Monseñor João Clá Dias.
San José se dio cuenta de que su Esposa estaba pasando por una terrible perplejidad, ya que era la única persona en la faz de la tierra, además de Jesús, capaz de discernir lo que pasaba en el alma de María, pues sabía leer en sus ojos lo que Ella meditaba en el Corazón.
Entretanto, Nuestro Señor Jesucristo había ido al Templo. Él sabía que iba a realizar un acto mesiánico con el que, por primera vez, atestiguaría su misión en público, dieciocho años antes del inicio de su predicación. Observando desde fuera el lugar sagrado, rezó fervorosamente al Padre Celestial con la esperanza de que los sacerdotes se convirtieran, a pesar de que conocía la terrible corrupción moral en la que muchos de ellos vivían.
Ya en el patio interior, no fue directamente hasta donde estaban los doctores, sino que con mucha perspicacia, se colocó en un lugar secundario para abordar a alguien que pasara por allí.
Jesús irradiaba una luz y una inocencia tan cautivantes que, en poco tiempo, se formó en torno suyo un corrillo numeroso de gente que asistía con gran interés. Y Él, derramando su gracia en profusión, ayudaba a aquellas personas a presagiar por medio de su presencia, la cercanía del Mesías y la liberación de Israel, pero no de la dominación romana, sino del pecado: ¡los Cielos iban a ser abiertos!
Este movimiento fue pronto detectado por los miembros del Sanedrín, que mandaron verificar lo que estaba pasando. Les informaron que había un Niño en el Templo y que dejaba a todos deslumbrados; ellos se quedaron recelosos, pues el surgimiento de cualquier tipo de liderazgo debía estar controlado por ellos. Muy perspicaces cuando se trataba de defender sus intereses, inmediatamente hicieron el cálculo del tiempo que había transcurrido entre la venida de los Magos de Oriente, los rumores entre los pastores de Belén y el bullicio que hubo en Jerusalén en los días de la Presentación en el Templo. Y acabaron sospechando que aquel Niño fuese el mismo del que se había dicho que era el Mesías, pero sobre el cual no se habían tenido noticias desde hacía muchos años.1
Sin demora, dos maestros de la Ley más graduados asistieron a la rueda demostrando una simulada simpatía por Jesús, mientras le hacían diversas preguntas que les permitieran comprobar de quién se trataba. El resultado fue completamente contraproducente, pues las palabras de Jesús los dejaron sin respuesta delante de los asistentes, mientras éstos se iban aglomerando en número creciente, para ver a aquel Niño tan sabio que confundía a los doctores.
Aquellos hombres expertos, contados entre los más cultos de la época, que desde la infancia memorizaban fragmentos de la Ley y comentarios de las variadas escuelas, sintieron una gran conmoción delante Jesús, ávidos de saber de dónde le venía tanto conocimiento con apenas doce años.2
El Divino Salvador levantaba, por ejemplo, temas polémicos sobre las espurias interpretaciones de la Ley de Moisés que ellos imponían al pueblo, y que después saldrían a la luz durante su vida pública. Eran temas candentes, pero cuyo silenciamiento era promovido por los doctores a través de una serie de sofismas y respuestas. Sin embargo, cuando proponían aquellas mentiras al Niño Jesús, Él les presentaba una refutación magistral, como nadie jamás había hecho, suscitando un gran entusiasmo entre los presentes. Para evitar este demoledor efecto y un motín contra ellos, llamaron al Niño para conversar con otros maestros de la Ley en una sala dentro del Templo. Pretendían preguntarle allí acerca de sus intenciones. Era precisamente lo que Jesús quería…
Una vez en aquel lugar retirado, los rabinos cuidaron de no manifestar lo que habían urdido contra el Niño. Antes de que empezasen el interrogatorio, Jesús les hizo varias preguntas, todas llenas de sabiduría, que los dejaron sin respuesta. ¡Hasta los demonios se quedaban espantados por las palabras de Jesús! Pero el semblante de Nuestro Señor refulgía con la naturalidad propia del Hombre-Dios, infinitamente superior: como Dios, los conocía desde toda la eternidad; como Hombre, constataba quiénes eran aquellos doctores…
Sin embargo, el Mesías no podía posponer por más tiempo su declaración de guerra contra aquellos que habían desviado por completo la herencia del Señor. Lleno de indignación, Jesús comenzó a increparlos acerca de la situación de la religión judía, recordando la censura que Él mismo, siglos antes, había inspirado al profeta Ezequiel contra sus ministros prevaricadores: «Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿No deben los pastores apacentar las ovejas? Os coméis las partes mejores, os vestís con su lana; matáis las más gordas, pero no apacentáis el rebaño. No habéis robustecido a las débiles, ni curado a la enferma, ni vendado a la herida; no habéis recogido a la descarriada, ni buscado a la que se había perdido, sino que con fuerza y violencia las habéis dominado. Sin pastor, se dispersaron para ser devoradas por las fieras del campo» (Ez 34, 2-5). Se dirigía sobre todo a los fariseos, por el mal que hacían al pueblo, pero con mucho respeto y sin atacarlos directamente, para no crearse problemas.
El Sanedrín pronto se dio cuenta de que jamás podría controlar a aquel Niño.
Entonces, hicieron planes para ganárselo para su partido, pues el hecho de que alguien así estuviese fuera del alcance de su gobierno constituía un peligro seguro.
Por eso las disputas continuaron durante los dos días subsiguientes, acentuando las humillantes impresiones de los magistrados… Se comprende con facilidad que, cuando Nuestro Señor inició su vida pública, ellos ya lo conocían y lo odiaban con un furor satánico. ¡Los campos se habían definido muchos años antes!
Solamente algunos sacerdotes y doctores de la Ley, que tenían buenas intenciones, simpatizaron con Jesús, como fruto de las oraciones que Él había hecho antes de entrar en el Templo y de la intercesión de San Zacarías, ya fallecido, padre de San Juan Bautista. A pesar de que no se manifestaron a su favor en aquel momento, éstos, entre los que se encontraba Nicodemo, acabaron apartándose de la peor facción del Sanedrín.
El encuentro de María y José con su Divino Hijo
Mientras tanto, María Santísima y San José llegaron a Jerusalén y, en cuanto despuntaron las primeras luces del tercer día, fueron al Templo. Cuando empezaron a hacer preguntas a las numerosas personas que transitaban por el patio, pudieron constatar que el tema del día era el Niño. Todos lo comentaban maravillados y rondaba la duda en los labios de muchos: «¿Dónde había aprendido todo eso?». Sin embargo, andando por las dependencias del Templo en su busca, no lograron encontrarlo. Por fin, les indicaron un lugar aparte, adonde lo habían llevado dos días antes los del Sanedrín.
Al adentrarse en aquel lugar, hallaron a su Hijo «sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas» (Lc 2, 46). El hecho de estar en esa posición tiene su significado, pues muestra que aunque no estuviese predicando a los maestros de la Ley, estaba allí para enseñar a aquellos que debían orientar a los demás. Los escribas lo rodeaban, algunos sentados y otros de pie y aun cuando ya era el tercer día de controversia, «todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba» (Lc 2, 47), pero no lo aceptan, y la mayoría alimentaba el odio y la envidia contra Él.
Cuando María Santísima y San José encontraron a Nuestro Señor manifestando de tal forma quién era Él y el futuro cumplimiento de su misión, «se quedaron atónitos» (Lc 2, 48), con una sorpresa que superaba la propia aflicción.3 Era evidente que Jesús había desaparecido por su propia iniciativa. Sólo entonces, estando ya delante de Él, Nuestra Señora expresó su aprensión a San José: «¿Por qué no nos pidió permiso para venir aquí? ¿Cuál habrá sido la razón?».
Conociendo bien a aquellos que lo rodeaban, María Santísima se llenó de aflicción, pues veía en sus miradas un odio mortal, y llegó a pensar si, de hecho, no sería cierta su sospecha de que había legado la hora de la Pasión. ¿Habrían cambiado los planes de Dios? En realidad, a pesar de la terrible aversión que aquellos hombres sentían, mucho se lo pensarían antes de llegar hasta aquel extremo, pues sabían que podría ser un gran error matar a un profeta. Como Jesús era joven, lo más prudente era intentar corromperlo y convertirlo en uno de los suyos.
Por su parte, al notar la presencia de San José y la Virgen, la reacción del Sanedrín fue la de catalogar a dos adversarios más. Ambos eran muy conocidos, sobre todo la Virgen, por los años que había vivido allí. Pero cuando los doctores percibieron que ellos eran los padres de aquel Niño y estaban plenamente unidos a Él, llegaron a la conclusión de que había llegado el momento de emprender la batalla más grande que hasta entonces habían presentado. No creían que Jesús fuera Dios, ni siquiera que sería su propia ruina, pero vieron en la Sagrada Familia a su mayor enemigo potencial… En un futuro próximo, tendrían que declarar la guerra contra aquellos tres que tenían delante. Se dieron cuenta de que el Mesías no había muerto con ocasión de la matanza de los Santos Inocentes y, a partir de ese momento, comenzaron a organizarse para bloquear su acción.
Tomado de la Obra, San José ¿Quién lo conoce? pp.334-343
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