San Mateo, apóstol y evangelista – Confiscado por el Señor

Publicado el 09/20/2025

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Una mirada bastó para hacer del recaudador de impuestos un auténtico «don de Dios»: Leví, el experto contable de los bienes terrenales, daría paso a Mateo, el apóstol y evangelista del divino Maestro.

Lo propio de los cimientos es sostener el edificio sin que, no obstante, se repare en ellos o siquiera sean vistos: permanecen ocultos, pero son imprescindibles.

Ahora bien, los cimientos de la Santa Iglesia son los doce Apóstoles (cf. Ap 21, 14), cuya excepcional virtud ha movido la devoción de los católicos a lo largo de todos los tiempos. Sin embargo, si la magnitud de un edificio se mide por sus estructuras, ¿Cómo no vislumbrar en los Apóstoles una grandeza insospechada? El Sagrado Corazón de Jesús posó en ellos su mirada de predilección, los llamó a una convivencia íntima (cf. Lc 6, 12-16; Mc 3, 13-19), oró por ellos al Padre (cf. Jn 17, 9), los instruyó y formó, y sobre ellos se complació en erigir su inmortal y santa Iglesia (cf. Mt 16, 18-19).

Se puede afirmar que la estatura moral de los Apóstoles sigue siendo ignorada en la historia. En un intento por penetrar en las brumas que la envuelven, consideremos de entre este grupo de privilegiados a un varón singular, conocido por el vulgo tan sólo como uno de los evangelistas: San Mateo.

¿Quién era Mateo?

Cafarnaúm, ciudad fronteriza de Galilea, era un puerto muy concurrido por la constante afluencia de personas y mercancías procedentes del norte y del sur, del este y del oeste. Muchos recaudadores de impuestos se instalaban allí para cobrar los tributos exigidos por el Imperio romano. Se les llamaba publicanos, ya que se ocupaban de asuntos públicos, profesión que en aquellos tiempos rara vez se ejercía sin incurrir en pecado…

Como exactor de tasas, el publicano debía pagar al gobierno la suma estipulada y quedarse con el excedente, siendo comunes las extorsiones deshonestas para beneficio propio. La recaudación de impuestos, por tanto, constituía «un comercio sin rubor, una rapiña con capa de legalidad»,1 razón por la cual sus agentes eran especialmente despreciados, odiados por el pueblo y considerados como ladrones criminales.

En esta categoría de hombres se encontraba Mateo, denominado respetuosamente por San Lucas (cf. Lc 5, 27) y San Marcos (cf. Mc 2, 14) sólo como Leví. Originario de Galilea, se sabe poco sobre su ascendencia, salvo que era hijo de Alfeo. Todo indica que tenía arrendados los derechos tanto de portazgo de quienes cruzaban el lago de Genesaret como de las mercancías que llegaban allí. Quizá por eso el Evangelio en hebreo, al referirse a él, emplea la expresión dueño del paso en lugar de la palabra publicano.2

Leví estaba entonces en plena tarea cuando un acontecimiento cambiaría el rumbo de su vida.

Momento decisivo en un intercambio de miradas

Después de curar a un paralítico en una de las casas de Cafarnaúm, Jesús se dirigió a las afueras de la ciudad, junto a la orilla del mar de Galilea. Mientras predicaba a la multitud que lo acompañaba, «vio a Leví, el de Alfeo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dice: “Sígueme”» (Mc 2, 14).

¡Jesús lo vio! ¿Qué mirada le habrá dirigido el Hombre-Dios a aquel publicano, al que casi nadie se dignaba mirar? Una mirada verdaderamente divina, penetrante, profunda, arrebatadora, repleta de amor, bienquerencia, compasión. Una mirada restauradora, cuyo lenguaje mudo expresaba más que la elocuencia de muchos discursos persuasivos. De hecho, lo que Leví entendió en un intercambio de miradas, al joven rico hubo que explicárselo con un consejo pormenorizado: «Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes, da el dinero a los pobres —así tendrás un tesoro en el Cielo— y luego ven y sígueme» (Mt 19, 21).

A Leví le bastó una sola palabra: ¡Sígueme! Y, «dejándolo todo, se levantó y lo siguió» (Lc 5, 28). ¿Con qué inflexión de voz habría pronunciado Jesús ese imperioso llamamiento? ¿Qué habría pasado en el interior de ese nuevo discípulo para renunciar a todo?

A los espíritus naturalistas les cuesta comprender la rapidez de una decisión a primera vista irreflexiva e inmadura. Ahora bien, Leví había sido preparado por la Providencia desde su infancia. Y como no había encontrado una causa a la que pudiera dedicarse por completo, «echó mano a la recaudación de impuestos, sin importarle el desprecio del que sería objeto por parte de la sociedad».3

Con el bullicio de la gente por los prodigios realizados por Jesús en Galilea, la esperanza de Leví se había encendido, y todo lleva a creer que se había incorporado al número de los que escuchaban las predicaciones del Maestro. «Si de la piedra imán y del ámbar se dice que tienen tal fuerza que unen consigo anillos, pajas y hierbas, ¡cuánto más podía el Señor de todas las criaturas atraer hacia sí a los que quería!».4

¿Qué mirada le habrá dirigido el Hombre-Dios a aquel publicano? Tal era la fuerza irresistible emanada del Maestro que Leví, antes dispuesto a amasar riquezas obteniendo ganancias ilegítimas, sacrificó en un instante todos sus planes ambiciosos
«La vocación de San Mateo», de Giusto de Menabuoi – Catedral de Padua (Italia)

Generosidad, presteza y valentía

Tal era la fuerza irresistible que emanaba del Maestro que Leví, antes dispuesto a amasar riquezas obteniendo ganancias ilegítimas, sacrificó al instante todos sus ambiciosos planes y renunció a su fortuna. No se tomó la molestia de deshacerse de sus bienes, no se propuso subastar sus tierras e inmuebles, ni siquiera concluyó su contabilidad en el telonio, sin importarle los posibles pleitos que los oficiales romanos pudieran iniciar contra él…5 ¡La gracia lo había arrebatado!

Experto en calcular los valores terrenales, no se arriesgó a perder el inestimable don de la gracia que se le ofrecía, no dudó entre Dios y el mundo. En este hecho podemos entrever la nobleza de carácter del apóstol, el heroísmo que lo llevó a abandonar la estabilidad de la vida y una enorme riqueza para seguir al Maestro hacia lo desconocido. Se trataba de un alma magnánima, un «modelo de varón serio, altanero, intrépido, valiente».6

Muchos Santos Padres aprecian la generosidad con que Leví se entregó al Señor y destacan su loable prontitud, el valor con que enfrentó los obstáculos y oposiciones, sometiendo incluso sus pasiones, así como su constancia en el seguimiento de Jesús, que lo llevó a perseverar en sus primeras resoluciones hasta el final de sus días.

Aun habiendo renunciado a todoorganizó una fiesta para el Señor, como muestra de su gratitud.

Un banquete para el Maestro

«Leví ofreció en su honor un gran banquete en su casa» (Lc 5, 29).

Las grandes celebraciones de la época se hacían en torno a la mesa. En la parábola evangélica, el padre ofrece un banquete al hijo pródigo que regresa (cf. Lc 15, 23); aquí, Leví, hecho hijo de Dios, da un banquete a aquel que lo ha salvado del pecado y de la muerte; si grande se reveló la alegría de aquel padre, mucho mayor fue la felicidad de Jesús al constatar la generosidad de su nuevo discípulo. Sin duda, de todos los exquisitos platos, ninguno le satisfizo tanto como la buena disposición de Leví. Ambos corazones ya latían al unísono.

¿Qué intensa convivencia habrá tenido lugar en ese banquete? ¿Qué vínculos se habrán creado? Inmortales resonancias entre Creador y criatura, entre Maestro y discípulo, que resuenan a lo largo de los siglos en la sencillez del Evangelio: «Jesús estaba a la mesa en la casa de Mateo» (Mt 9, 10)…

Mateo significa don de Dios, y quizá éste sea el nombre representativo que le dio el Señor para marcar su nueva vida. De hecho, ya no era el mismo y, como presagio de su futura labor apostólica, convidó a sus amigos al banquete, entre otros motivos para hacerlos también partícipes de la compañía de Jesús.

«Me despojé del publicano y me revestí de Cristo»

Ahora bien, al ver al Maestro y a los suyos comiendo a la mesa con pecadores y publicanos, los fariseos y discípulos de Juan el Bautista se indignaron (cf. Mt 9, 11.14). Aferrados a criterios antiguos, se habían vuelto incapaces de comprender que el Salvador condescendiera en buscar a las ovejas perdidas, y que debía ejercer su oficio incluso en la intimidad de un banquete. Ése fue el preludio para que Jesús pronunciara la razón de su misión en la tierra: «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. […] No he venido a llamar a justos sino a pecadores» (Mt 9, 12-13).

Y, para atestiguar que Mateo ya había comenzado la nueva vida de gracia que Él ofrecía al mundo, Nuestro Señor les aclara a aquellos corazones maliciosos: «A vino nuevo, odres nuevos» (Lc 5, 38).

Como hombre renovado, Mateo acogió en su casa a Jesús, el Nuevo Adán. En este sentido, San Ambrosio7 describe piadosamente las disposiciones del converso en ese momento, que podrían resumirse así: «Mirad, ya no soy publicano; ya no llevo en mi interior la figura de Leví. Me he despojado de él y me he revestido de Cristo; huyo de mi vida antigua. Oídme, hombres, que tenéis vuestra mente oprimida por el pecado. Yo también estaba herido con semejantes pasiones y encontré un Médico, que vive en el Cielo y derrama su medicina sobre la tierra. Solo Él ha podido curar mis heridas».

Así fue como el Maestro confiscó a uno más de los que lo seguirían. Y como sólo permanecería unos años en este mundo, nada más comenzar su vida pública quiso asociar directamente a algunos a su misión salvadora. Entre estos predilectos se encontraba San Mateo.

Entre los elegidos del Señor

Con la solemnidad propia de las obras de Dios, Jesús se retiró a lo alto de un monte, donde pasó la noche en oración. Al amanecer, llamó a los que quiso y escogió a doce de entre sus discípulos para que se quedaran en su compañía, a los que llamó Apóstoles (cf. Mc 3, 13-15; Lc 6, 12-13). Les confirió autoridad para expulsar demonios y curar toda enfermedad o dolencia; luego los instruyó sobre su futuro ministerio (cf. Mt 10).

Radical por naturaleza y convicción, Mateo probablemente se había destacado por su idealismo y generosidad, lo cual le granjeó una vez más el beneplácito de Jesús, que lo eligió como uno de sus más cercanos. ¡Gozaba de la amistad del Señor!

Con la precisión y sencillez que le eran propias, Mateo compiló las principales de entre las infinitas grandezas de Jesús, dejándonos el primer Evangelio
San Mateo escribe su evangelio, «Grandes horas de Ana de Bretaña» – Biblioteca Nacional de Francia, París

Sin embargo, el silencio y la discreción de este santo revelan una peculiar modestia, propia de quien sabía ocultarse y humillarse, como se puede comprobar en el Evangelio escrito por él cuando añade el sobrenombre de «publicano» (10, 3) a la lista de los doce Apóstoles. Reconocía su antigua condición y se sabía objeto de la misericordia del Señor.

¿Qué relación tenía con el Maestro? ¿Cuál era su función entre los demás Apóstoles? Nunca volvió a su anterior oficio; entonces, ¿Qué hacía, por ejemplo, mientras los otros pescaban? Misterios y conjeturas se conjugan, como ocurre con todos los Apóstoles. Desafortunadamente, la historia no ha registrado hechos más detallados sobre ellos. No obstante, es cierto que, como miembro del Colegio Apostólico, Mateo presenció las más variadas escenas en su convivencia con el Salvador; pudo contemplarlo en medio de multitudes realizando todo tipo de milagros, en las horas de soledad, en las situaciones de intimidad, en el momento culminante de la manifestación de su amor divino, la última cena.

Y aunque de este apóstol ninguna palabra ha pasado a la historia, a él le cupo el honor de ser el primero en inmortalizar las acciones e instrucciones del Salvador mediante la redacción del Evangelio.

Del cálculo numérico a la recopilación de las acciones del Redentor

Cuenta la tradición que, tras la ascensión del Señor, Mateo predicó junto con los demás Apóstoles en las provincias de Judea y alrededores. Antes de dispersarse por el mundo, muchos judíos conversos y otros Apóstoles le rogaron al santo que registrara la historia de Jesús. Así lo hizo. Recogió las principales de entre las infinitas grandezas del Señor y las compiló con su sencillez y precisión que le eran propias. ¡Ésta sí que fue una recaudación sin precedentes de auténticas riquezas!

Cumplida esta misión, partió a evangelizar nuevas tierras, y el último lugar del que se sabe que estuvo es Etiopía, una de las regiones más difíciles e inaccesibles de la época. Tras una existencia llena de sacrificios y penitencias, sumados a crueles persecuciones, sonó para él la hora de la eternidad. Bajo las órdenes del pérfido emperador Hirtaco, fue asesinado en el mismo altar en el que acababa de celebrar la santa misa. Se consumaba de este modo el llamamiento del Maestro: «¡Sígueme!». Mateo lo siguió en el dolor y la inmolación completa, y lo seguiría en la gloria, donde aquella mirada divina que lo había confiscado jamás le sería arrebatada.

Dejó así un rastro luminoso de generosidad, amor sacrificado y radicalidad para los hombres de todas los siglos. Se mostró grande en su entrega y en sus obras porque fue amado y ampliamente perdonado. Fiel a su primera llamada, se mantuvo constante en el seguimiento de Jesús y mereció la corona de gloria.

Martirizado en el mismo altar donde acababa de celebrar la santa misa, Mateo consumaba así el llamamiento del Maestro: «Sígueme»
«El martirio de San Mateo» – Museo Agustino, Friburgo de Brisgovia (Alemania)

Columnas y cimientos

San Mateo es, junto con los demás Apóstoles, un lucero del mundo, un patriarca de la humanidad en el orden espiritual y eterno. Estas prerrogativas intransferibles lo convierten en una figura excepcional.

Ahora bien, los cimientos por sí solos no hacen un edificio. En Cristo mismo es donde también hemos sido elegidos como piedras vivas de la Iglesia; en Él «todo el edificio queda ensamblado, y se va levantando hasta formar un templo consagrado al Señor» (Ef 2, 21).

Cuando, finalmente, la edificación de la Iglesia esté concluida, habrá llegado el momento de la unión definitiva de Nuestro Señor Jesucristo con ella. Entonces se dirá: «¡La Esposa está preparada!» (Ap 19, 7). Sobre los cimientos se habrán erigido las murallas, solidificado las columnas, terminado el edificio. Y un cántico resonará por toda la eternidad: «Venid, “contad sus torres” (Sal 47, 13), contempladla en su esplendor, en su perfecta estatura. “¡Bienaventurados los invitados al banquete de bodas del Cordero!” (Ap 19, 9)».

Notas


1 San Juan Crisóstomo. Homilías sobre el Evangelio de San Mateo. Homilía XXX, n.º 1. Madrid: BAC, 1955, t. i, p. 596.

2 Cf. Maistre, Étienne. Histoires scientifiques et édifiantes de chacun des grands et bienheureux Apôtres S. Philippe, S. Barthélemy, S. Matthieu, S. Thomas, S. Jacques-le-Mineur. Paris: F. Wattelier, 1870, p. 155.

3 Clá Dias, ep, João Scognamiglio. «“Sígueme”, un llamamiento para todos». In: Lo inédito sobre los Evangelios. Città del Vaticano-Lima: LEV; Heraldos del Evangelio, 2013, t. ii, p. 135.

4 San Jerónimo. «Comentario a Mateo». L. I, c. 9, n.º 20. InObras completas. Madrid: BAC, 2002, t. ii, p. 95.

5 Cf. Maistre, op. cit., p. 158.

6 Corrêa de Oliveira, Plinio. «Sério, altaneiro e intrépido». InDr. Plinio. São Paulo. Año XVII. N.º 198 (set., 2014), p. 2.

7 Cf. San Ambrosio. «Tratado sobre el Evangelio de San Lucas». L. V, n.º 27. InObras. Madrid: BAC, 1966, t. i, pp. 243-244.

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