San Martín de la caridad

Publicado el 11/03/2022

El crucifijo sería el libro de meditación de Martín a lo largo de todos sus años y donde encontró la senda segura de su caminar a la santidad. Por Cristo al Padre, y por María a Cristo

Nacimiento y primeros años

Fue el 9 de diciembre de 1579 cuando vio Martín la luz. No nació negro, sino oscuro de rostro; ni tampoco con rasgos africanos; antes bien, las líneas de su cara se alargaban y henchían con toques de estirpe y ascendencia extremeña o andaluza. Sus hombros eran anchos; sus brazos, fuertes; su frente, levantada; sus ojos, negros; su nariz, más pequeña que grande; sus labios, gruesos en proporciones correctas; su costillar, espeso y membrudo. Fue bautizado Martín en la iglesia de San Sebastián. En dicha iglesia se conserva la gran pila bautismal donde fue regenerado y recibido en la comunión de los santos.

Santa Rosa de Lima

En aquella misma pila se bautizó también Santa Rosa de Lima, la flor y rosa dominicana, patrona de todas las Américas. Se conserva igualmente la partida de bautismo de nuestro bienaventurado.

Los niños crecían bellos y su madre cuidaba de su salud y de su educación. En Martín se pudo apreciar, desde sus primeros años, un sentido cristiano de amor a sus semejantes. Se cuenta que amaba singularmente a los pobres y los socorría de sus ahorros. Estos ahorros debían de ser los dineros que su padre le daba cuando los visitaba en Lima. Crecía su caridad con los años y nunca estaba más contento que cuando podía socorrer a alguno de los que llamaban a su puerta. Su madre veía en esto la hermosura de un corazón castellano y el rescoldo del espíritu de la gran nación a la que ella había unido su sangre. Cuenta su historia que, haciendo de recadero de su madre en compras que eran precisas para la sustentación de su casa, distraía algunas cantidades dándoselas al primer menesteroso que encontraba.

Martín de la caridad

Catedral de Lima, Perú

Fue el amor a los necesitados la virtud primera que prendió en el corazón de Martín, como un don del cielo; pues todos conocen la ambición que se alberga en el pecho de los niños, que ha de ser sofocada en los comienzos de su aparición si se quiere fomentar la generosidad, que es su contrapeso. Los templos de Lima eran buenos refugios a la piedad devota de sus habitantes, y en el de Santo Domingo se veía diariamente a Ana Velázquez con sus dos hijos asistiendo al culto y empapándose en las ceremonias sagradas. La vista de las imágenes era para los niños un gran placer. Por ellas iban subiendo a la concepción de sus vidas, contemplando los misterios encerrados en ellas. Más que todas, eran los crucifijos y los iconos de la Virgen los que más llamaban su atención. El crucifijo sería el libro de meditación de Martín a lo largo de todos sus años y donde encontró la senda segura de su caminar a la santidad. Por Cristo al Padre, y por María a Cristo.

Martín comenzó a ser conocido pronto. Su compostura, su humildad y su amor a los pobres le hicieron célebre, no tanto por lo que daba cuanto por los pocos años que contaba al dar. Hubo día en que se privó de su alimento para dárselo a un hombre de color que lo demandaba. En ocasiones burló la vigilancia de su madre para substraer algo en la despensa con que llenar el estómago de algún vagabundo. En las escuelas era de los más aprovechados, a la vez que sentía sobre sí devotamente la autoridad de los maestros, a los que profesaba gran admiración y gran respeto. Las muchas horas que pasaba orando le dieron ya el calificativo de «santo». Martín era un «santo». No sabemos si llegó el nombre a sus oídos; pero de llegar, hubo de satisfacerle divinamente poniendo espuelas en su corazón para hacerse digno de tal calificativo. Renovó sus preces y sus penitencias, no alcanzando en aquellos días sino la edad de siete años.

Martín, el “santo”

La leyenda de Martín nos dice que estudiaba de noche, consumiendo largas horas en el aprendizaje de sus lecciones. Tampoco descuidaba sus ejercicios espirituales. Más de la mitad de la noche la empleaba en oración, haciéndola con tanto dolor, ante un santo Cristo, que sus gemidos se oían en la calle. En la casa donde ahora vivía a pupilo, pues podía muy bien pagar la pensión con lo que ganaba, pudo observar la buena mujer que le atendía que, en las altas horas de la noche, permanecía encendida una vela en el cuarto de Martín. La curiosidad femenina quiso saber la causa y, observando por el agujero de la cerradura, vio a Martín en oración, y en oración tan subida, que su cuerpo se alzaba del suelo algunas cuartas. No lo quería creer la mujer, pero lo tenía tan a la vista, que tuvo que darse por vencida. Corrió la noticia por la ciudad; se admiraron los moradores y Martín entró en el reino del milagro.

La semilla de su vocación religiosa

Convento de Santo Domingo, Lima -Perú

El templo de los dominicos de Lima, llamado del Rosario, era el lugar preferido de Martín para sus oraciones y visitas al Santísimo Sacramento. A primera hora de la mañana, rayando el alba, allí estaba oyendo la primera misa. Comulgaba en ella, y después se absorbía en la contemplación de la sagrada Hostia, y del regalo con que Jesucristo había querido dejar a los suyos hasta el fin de los siglos. Esta oración matutina se prolongaba horas enteras, hasta que el deber que se había impuesto de curar a los enfermos pobres lo llevaba a sus casas o al hospital del Espíritu Santo. Su devoción a la Eucaristía fue creciendo en él de modo que aprovechaba cuantas oportunidades tenía para visitar los templos donde se guardaba. La penitencia era estarse de rodillas sin dejarse vencer del cansancio ni del sueño. No parecía hombre, según eran los trabajos que soportaba, sino un ser de un mundo espiritual. La lucha mayor que sostuvo en sus penitencias fue el sueño. Se le cerraban los ojos y la cabeza se le venía al suelo. Para vencerlo tomaba las posturas más incómodas y variadas a fin de mantenerse despierto.

La afición que Martín tomó a los dominicos fue mucha. Aquellos religiosos desplegaron tan profundo y extenso apostolado que eran la admiración de Lima. Mientras unos regentaban las clases de la universidad, otros recorrían los suburbios de Lima llevando el apostolado a los trabajadores del campo y a los pobres de las barriadas extremas; muchos salían hacia la montaña a predicar el Evangelio a los remontados y salvajes, y algunos se dedicaban a decorar templos y altares o a escribir obras de teología y filosofía. En aquella iglesia dominicana tenía Martín su director espiritual, al que se confiaba y pedía orientaciones en su vida espiritual. Bien maduro el juicio y sabiendo toda la libertad que la Orden dispensaba a los hacedores de la caridad, un día llamó al prior de la casa y le confió su secreto. Se alegró el prior de la demanda y le abrió las puertas del convento. Martín ingresó en el convento del Rosario como en casa propia. Conocía todos sus rincones y podía allí ejercer su profesión, lo mismo con los religiosos que con los seglares. La regla de los dominicos se abre a toda actividad donde tenga el primer puesto el amor de Dios y el amor al prójimo. Martín tenía sólo quince años. El terciario dominico Martín, por sus conocimientos, por sus aptitudes, fue nombrado barbero de la casa, mostrando una solicitud y un esmero grande porque los religiosos anduvieran limpios de barba y pulcros de cerquillo.

Al borde de la muerte

Un día se le vio arrebolado el rostro de modo que no pudo disimular la fiebre. Sentía que la fatiga le rendía y, no obstante, no abandonaba su trabajo. Un religioso le denunció al prior y éste le envió inmediatamente a la cama. Fray Martín pidió al prior la bendición, como es costumbre entre los dominicos, y se retiró a su celda. Fueron a visitarlo algunos religiosos y vieron que no se había desnudado. Estaba en la cama con los zapatos puestos; claro es que no había tocado las sábanas. Nueva denuncia al padre prior. Éste, que conocía los quilates de la virtud de fray Martín, dijo a los acusadores: «Hermanos: fray Martín es un gran teólogo y un místico; su teología mística le ha hecho conocer el secreto de unir la mortificación a la obediencia». De todos modos, tomó el parecer del superior y curó su dolencia.

Labor de médico de cuerpos y de almas

¿Cómo consideraba fray Martín la pobreza? Como una amiga inseparable y divina que le llevaba a usar vestidos usados, zapatos burdos, sombrero raído, capa con ventanillas abiertas al espacio. En su celda había unas tablas sobre dos hierros que sostenían un jergón de hoja de maíz, dos sábanas toscas, dos mantas no muy buenas, un taburete, una mesa de madera sin adornos y un armario del mismo estilo. Curiosidades, ninguna. Sobre la mesa y en el armario, instrumentos clínicos, almireces para triturar plantas y batir líquidos, gasas de hilo sacadas de algún retazo inservible, bien hervidas; frascos con medicamentos. El armario contenía cuantas plantas podía recoger para sus emplastos y sus bebidas aromáticas y curativas. Para él, nada; para los enfermos, todo. De objetos religiosos, tenía en el testero de su cama una cruz de madera; y en los lienzos laterales, dos estampas: una de la Virgen del Rosario y otra de Santo Domingo. Usaba un rosario al cuello como todos los dominicos de América, y llevaba otro suspendido de la correa. El rosario para él era el arma sagrada a la que se acogía y en la que confiaba en sus tentaciones y en sus trabajos.

En la curación de las enfermedades, fray Martín disponía de varios recursos, todos ellos eficaces. Era el primero el de la oración. A sus enfermos graves los encomendaba a Dios y a su Santísima Madre, y las curaciones no tardaban en realizarse. El segundo procedimiento era la aplicación de las medicinas usadas ya para las diferentes dolencias. El tercer medio que usaba fray Martín, a petición de los enfermos, era aplicarles su propia mano al sitio del dolor. Las curaciones eran repentinas. El contacto de su mano era eficacísimo y la curación instantánea.

El convento de dominicos del Rosario de Lima se había convertido en un hospital; fray Martín iba recogiendo los enfermos callejeros, llevándolos a él. Algunos religiosos mostraban su disgusto por ello, ya que los ayes, los cuidados, la asistencia a los enfermos no solamente ocupaban a fray Martín, sino también a otros religiosos, con daño para la disciplina regular, el buen orden y los deberes de la comunidad. Un día se presentó en el claustro con un enfermo al que llevaba a cuestas. Le entró en su propia celda y le acostó en su misma cama. El enfermo iba hecho una lástima. Lo había encontrado caído en la calle. Vestía andrajos y ardía en una fiebre altísima. Uno de los hermanos de obediencia le reprendió por aquella caridad, no por ir contra dicha virtud, sino por el trastorno que causaba en el convento. «¿Cómo, hermano Martín, traéis a la clausura enfermos?». «Los enfermos no tienen jamás clausura», contestó fray Martín. «¿Queréis decir que traeréis al convento a cuantos enfermos encontréis en las calles?». La caridad ha roto con todo lo que no sea amor de Dios. Y el amor de Dios tiene paso franco por todos los claustros.

-Fray Martín regresaba al convento de noche. En una callejuela encontró un hombre herido de gravedad. Lo tomó a cuestas y entró en el convento con él. Le curó la herida, que era de puñal y muy honda, y le acostó en su cama, con la intención de trasladarlo a casa de su hermana tan pronto como mejorase. El provincial, por el momento, impuso una penitencia a fray Martín por haber faltado a la obediencia. Fray Martín probó su humildad aceptándola y cumpliéndola al pie de la letra. Ahora fue el padre provincial el que solicitó su ciencia:

Hermano fray Martín, no tuve otro remedio que imponeros una penitencia por no haber cumplido mis órdenes.

Perdone S. P. mi desatino —contestó fray Martín—. Pensaba yo que la santa caridad debía tener todas las puertas abiertas.

Bien está lo que habéis hecho —dijo el padre provincial—, y desde este momento el convento del Rosario será vuestro segundo hospital. Podéis traer cuantos enfermos queráis a él.

Patrón de los animales…

Iba un día camino del convento. En la calle distinguió un perro sangrando por el cuello y a punto de caer. Se dirigió a él, le reprendió dulcemente y le dijo estas palabras: «Pobre viejo; quisiste ser demasiado listo y provocaste la pelea. Te salió mal el caso. Mira ahora el espectáculo que ofreces. Ven conmigo al convento a ver si puedo remendarte». Fue con él al convento. Nueva admiración para los religiosos. Acostó al perro en una alfombrita de paja, le registró la herida y le aplicó sus medicinas, sus ungüentos. Una semana entera permaneció el animal en la casa. Al cabo de ella, le despidió con unas palmaditas en el lomo, que él agradeció meneando la cola, y unos buenos consejos para el futuro. «No vuelvas a las andadas —le dijo—, que ya estás viejo para la lucha».

En los cuadros de fray Martín aparece éste conversando con ratones, gatos, perros y alimañas. Todos le escuchan y todos comen en el mismo plato. Todos eran criaturas de Dios. Pero estas criaturas no siempre obran en armonía con el hombre: se interponen en su camino y destruyen algunas de sus obras más útiles para él. Esto sucedía en el convento de dominicos del Rosario de Lima. Todos los hermanos de obediencia estaban quejosos de los ratones. De cuando en cuando aparecían grandes ratas, blancas de pelo y voraces como el cáncer. El hermano sacristán se aprestó al exterminio porque era en la sacristía donde causaban más daño. Telas antiguas venidas de España, terciopelos, estameñas, tejidos de hilo y algodón eran pasto de los ratones. Delante de fray Martín manifestó su propósito, y preparaba algunos venenos para darles muerte.

No haréis eso, hermano, que son criaturas de Dios y ellos, como los demás seres, tienen derecho a vivir. Dios no hizo nada sin un fin determinado. En la creación nada estorba, todo demuestra alguna perfección del Creador.

¿Pero es que nos vamos a quedar sin ropas en la iglesia? Venga, hermano Martín, y vea por sus ojos los destrozos que han hecho ya.

La verdad es que no han estado correctos. No es ése su alimento; pero hermano, la necesidad les ha precipitado y llevado a lo que nunca debieran tocar.

¿Y quiere su caridad que no nos armemos contra ellos?

Hay una solución; llevarlos a otra parte.

¿Adónde, fray Martín?

Hay unos terrenos más allá de la casa de mi sobrina, donde se les puede acomodar muy bien.

¿Os atreveríais a conducirlos allí como si fueran mansos corderos?

Con la ayuda de Dios lo intentaré.

En aquel momento, por debajo de la tarima sobre la que se abría el cajón de las ropas mejores, apareció un ratoncito embigotado, alargando el hocico y moviendo a uno y otro lado los ojos. Fray Martín le llamó amorosamente.

«Un momento, hermano ratón, y acércate un poco más sin miedo. No sé si tú serás culpable o no de los desperfectos que habéis ocasionado en las ropas de la sacristía. De todos modos, hoy mismo tenéis que salir del convento todos. De manera que llevas el recado a los demás para que, sin falta, inmediatamente, os reunáis aquí». El hermano sacristán quedó atónito. El ratoncito dio una vuelta en redondo con mucha gracia y salió corriendo hacia el interior de la tarima. La orden corrió por todos los rincones del convento. Unos tras otros fueron llegando a la sacristía docenas y docenas de ratones. Fray Martín les echó en cara su mal comportamiento. El hecho es que nunca volvió a verse un ratón en el convento de dominicos del Rosario. Todos los días, a cualquier hora, fray Martín pasaba por aquel lugar y dejaba grano y pan para sus amiguitos los ratones. Ellos lo celebraban con saltos, rozándole con sus hociquitos los pies.

Santidad en el día a día

No fue fray Martín muy aficionado a muchas devociones, pero tenía algunas que no dejaba jamás. Hemos hablado ya de las horas que pasaba ante el Santísimo Sacramento, la devoción con que recibía la sagrada comunión y los éxtasis que padecía en el templo de Santo Domingo. Por derecho propio, después del culto al Sacramento, venía la devoción a la Santísima Virgen del Rosario. En el vestíbulo del refectorio había una imagen de la Santísima Virgen muy devota y de algún mérito artístico. Fray Martín alzaba los ojos a aquella imagen cuantas veces entraba en el refectorio a tomar el alimento. Recabó para sí el cuidado de la misma, y desde muy temprano, la adornaba con ramos de flores recién cortadas en el huerto conventual. Con las flores encendía algunas velitas que los devotos le donaban. Dícese que la Virgen se le aparecía con frecuencia y conversaba con ella amorosamente. Fue un gran contemplativo. El Ángel de la guarda tuvo en su corazón y en sus plegarias un lugar muy distinguido.

En aquellas largas y nocturnas excursiones por la ciudad de Lima, sin luz en las calles, el ángel de la guarda guiaba sus pasos, barría ante sus pies los obstáculos que se atravesaban y le conducía por entre las tinieblas al convento. De Santo Domingo de Guzmán tomó fray Martín la costumbre de darse tres disciplinas diarias: la una, por la conversión de los pecadores; la otra, por los agonizantes, y la tercera, por las almas del purgatorio, puntualmente fray Martín hizo lo mismo. Si sangrientas eran las disciplinas de Santo Domingo, no lo eran menos las de fray Martín. La tercera que había de tomar fray Martín no era por mano propia, sino por mano ajena. Un indio, un inca de los convertidos por fray Martín y admirador de su virtud, se había prestado a ser el verdugo del bienaventurado. «Todo este rigor es por mis muchos pecados. La penitencia, decía, es el precio del amor. ¿Cómo podré salvarme sin penitencia? ¿Cómo podré expiar mis culpas sin martirizar mi cuerpo?».

Tiénese por cierto que se le vio a la vez en distintos lugares ejerciendo su caridad; ayudando a bien morir a un atacado de tifus y curando en el hospital a sus enfermos. Aún más; algunos hombres favorecidos por él en lugares muy distantes lo reconocieron al verlo. Fray Martín poseía otra gracia no menos singular: la invisibilidad. En ocasiones se hacía invisible, sobre todo en los éxtasis. Los que conocían los lugares de sus arrebatos místicos iban a veces a espiarlo por ver el prodigio de levantarse del suelo. Los muchos trabajos, vigilias, ayunos y quehaceres fueron minando poco a poco la salud de fray Martín. Parecía un espíritu más que un hombre. La fama que de santo tenía corría por todos los hogares. Apenas había uno solo en Lima adonde él no llevara el regalo de sus medicinas o de sus consuelos. Avenía matrimonios, concertaba enemistades, fallaba pleitos, reconciliaba a hermanos, fomentaba la religión, dirimía contiendas teológicas y daba su parecer acertado en los más difíciles negocios. Era el ángel de Lima.

Últimos días

Corría el año 1639. Fray Martín llevaba días de decaimiento y flojedad. Las fuerzas le abandonaban y una fiebrecilla le encendía un tanto la sangre. Como en la atmósfera, que una nubecilla se crece y se convierte en nube parda y la nube parda se rasga y sobreviene la tormenta y el aguacero torrencial, la fiebrecilla de fray Martín se transformó en una fiebre alta que le obligó a meterse en la cama. Sabía él ya de antemano lo que había de suceder. Tenía la revelación de su muerte. Los padres y hermanos acudieron a su habitación y él les dijo: «He aquí el fin de mi peregrinación sobre la tierra. Moriré de esta enfermedad. Ninguna medicina será de provecho». A los dolores físicos sobrevinieron los ataques del diablo. El enemigo, que durante la vida le había combatido sin cesar, redobló en aquella hora sus ataques y sus tiros. El diablo llegó a aparecérsele entre resplandores siniestros de llamas devoradoras. La lucha debió de ser brava, pues fray Martín sudaba hasta empapar toda la ropa de la cama, y en alguna ocasión se le oyó rechinar los dientes, en señal de lo rudo de la acometida diabólica y de la valentía con que él la rechazaba. Declaró él que no se encontraba solo en aquella su última hora: que estaban a su lado, con la Virgen Santísima, San José, Santo Domingo, San Vicente Ferrer y Santa Catalina de Alejandría. Fray Martín abrazaba un crucifijo y lo llenaba de besos.

Pidió y recibió el viático y la extremaunción derramando lágrimas. Como el Señor en la cruz, encomendaba al Padre su espíritu. Mientras tanto, y según es costumbre y regla, un hermano tomó unas tablas, herradas con argollas en ambas caras, y recorrió todo el convento agitándolas fuertemente. Cuando muere un dominico no se doblan las campanas hasta después de morir. La señal de agonía de un religioso es el sonar de aquellas argollas que levantan de sus asientos a todos los religiosos, y del lecho, si están acostados, comenzando todos a rezar el Credo. Fray Martín, viendo a los religiosos arrodillados ante su cama, les pidió perdón a todos por «los malos ejemplos que les había dado». En todos los ojos reventaron el llanto las palabras humildes y sinceras del bendito hermano. Entonces, y viendo que el momento feliz se acercaba de ir a ver y a gozar de Dios, pidió fray Martín al prior que entonasen el Credo en alta voz. Así se hizo. Los religiosos, con singular unción y lentamente, pronunciaron el Et homo factus est. Fray Martín cerró los ojos y se durmió en el Señor. Eran las nueve de la noche del día 3 de noviembre de 1639.

Las campanas de la torre del Rosario doblaron a muerto. Un escalofrío corrió por toda la ciudad de Lima. Toda la ciudad sabía que fray Martín estaba gravemente enfermo. El doblar de las campanas anunciaba su fallecimiento. Fueron los primeros en llegar al convento el virrey, conde de Chinchón; el arzobispo de Méjico, don Feliciano de la Vega; el obispo preconizado de Cuzco, don Pedro Ortega; don Juan de Peñaflor, miembro de la Cámara Real, etc. Religiosos de todas las Ordenes se mezclaron con los dominicos para las exequias. Mientras tanto, los fieles, furtivamente, iban cortando trozos al hábito del bienaventurado, hasta el punto que el padre prior se vio en la necesidad de cambiárselo varias veces. El cadáver de fray Martín fue llevado a hombros desde la iglesia al cementerio conventual, que estaba dentro del mismo convento, siendo sus portadores los señores ilustres de referencia anterior.

En vista de los milagros y concesión de gracias de fray Martín, se instruyó el proceso de beatificación. El 29 de abril de 1763, el papa Clemente XIV dio un decreto proclamando las virtudes heroicas de fray Martín. El 31 de julio de 1836, el papa Gregorio XVI publicó el decreto de aprobación, y el 8 de agosto de 1837, el mismo Pontífice firmó las cartas de beatificación. Fue canonizado el 6 de mayo de 1962 por Juan XXIII.

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