo cuando cerraron la tumba derramó algunas lágrimas.
Misión que continúa en la eternidad
La misión de proteger el tesoro del Altísimo se prolonga en el Cielo: ambos están deseosos de interceder ante su hija por la Santa Iglesia
Poco después de la muerte de Santa Ana, tendría lugar el matrimonio de la Virgen con San José y la encarnación del Verbo. Si ella y San Joaquín hubieran vivido unos años más, tal vez habrían contemplado con sus propios ojos a Dios hecho hombre. Sin embargo, se ve que esto no les estaba reservado. Su misión en esta tierra —engendrar y proteger el tesoro del Altísimo, María— ya se había cumplido y, por tanto, el Señor los llamó a sí.
No obstante, de alguna manera esa misión se prolonga en el Cielo, y de un modo muy especial. Es evidente que ambos están deseosos de interceder ante su hija por cada uno de nosotros y, sobre todo, por la Santa Iglesia.
Si es cierto que por sus frutos se conoce al árbol (cf. Mt 7, 16-20), ¿Qué podemos decir del árbol bendito del que nació la Santísima Virgen?18 Por nuestra parte, conviene cobijarnos siempre a su sombra, porque por la intercesión de esta santa pareja, nuestras súplicas a Nuestra Señora nunca dejarán de ser atendidas. ◊
Notas
1 San Juan Damasceno. Homélie sur la nativité, n.º 2: SC 80, 49.
2 Cf. Alastruey, Gregorio. Tratado de la Virgen Santísima. 2.ª ed. Madrid: BAC, 1947, p. 16.
3 Idem, ibidem.
4 Butler, Alban. Vidas de los Santos. Ciudad de México: John W. Clute, 1965, t. iii, p. 192.
5 Clá Dias, ep, João Scognamiglio. ¡María Santísima! El Paraíso de Dios revelado a los hombres. Lima: Heraldos del Evangelio, 2021, t. ii, p. 59; cf. ALASTRUEY, op. cit., pp. 11-14.
6 Cf. Protoevangelio de Santiago. I, 1. In: Santos Otero, Aurelio de (Ed.). Los evangelios apócrifos. Madrid: BAC, 2006, p. 130.
7 Cf. Güel, Dolores. «Santa Ana». In: Echeverría, Lamberto de; Llorca, sj, Bernardino; Repetto Betes, José Luis (Org.). Año Cristiano. Madrid: BAC, 2005, t. vii, p. 787.
8 Cf. Protoevangelio de Santiago, op. cit., I, 2, p. 131.
9 Cf. Clá Dias, op. cit., p. 63.
10 San Juan Damasceno, op. cit., n.º 2, 49.
11 Clá Dias, op. cit., p. 65.
12 Idem, p. 66.
13 Cf. Alastruey, op. cit., p. 25; Clá Dias, op. cit., p. 77.
14 Clá Dias, op. cit., pp. 81-82.
15 Cadoudal, Georges. «Sainte Anne». In: Vies des Saints. 2.ª ed. Paris: Garnier Frères, 1854, t. iii, p. 116; cf. Protoevangelio de Santiago, op. cit., VI, 2, p. 140.
16 Clá Dias, op. cit., p. 132.
17 Cf. Cadoudal, op. cit., p. 116.
18 Cf. San Juan Damasceno, op. cit., n.º 5, 57.